jueves, mayo 29, 2025

Cuento: Julia y el huevo de la serpiente. Xilografía de Guillermo Martínez

 

Julia y el huevo de la serpiente

 

Xilografía de Guillermo Martínez

1

La lencería sexy de la joven Julia, rojo italiano de dobles tiras largas, daba más estética y más curvatura a sus nalgas. Ella se sacó de su dedo anular su anillo de piedra preciosa que le había regalado su padre y lo dejó delicadamente en el velador.

El olor sensual de su perfume Coco Chanel, de flor de jazmín y de azahar, hizo temblar a Pedro de éxtasis con un deseo intenso.

—¡Qué bien hueles, Julia!

Julia, con las mejillas encendidas, la cabellera revuelta, apenas alcanzó a sentarse a horcajadas sobre él. 

Pedro eyaculó en sus calzoncillos.

Ella suspiró molesta.

—Shiu…

Julia se bajó de sus piernas.

Bebió un sorbo de cerveza.

Se puso su falda de colores y su blusa de seda abotonada.

—Basta —se dijo a sí misma, aunque el eyaculador precoz alcanzó a oír.

—Perdona...

—Naa, llevamos meses y no funciona. Es irremediable. Tu roca se va a la primera, Pedro —dijo ella con voz ronca pero aterciopelada.

—Pero...

—Basta, no quiero tu bla, bla.

Fue al baño. Se delineó las líneas debajo de sus ojos verdes, mirándose en el espejo.

—Mala suerte la mía. 

La insatisfecha sintió que había entrado en una crisis de estilo y de deseo.

Era el preciso momento de abandonar  a su novio, el eyaculador precoz, un joven estudiante de arte que no conocía el mundo. En lugar de pintar se iba a los bares a hablar sobre unas elusivas teorías sobre un arte metafísico, una forma banal de despilfarro.

Cuando ella volvió del baño su voz de hastío no dudó cuando le dijo:

—Eres bonito pero funcionas a destiempo. Mis expectativas no son tan exigentes. ¡Mira, mira  en lo que me estoy convirtiendo! ¡Mira, mira como mi juventud pasa vacía de emoción!

—Te juro que me esmeraré.

—Eres un diagnosticado eyaculador precoz, además juegas play todo el día, ¿cómo tan enajenado? Eso no es esmerarse.

Se colocó sus zapatos rojos que la hacían verse más alta y más estilizada.

—No me dejes, Julia.

—No soporto tu penuria en la cama. Es malsano.

—Julia, no me dejes.

Pedro estaba como un perro herido, tenía el pecho hundido. Él la amaba como a una bella heroína inalcanzable. Pero sabía que era de locos discutir con Julia. ¿Quién puede discutir con el agua, el viento, o el fuego?

Ella tomó su cámara fotográfica. Pedro estaba en calzoncillos en el centro del desordenado desván, de ropas sucias apiladas. Lo vio bello y frágil. Lo presintió vulnerable y tuvo ganas de preguntarle si estaba perdido o necesitaba algo. Mas no dijo nada.

Ella salió dando un portazo con su caudal de libido insatisfecha. Salir de allí fue como si se bajara de un tren en marcha hacia la muerte.

—Con los hombres hay que saber cuándo partir.

En la calle Julia se dio cuenta que había olvidado en el velador su anillo con la piedra preciosa que le había regalado su padre.

—Nooo.

No quiso devolverse a buscar el anillo y siguió caminando.

—No volveré atrás.

 

2

 

La ciudad nocturna estival estaba movida. Fue el verano más caluroso que se recuerde.

Julia caminó al Stipper´s bar marcando sus tacos y agitando su colorida  falda. 

En sus fines de semana Julia servía tragos en el popular Stipper´s bar de Las Condes del barrio alto de Santiago, donde conocía bien la impostura social de la noche: sin sustancia, sin historia, donde todos sonríen y se preocupan de la imagen. 

Entró y caminó hacia la barra. Saludó a su amigo Johan, un barman sueco de madre chilena. Julia y Johan estudiaban juntos fotografía en un instituto. Habían realizado un innovador cortometraje con tres cámaras fijas que funcionaba a 360 grados y que recibió el halago de sus profes.

Se sentó en la barra.

—Hola, Johan.

—¿Qué pasa, Fröken Julia, señorita Julia?

—Estoy estresada.

—¿Es tu novio, verdad? ¿El nevrotiske?

Johan tenía una grata capacidad de adivinar las emociones y el estado de ánimo de Julia que generaba inmediata confianza.

—¿El nevrotiske?

A Julia le dio risa la mezcla de español con una lengua extranjera.

 —Ja ja ja, nevrostiske. Sí. Mi novio difunto frente a una pantalla y sus juegos en red, su vegetar presentista.

 —¿Vegetar presentista?

 —Depresivo. Y es mi vida, también, una vida sin sentido.

Johan le tendió la mano con una gran sonrisa, se acarició su barba rubia de hipster y se arregló su corbata de lazo.

—Dame tu mejor cóctel, Johan. Necesito un poco de éxtasis. 

—¿Doble?

—Dale con todo, Johan. La moderación me hace fatal.

En una coctelera Johan cortó hielo y lo echó en una copa de cristal, mientras se movía como si estuviese bailando detrás de la barra. La chaquetita de Johan era corta y elegante. 

“Es tierno” —pensó Julia.

Él siempre había tenido una agradable actitud compasiva que generaba en ella un cinismo filial.

Julia, sin quererlo, se focalizó por unos momentos en los glúteos de Johan. Julia sospechaba de la ambigüedad sexual de Johan.

—Tiene un toque de choklad —dijo él cuando le pasó el cóctel.

—No quiero ser un tópico, una outsider más, una típica chica de polera negra.

—Pareces una canción feminist.

—Es que tengo un doctorado en  malestar cultural.

—¡Qué cosas se te ocurren, Julia!

—Malestar cultural: vida vacía de sentido. Insulsa. Trivial. Vacío espiritual.

Ella echó un poco a la broma su infelicidad amatoria. Le mareaba hablar sobre su vida privada. Hay cosas sobre las que a Julia no le gustaba hablar. Se tomó un trago.

—¿En qué andas, fröken Julia?

—Quiero hacer un cortometraje sobre el infierno. Ver el mal.  

—Mira.

Johan le mostró la revista gratuita La Panera, que se regalaba en los pubs.

—Wim Wenders publicó un book llamado Los Píxels de Cézanne.

Julia tomó la edición mensual de la revista La Panera y la hojeó. 

Era un artículo de Wim Wenders sobre los cineastas Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, que murieron el mismo día, el 30 de julio de 2007.

—Bergman fue autor de El Huevo de la Serpiente.

—Sí. La película la vimos en el instituto.

Julia revisó el artículo. Saboreó su cóctel y con su lengua persiguió un trocito de hielo. 

—Hum. Win Wenders tiene una forma fílmica de escribir, como si fuese un guión de cine. 

Wim Wenders escribía en bloques visuales. En algunos operaba en versos, como si construyera un poema, transformando las frases en imágenes visuales.

—Uno de los amigos de Ingmar Bergman se llamaba Virgot Sjöman y también escribía sus storys en bloques visuales y poétiker. Tenía una teoría de escribir guiones, el Sjöman Style.

—¿Y cómo es el estilo Sjöman?

—Con tres esencias. Primero, skriver en bloques visuales con oraciones cortas: Sustantivo y predicado. Punto aparte. El punto aparte lo hace más fácil de leer. Segundo, prosa leve, direkt y clara. Tercero, la propulsión reside en el estilo, no en la trama.

—Qué lindo. Me gusta. Es lo que yo haré, un guión Sjöman Style sobre un film en camino. Un Road Movie.

—Hágalo, fröken Julia. Usted tiene talent.

—Eres tierno, Johan.

“Estás rico” —pensó Julia.

Tomó su cámara fotográfica e hizo una foto de Johan, a contraluz del neón del bar.

 

3

 

Julia pertenecía a una de las familias más antiguas de Las Condes.

Amó a su padre, un hombre bueno y cariñoso. Cuando ella cumplió 13 años él le regaló una anillo con una piedra preciosa.

En la base sicológica de su empoderamiento femenino estaba vivo el conflicto familiar incestuoso, unos traumáticos trapos sucios.

Su querido padre tenía un hermano llamado Claudio, que desde pequeño envidiaba su suerte.

Un día el padre de Julia apareció trágicamente muerto.

Durante una noche de jolgorio, su padre habría caído desde el décimo piso del departamento.

La versión del tío Claudio fue que habían estado bebiendo y que su padre borracho trató de sentarse en el balcón mientras fumaba un cigarrillo, pero perdió el equilibrio y cayó.

Diez pisos más abajo, se reventó.

A los tres meses su hermosa madre se casó con su tío Claudio.

Julia fingió no entender nada del pronto matrimonio de su madre con su tío, al que percibía como un halcón con garras letales.

Pero la conmovía un cimentado trauma emocional y de encarcelamiento.

Despreciaba a su madre por haberse casado con su tío. Y soñó a veces con decapitar a su tío, el usurpador.

¿Por qué su madre quería casarse con su tío?

¿Por qué?

Así fue.

Un día viernes su tío-padrastro llegó bebido a casa. Se sirvió otro whisky y así empezaría el averno.

Miedo y pánico. Su tío-padrastro se transformó. Ella era pequeña, 13 años y sintió impotencia.  

Ella, a su corta edad, ya sabía que nadie es intachable.

Su padrastro no era bueno y era tétrico.

Julia tenía una ojeriza vigorosa. No confiaba en él, ni menos en la dulzura de la bondad de su madre.

Esa noche hubo gritos y golpes de mesa. 

Igual ella intentó defenderse. 

Decía su verdad cruda, sin modales. Julia era una niña terrible, en el sentido más literario posible: una enfant terrible.

Tal como su tío fue brutal y directo, Julia  era feroz y  directa.

Julia era rencorosa, sí. E indócil.

Julia era valiente. Hay quienes eran violados o destripados y ahí quedaban. Había jóvenes que se quedaban rumiando en la pieza materna hasta viejos, y preferían ver las cosas inclinados en su iPhone.

Julia no.

—Plaff.

La bofetada de su funesto tío-padrastro la lanzó lejos.

Su madre gritó y se abalanzó sobre él.

Saltaron las pinturas de las paredes y temblaron los cristales de las ventanas.

Se separaron.

La relación con su madre, que nunca había sido buena, mejoró.

Por las circunstancias de haber vivido en un infierno. Y por carácter, el material de la que estaba hecha, Julia era una muchacha irónica y taciturna, una lluvia torrencial de pasiones, una femme metal sardónica.

A veces, ella no sabía qué hacer con sus malos recuerdos.

 

4

 

Julia despertó con el absoluto deseo de echarse a andar, el viaje le mostraría su destino.

“No voy a ser cineasta por aburrimiento”.

Mientras la mayoría de sus amigos sobreprotegidos llevaban una vida sedentaria, su interior le decía:

¡Sal! ¡Al camino! ¡Haz tu voluntad!

Esas vacaciones decidió formar parte de los linajes errantes de las autopistas al viejo estilo, en un nuevo arquetipo femenino.

Estaba agobiada por las presiones de su vida, así como por sueños incumplidos.

Mochila y cámara fotográfica.

En su oreja sonaba la banda francesa de metal Eths con la vocalista Candice Clot,  gutural y áspera en las partes duras.

Maman mon cœur voudrait cette nuit s'arrêter.”

Mamá, mi corazón quisiera que esta noche se detuviera

Las letras estaban inspiradas en la dolorosa niñez de la cantante Candice.

“Estilo Virgot Sjöman” —pensó Julia.

Bus en Santiago. Cruzar la cordillera de Los Andes. Mendoza. Subir fotos a Facebook. Al otro día tomó el bus a Córdoba. De Córdoba a Santa Fe. Después de unos días había llegado al lago Yparacaí de Paraguay, un lugar desconocido para ella, salvo una vieja canción llamada, “Recuerdo de Yparacaí”.  

Tomó una barcaza y desembarcó  al otro lado de la costa, en San Bernardino. 

Lo primero que la alertó fue la siniestra voz del botero mulato: 

—En el lago hay un monstruo verde. El lago Ypacaraí, antes de aguas azules, ahora está infectado. No hay futuro. Todas las tierras se convertirán en páramo.

La contaminación había transformado el lago en un mierdal.

Caminó alrededor del lago donde había  ranchos, pubs, discotecas, restaurantes, pizzerías, lomiterías, heladerías, bollerías. 

En el camino se encontró con varias iguanas muertas. No pudo evitar mirarlas con inquietud. Las grabó con su cámara.

“Una premonición” —pensó. 

 

5

 

Miró hacia un montículo. Hotel del Lago, 1888, decía el letrero de la entrada. Un palacete de dos pisos, copia de las casas de la Costa azul francesa.

Entró al hall y fue a la recepción donde tocó un pequeño timbre.

A los segundos, arribó desde una escalera de estilo bastardo de Belle Époque, una joven mujer morena,  vestida con una minifalda blanca y una blusa colorida. Bajó finamente los quince escalones,  que alargaban los muslos de sus piernas.

—Hola, me llamo Adonaí.

—¿Adonaí?

—Sí.

—Divino.

Era una hermosa joven morena guaraní de piel plateada y delicada al caminar. Simpatizaron de inmediato y, a pesar que recién se conocieron, sintieron que eran del mismo linaje de mujeres.

Le entregó la llave de la pieza 19.

 

6

 

Adonaí era también cocinera y esa noche la invitó a la mesa en su cocina. La cocinilla tenía un ventanal al lago y un amable olor de las hierbas, los condimentos y las sales. Aliñó una salsa con ajonjí, hierbabuena y eneldo y se la puso al Chuipa Guasú, un pastel en base de elote y carne de pollo picada con cebollines y azafrán.

El incremento de sus percepciones sensoriales, especialmente el sentido del olfato,  le abrió el apetito.

—Rico.

El ambiente tenía un perfumado calor mientras le charló sobre comidas típicas, sus fusiones y herboristerías de la cultura popular. Sentadas en actitud contemplativa, escuchaban música bajo el crepúsculo rosa.

Adonaí sacó unas copas de cristal. Sirvió un bajativo, un exquisito y alucinógeno licor dulce de hongos traídos de su huerta y preparado por ella, en su botica de hechicera.

—¡Qué fragante!

La guaraní tenía un cálido mundo propio, lento como vegetal, un valle llano y florido que protegía a los perdidos.

Julia abrió su corazón a la espiritualidad. Y sintió sus pies tan leves que parece que la hicieron caminar por las alturas.

Dos mujeres en comunión reconocieron que una mujer no es una cosa entre las cosas.

Se parecían, como si ella fuese su doble andante. Todos tenían un doble, un opuesto y complementario que camina al lado. De algún modo, Julia sintió que Adonaí era ella. O bien, se había encontrado a sí misma. O bien, eran dos gemelas separadas al nacer y que no se habían conocido hasta entonces.

Terciopelado el aire de la noche, como si la brisa contuviera lo divino, se rieron primero con un breve chillido, luego con un breve trueno. La candorosa guaraní de piel como almendra, de pechos gruesos y olor de manzanilla, la magnetizó con la leyenda de Ypacaraí, el lago que se había formado allí después de un diluvio. ¿Y cómo habían nacido los tomates, los repollos acresponados? ¿Y las dulces sayas negras o rojas como el fuego?

Fue tal la armonía y bienestar —se sintieron livianas e ingrávidas— que no se dieron cuenta que estaban tomadas de la mano.

 

7

 

Esa noche Julia no supo qué hora era cuando se tendió endulzada en la cama de la pieza 19.

El sueño se apoderó de sus sentidos y le ofreció ensoñaciones  agradables. Soñó con una pradera verde con lirios y algondoneros.

En algún momento del suave sueño sintió que la rondaba un rumor o creyó escuchar voces en su pieza, no estaba segura. Alguien la buscaba y la asediaba. Sintió que levantaron su camisa de dormir. Algo le trabajaba el sexo, como si fuese un colibrí.

—Oh.

Ella vibró y sollozó.

Sus sensaciones  perversas, confusas y altamente insanas no se detienen sobre su enagua. Los vuelos de la enagua hacían un bisbiseo, un susurro.

Escuchó un gruñido.

Entonces, como si se hubiese hundido en una cruel dimensión desconocida, ella lo vio.

Era un monstruo surgido de la pared. Su figura le pareció incluso sugestiva, con una barba muy cerrada y unos grandes bigotes negros. Se mantuvo  en cuclillas, pero en una posición torcida. Hay además alguna cosa negruzca que se enrosca a su alrededor, como una víbora.

Julia le preguntó:

—¿Quién eres?

Curiosamente, él le respondió:

—Soy un apéndice monstruoso que me sale de la cabeza.

El monstruo parecía que tenía ganas de contar sus desvelos y sus penas.

—Desde hace muchos años que permanezco en esta habitación.

Ese era su principal desazón. Por lo demás, explicaba sin amargura.

Julia tenía miedo, pero se interesó en él.

Era un hombre sangrante y que ahora se sentó en una silla de la pieza, se agarró su gran bigotón como manubrio de bicicleta, dudó, vaciló, dio gritos de dolor y de ira y pronunció palabras raras de un idioma que parecía alemán. Luego tuvo momentos de compasión y vacilación.  Va y viene. Bebió un alcohol desde una botella de Jägermeister. Gritó algo. De pronto, el demoniaco volvió sobre ella con maléficas intenciones. 

¡Razas inferiores!

Eso creyó ella escuchar.

El demonio la intentó manosear.

Manifestó su deseo incontrolable de violar.

Llevaba un tatuaje en un brazo.

A ella le comenzó a doler el bajo vientre, como si tuviera un pequeño bichillo alienígena penetrando su interior. 

Era un dolor reconocible, como si sufriera de un desprendimiento violento del endometrio. Ella vio saltar sangre, una sangre rojiza oscura, una sangre gruesa y marrón negruzca igual al color de la sangre de su menstruación. Un sacrificio de sangre espesa como de moras.

—¡No! ¡No!

Julia saltó de la cama, prendió la lámpara del velador.

El hombre o la bestia se diluyó en luz. No había nadie. No había sangre.

Julia tomó una cobija, se abrigó y fue a abrir la puerta.

Se trabó. No abrió.

Gritó.

¡Adonai!

Julia rompió una ventana.

Salió por el pasillo, un espejo del fondo la confundió y tropezó. A tumbos fue en busca de Adonaí.

 

8

 

En la cocina, Adonaí le preparó un té de pensamientos.

—Beba y cálmese.

—Era un hombre, un hombre de bigote… —balbució Julia mientras sopló la taza hirviendo para evitar quemarse la lengua.

—Oh, dicen que allí en esa pieza se suicidó Bernhard Förster —dijo Adonai.

—¿Quién?

— El racista alemán.

—¿Alemán?

—¿Usted no sabe nada?

—¿Qué?

—Allí se mató Bernhard Förster en 1889 con estricnina.

—¿Quién es Bernhard Förster? 

—Una SF. La Sombra Fraude, un líder mesiánico alemán que fundó aquí la colonia germana en 1886, la Neu Germania, un  loco sueño racista. Creía que eran una raza humana superior. Era una verdadera bestia a la hora de tratar a los guaraníes.

—¡Oh! ¡Me ha cogido un demonio!

—Encaprichado con poseer tu alma.

—¿Por qué a mí?

—Eran rapaces.

—Uh, lo mismo hicieron después los alemanes en La Colonia Dignidad, en el sur de Chile.

—¿Sí?

—La falacia nazi fue un averno llamado Dignidad, un enclave racista liderado por el pedófilo y nazi Paul Schäfer en el sur de Chile.

 De madrugada mientras Adonaí preparaba el desayuno con tortilla, mandioca frita y revuelta con huevos y café, le contó la historia de su pueblo, una breve antropología social. 

—Los sociópatas se creían superiores, pero la selva espesa, las lluvias abundantes, el suelo arcilloso y seco, las picaduras de los mosquitos y los animales salvajes, los derrotó. Lo que iría a ser la tierra prometida aria, fue su infierno. No resistieron y Förster se refugió en la pieza 19 del Hotel. Tomó morfina y estricnina, y murió el 3 de junio de 1889. Su mujer, Elisabeth Nietzsche, lo enterró en el cementerio alemán. 

—¡Oh!

—Llegan muchas cartas para el 3 de Junio, el día de su muerte.

—¿Dónde está el cementerio?

—En el alto. Se puede ir caminando.

Julia terminó de beber su té y salió con su cámara.

Sintió su juvenil pulsión de ir al cementerio. Sentía que algo le estaba diciendo su destino y la llenaba de sentido.

Tenía miedo, sí. Pero quería ir.

“Lo que no me mata, me hace más fuerte”

“Sjöman Style”, pensó Julia.

—Cuídese, Julia. Es el inframundo.

—El miedo no ganará.

 

10

 

Al subir vio una ladera y no le extrañó que la alta zona sombría estuviese rodeada de una leyenda de oscuro misterio que infunde terror. Los arboles crecían muy juntos y sus troncos eran anchos.

Deutscher Friedhofd, decía en el portal del cementerio. 

Julia caminó por la lúgubre y estrecha vía central, la calle del Ataúd, donde había demasiado silencio.

Un gato negro se cruzó intempestivamente y le produjo alucinación y espanto.  

El suelo estaba blando y húmedo y copado de musgo.

Allí encontró la tumba,  una piedra con un epitafio en alemán:

"Die Liebe Höret nimmer auf". 

El Amor nunca falla, (Corintios, 13). 

Prendió su cámara y empezó a grabar.

 

11

 

En 1933, Adolf Hitler visitó a Elisabeth Nietzsche, la hermana de Fredrick Nietzche. La señora era tan diabólica y manipuladora como longeva. Con 85 años ella organizó una interesada ceremonia en homenaje a su hermano.

Usando a su hermano como blasón, ella caminó hacia el Führer y le entregó el bastón de Nietzche. 

—Gracias, Adolf Hitler. Y no olvide a mi Bernard que murió en Paraguay —le siseó como serpiente, la pérfida viuda Elisabeth Nietzsche.

—No lo olvido. Bernhard Förster fue un profeta ario que llegó antes de tiempo —dijo Hitler.

Hitler salió de allí con el bastón en la mano. El lugar estaba lleno de  adeptos fanáticos, que con voz firme y clara y con el brazo derecho extendido y con la palma hacia abajo, vociferaron:

—Heil Hitler, Heil Hitler, Heil Hitler.

Unos días después se realizó otro vulgar esotérico rito funerario nazi con banderas y teas encendidas. En un altar pusieron tierra germana que se bendijo. Esa tierra consagrada de violencia nazi viajó en barco hasta San Bernardino. 

Cuando el barco llegó a Paraguay se organizó otro litúrgico. Nuevamente hay banderas y teas encendidas de odio. 

Efebos alemanes nazis vaciaron los paquetes con tierra alemana sobre la tumba de Bernhard Förster, un antisemita y nazi avant-la-lettre, plagiario, utó­pico, falsificador.

La tierra pura germana para  un cadáver puro ario.

Tumba envenenada de odio racial.

 

12

 

Julia grabó la lúgubre tumba de Bernard Förster.

—Aquí estás, demonio..., rodeado de tu tierra contaminada, violento nazi, él mismo que anoche me asaltó en mi pieza, y me provocó dolores y sangre de menstruación. 

Ahora Julia no estaba soñando. El ambiente era post apocalíptico. Julia sintió miedo. No podía dejar de sentir un temblor, como si la tierra blanda aria se moviera debajo de sus pies.

—¿Está temblando?

La tierra de la tumba se sacudió y vio salir un gusano, y unos necróforos sobre masa putrefacta, quizá el nacimiento sangriento de una criatura demonológica con ojos iluminados.

Dio un grito y saltó hacia atrás.

—Atrás infeliz —gritó Julia.

De su cámara salió un rayo protector, un flash, una magia del caos, una energía mística que incendió la tumba.

Bajó rápidamente hasta el hotel.

Hay cosas que se revelan en el camino, pensó Julia.

La verdad solo se encuentra caminando.

—No son banales, son el mal.

 

13

 

Julia estaba vulnerable.

Ingmar Bergman produjo la película El Huevo de la Serpiente en 1977. Una sociedad apática engendró un huevo de serpiente, un monstruo nazi. Una pesadilla de la que cuesta despertar.

—Un huevo que ahora está creciendo en América Latina —pensó.

Esa noche Julia no quiso dormir en su cama de la pieza 19.

—Ya no me atrevo.

—Quédate en mi pieza.

En la pieza Adonaí hablaron de sus miedos y las pócimas y otros sortilegios para enfrentarlos. 

Adonaí con delicadeza, como si temiera equivocarse, le tomó la mano derecha y le puso un anillo guaraní con esmeralda de tono verde intenso. Pareció que brilló en su dedo.

—Es una argolla mágica que abonará tu espíritu, tu creatividad.

Gracias, Adonaí.

—¿Has oído sobre la Cámara de Lejía?

—El oficio de las brujas y los círculos mágicos.

Ellas hablaron en voz baja sobre conjuros donde las mujeres sanan a las mujeres. El misterio es sanador.

—Odia al mestizo…

—¿Cómo?

—Ven, acompáñame.

Julia y Adonaí fueron hasta la pieza 19. 

Se prepararon para el ritual de antiguos saberes femeninos.

—Arrodíllese.

Adonaí cantó una letanía en guaraní.

—¡Haz callar al enemigo y al vengativo! Haz que muera en el caparazón.

La clave del ritual está en la palabra secreta y profunda de su lengua.

¡Ha ore pe'a opa mba'e vaígui!

Roció el lugar con un veneno en base a manzana podrida y agua de lluvia. En el rincón donde había aparecido el alemán, ambas se bajaron los calzones.

Orinaron, un viejo y clandestino ritual mágico de indias para contener espectros. 

—Bebe un rico vino, maricón.

Ese era el secreto. La mejor sangre ritual era de la luna, mensual, a su propio riesgo y peligro.

Ellas confrontaron el esoterismo nazi con la magia y hechicería femenina latinoamericana.

De pronto, pareció que la muralla se hubiese llenado de hongos.

—Je, je, je, ahora seremos súper heroínas —sonrió.

—Juntas somos dinamita.

—Juntas lo hicimos, juntas nos sintieron.

 

14

 

Pasaron juntas esa ventura solidaria y misteriosa, las dos bellas comadres, entre la  hermosura y el miedo, pero, a la vez, con decisión femenina. Esa noche la morena mientras le acariciaba la suave mejilla a Julia,  le contó en su oído, abriendo sus ojos negros, muy hermosos ojos negros, cosas que quizá ni habían sucedido, ni ocurrirían en lo sucesivo.  

Julia descubrió que el secreto metafísico para encontrarse a sí misma empezaba al terminar la adolescencia.

“Estabas aquí antes que yo”

 "La vida es un soplo excepcional"

Por la madruga, Adonaí la despertó:

—Despierta, mi Julia, despierta, afuera está todo convulso. 

—¿Qué sucede?

—Han prohibido acercarse al lago. Se puso verde y fétido.  Muchas toxinas. Se dice que engendros verdes han empezado a surgir del lago.

Julia recogió su mochila.

Ya era suficiente.

Era el momento del viaje de regreso. 

—Vente conmigo, Adonaí.

—Yo soy de aquí, Julia. Debo luchar por lo mío.

Se abrazaron.

Se revelaron unas lágrimas sinceras, pruebas de sufrimiento emocional.

Había llovido torrencialmente. El cielo estaba sombrío, silbaba lúgubre el viento. Entre una densa neblina vagaban y aullaban los perros amedrentados. La campana de alguna arruinada iglesia daba misteriosos sonidos de maldición y anatema. En el suelo Julia vio mosquitos y caimanes muertos.

Turistas intimidados subían al bote y se marchaban. 

Desde lejos, a medida que se alejaba en el bote, Julia vio la contaminación del lago y la aterradora crisis ambiental.

—El lago se llenó de inmundicia —dice el temeroso botero. Algo empuja desde abajo y los muertos del cementerio aparecen en al agua. Los muertos la tumba dejan.

“Es como si los huevos de la serpiente se hubiesen quebrado”  —pensó ella.

Era hora de volver a casa.

 

15

 

¡Ping!

Ella miró su whatsapp.

Pedro, su ex novio, el eyaculador precoz, se había suicidado.

Bajo la lengua del cadáver encontraron el anillo con la pequeña piedra brillante que le había regalado su padre y que ella había olvidado en el desván de Pedro.

Se miró su nuevo anillo guaraní en su mano derecha.

“La realidad es espeluznante. Cada vida genera un anillo”.

Julia recordó a Pedro, solo, en medio de su desván desordenado, y recordó sus ganas de abrazarlo o de salir corriendo.

De abrazarlo, por su belleza y por su fragilidad: porque lo presintió vulnerable.

Y las ganas de preguntarle si estaba perdido o necesitaba algo.

Un joven en su desván, solitario, noble pero monótono, sin sentido, y  el presagio del horror que vendría y que ella configuró con espeluznante nitidez.

 

 


Cuento: Una bonita Alien en Ginebra. Xilografía de Guillermo Martínez

Una bonita Alien en Ginebra

 


 

   

1

Una mañana de invierno del año 2007 el pintor argentino Miguel Caride salió del Hotel Cornavin de Ginebra por la puerta de la esquina. La nieve le otorgaba una azulina claridad a la ciudad.

Sus botas negras crepitaron en la nieve.

Hombres y mujeres caminaban abrigados por la nevada costanera del lago Lemán.

Cruzó el río Ródano por el Pont Mont-Blanc y llegó a la Grand Rue, empedrada y peatonal de la Vieille Ville.

Entró a la cafetería  Boreal Coffee Shop, bajó la escalera de mármol de quince peldaños, se sacó sus guantes y su gabán de cuero. Tenía una camisa blanca de lino y un pañuelo de color caqui en el cuello.

Pidió un café chocolate blanco, la nouvelle vogue du café, o la especialidad de la casa.

Bebió un sorbo.

De pronto, arriba, al final de la escalera de mármol apareció una mujer bella, alta, curvilínea y joven —20 años— con un corto vestido estampado de Suno fashion, con medias delgadas negras y dos franjas de color intenso. Frente al fondo oscuro de la entrada, su figura se presentó con ligereza. Con sus piernas largas, sus caderas redondeadas y sus firmes pechos, poseía una gravidez sensual. Su pie derecho se apoyó en el último escalón, el izquierdo se dispuso a dar el siguiente paso y ella se bamboleó graciosamente en los quince escalones.

—¿Eres el pintor argentino, Miguel Caride?

La fama de Caride era vasta, era inevitable que lo reconocieran en algunos lugares.

—Sí.

—Me llamo Alfonsina Báthory.

Ella bajó los ojos azules y mostró un maquillaje oscuro. Agitó levemente su mano derecha y lo saludó. Se sacó su abrigo de lino azul. Saludó a todos los que estaban en la cafetería: al mozo, al señor de la caja, saludó a los de la mesa de adelante y de atrás. Se codeaba con todos. Presumía ser ginebrina.

—¿Alfonsina?

—Sí. Soy hija de Anna Báthory y tú eres mi padre.

—¿Eh?

—Sí. Nací el año 1987.

Ella sacó su iPhone y con su delgado dedo índice con una uña pintada de negro, le apuntó una foto.

—Estás tú y al lado está mi madre, Anna Báthory. 

—Uf, suspiró Miguel. Estoy muy joven allí.

—Veinte años menos.

Habían pasado veinte años y él se había olvidado de tantas cosas.

Alfonsina dejó ver que tenía un tatuaje con su apellido en el brazo izquierdo: "Caride". Y en el otro brazo decía: "Argentina". 

Alfonsina comenzó a contar historias sobre su vida, como si ella hubiese elegido sus venturas. 

—¿Me entiendes, Miguel?

Miguel Caride intuyó que en cualquier momento debería aparecer él en esas anécdotas.

—He tenido sueños, donde apareces tú.

Miguel Caride pensó que la joven mujer era irónica, lo que no es raro en Ginebra.

—En el camino hacia acá un ebrio me intentó quitar la bicicleta. Le partí la cara con el bombín.

Era una biciclitera que le gustaba la acción. 

Alfonsina le hizo un gesto al mozo y le bromeó por su nuevo corte de pelo. Alfonsina era entretenida, imaginativa y ágil.

—Dame un chocolate blanco, por favor.

Se volvió a Miguel con la misma gracia:

—Hace unos días consulté al I Ching. Intuí que me encontraría contigo.

Alfonsina cree en las coincidencias y el azar.

—Los acontecimientos están entrelazados.

Caride dudó, pues era un argentino de mente analítica y su edad lo arrastraba a ser escéptico.

“Estoy en un programa de cámara indiscreta”, pensó.

—No, no estás en una cámara indiscreta —dijo Alfonsina.

“¿Cómo es posible que Alfonsina haya sabido que yo estaba cavilando en eso?”, pensó Caride.

—Me sale espontáneamente —dijo Alfonsina.

Caride se echó atrás. 

"Me lee la mente".

Alfonsina le mostró una app de dibujos en su iPhone.  

Caride quedó atónito.

Alfonsina había dibujado el núcleo familiar de Miguel Caride.

—Ahí están, papá, tus dos hermanas, tus dos sobrinos, tu madre y tu padre.

—Mi padre era vendedor de frascos de perfumes.

—Por eso hueles bien. Mira, aquí está mi abuelo, el mercader con sus frasquitos de fragancias vegetales.

Todo era cierto.

—Qué sorprendente. 

Eran mapas audiovisuales de sus laberintos familiares. Una perfecta genealogista con fotografías alteradas a través del tiempo, animadas con música electrónica; hologramas, una especie de árbol genealógico activado y en movimiento. A algunos de sus parientes —vivos o muertos— los dibujaba más grandes, a otros más pequeños. Alfonsina tomó esas fotos de sus contactos por Facebook y las redes sociales. Su ética de trabajo era reconstruir en pequeños comics, historielas genéticas de la familia Caride en el barrio La Boca de Buenos Aires. 

—¡Cuántas historias de familias, Alfonsina!

Alfonsina construyó un arte metamodernista, un universo de historias paralelas con las apariencias de la familia argentina de Miguel. Ella había armado una narrativa Fashion—Pop. Su sangre argentina estaba resumida en unos comics digitales, como un Aleph—Pop, aunque Alfonsina  no había estado nunca en Argentina.

Miguel retrocedió un poco.

—Mamma mía, exclamó.

 

Miguel sintió pena. Le bajó una rara sensación de querer llorar.

—Estudio audiovisual en la Haute école d'art et de design   de Ginebra —dijo ella.

—¿Qué es de Anna, Alfonsina? —dijo Miguel Caride, como un motivo para salir de la imagen del Leviatán.

—Ella te amó. Cada cosa tuya permaneció en los recuerdos de mi madre.

—Fue una relación muy breve, Alfonsina.

Caride ya estaba irremediablemente triste.

—Mi mamá siempre creyó que tú la vendrías a buscar para ir a Argentina. Tú se lo dijiste.

—Sí, lo dije, pero como cordialidad.

—En el amor no existe la cordialidad.

“Una hija me enseña la diferencia entre amor y cordialidad”, pensó.

—Entonces, de verdad, ¿soy tu padre?

—Sí, lo eres. Mira.

Le mostró un anillo que tenía en un dedo de la mano derecha.

—Es el anillo que le regalaste a mi madre. ¿No?

—Uh.

—Es cierto, ¿no?

—Sí.

Se quedó un momento en silencio.

¿Te debo algo, Alfonsina?

—Sí, me debes.

—¿Qué te debo, Alfonsina?

—El deber paternal.

—Te pareces a tu madre, Alfonsina. 

—Tomémonos una selfie.

Alfonsina con graciosa vanagloria se puso al lado de él y se tomó una foto con su iPhone.

—Ahora estamos en el ciberespacio. Ya le mandé la foto a mi mamá y ella le puso un Me Gusta.

Miguel Caride ve la foto y el Me gusta de Anna Báthory.

—Te pareces a mi madre—dijo Caride.

Caride está en un territorio emocional.

Miguel Caride va al baño. Pensó que había visto un fantasma. Aunque tan corpóreo.

Se mira en el espejo y vuelve a preguntarse:

¿Qué me hace tan sensible?

Cuando vuelve ella le dice:

—Siempre imaginé que eras un hombre de dos caras: uno duro y uno dulce.

—¿Dos caras?

—Sí. Ahora dejaste tu cara dura en el baño.

Miguel Caride era un argentino canchero, pero ahora se quedó en silencio.

—Me hiciste falta cuando me gradué —dijo ella.

Miguel Caride se fragmentó. Ya no puede ser sarcástico.

—Cuéntame, entonces como fue, papá.

Por primera vez lo llama papá.

—Fuimos muy felices con tu madre, Alfonsina.

2

Veinte años antes, un día de junio de 1986, el joven Miguel Caride llevaba un bonete, con el aspecto elegante andrógino de David Bowie. Estaba en la galería UnDeuxTrois de Ginebra montando una exposición de pintura. Miguel Caride colgaba sus cuadros de expresionismo neo-germánico y unos falsos graffittis extravagantes iluminados por rayos catódicos.

—¡Murió Jorge Luis Borges, ché!

El que tiró la noticia fue su amigo, el pintor uruguayo José Luis Liard, que entró a la galería con una chaqueta y un sombrero de cuero negro de estilo neoyorquino y agregó:

—La noticia ya da vuelta el mundo.

Miguel Caride, como si le hubiese anunciado la muerte su padre, lo abrazó. 

—Ché, qué cagada.

—A unos pasos de aquí, Ché.

En la madrugada Borges, el poeta ateo dijo el Padre Nuestro y murió. Decir algo insólito y morir es un distintivo pasaje humorístico de las sagas islandesas.

Liard y Caride, los dos pintores exilados entraron a la catedral de Saint Pierre y caminaron hasta el ataúd de madera caoba y dejaron flores blancas.  

Oficiaron los ritos funerarios de un gnóstico, un sacerdote católico, Pierre Jacquet y un pastor protestante, Edouard de Montmollin. El pastor leyó el primer capítulo del evangelio según San Juan. Leyó la parábola El Palacio de Borges y su poema Los Conjurados.

Al salir, en la plazoleta de adoquines de la catedral, Liard se encontró con su amiga Anna Báthory.

Anna hablaba un español que acentuaba los hiatos. Era una bibliotecaria borgiana que se vestía con una faldilla estampada de flores, como las actrices de cine italiano de la década del 50.

Fueron a beber un Martini.

En el bar brindaron por el difunto Borges, el Homero argentino, mientras sonaba Live in The Tube  de Bon Jovi.

La persona ideal, según la ética de la época, debía hablar de todo. Hablaron de Buenos Aires y del Río de La Plata. De la tolerancia de Ginebra. Divagaron sobre la finalidad del arte ambiguo de los años 80. Charlaron sobre los volubles discursos del exilio sobre el arte. Hubo tratamiento a ciertos asuntillos del cine de moda: Blue Velvet de David Lynch y Matador de Pedro Almodóvar. Ella aportó lo suyo: mencionó a Anaïs Nin, a Virginia Woolf y a Simone de Beauvoir.

Luego bailaron y disfrutaron.

Anna y Miguel continuaron en el pequeño departamento de ella.

—Qué bien hueles —dijo Anna.

—Mi padre es mercader de perfumes.

Se besaron. Anna Báthory le tomó de sus dos nalgas. 

Lo recostó sobre una mesa. Anna Báthory se sentó y su cara quedó frente a su trasero. Le quitó los calzoncillos.  

—Abre las piernas. 

Caride obedeció y Anna comenzó acariciar su trasero y después comenzó a morder cuidadosamente sus nalgas. Anna Báthory le lanzó un escupo y con un dedo comienza a acariciar su ano.

—¿Te lo han metido por el culo?

—No.

—Yo seré la primera.

—No.

—Oui, oui, Miguel.

Ahora Anna Báthory gemía en francés.

Era una meta—erótica, una tesitura de los tiempos, los años 80.

Con aparente inocencia y distancia le mete el dedo.

Él sospechó que no era la primera vez que ella lo hacía.

Uh.

Un poco de dolor. Ella actúa dominante e introduce hasta el primer nudillo, lo saca y lo introduce hasta la mitad.

Miguel Caride gime.

Desde esa noche se les vio pasear abrazados en Ginebra, sin siquiera hablar de amor.

 

3.

 

Su hija Alfonsina parece un fantasma.

¿Por qué Anna no le dijo nada en veinte años? ¿Veinte años? ¿Qué es esto?

Alfonsina Báthory pensó preguntarle por qué él no se quedó en Ginebra con su mamá.

Ahora fue él quien adivinó la pregunta y le dijo:

—Fuimos muy felices, Alfonsina.  Yo era libre.

—¿Qué es ser libre?

—Ser libre es saber que no tenemos un futuro espléndido en otra parte.

Ella sonrió dulcemente.

Miguel Caride pensó ahora preguntarle dónde estaba Anna.

—Es jefa de la biblioteca.

 Había una rara conexión telepática. Se adivinaban las mentes.

—Vamos.

—¿Dónde vamos?

—¡De fiesta!

Se pusieron los abrigos, subieron la escalera de quince peldaños y salieron al frío de Ginebra. 

—Llévame —dijo Alfonsina y le pasó su bicicleta.

—¿Segura?

Alfonsina era ágil y se sentó de un salto al manubrio.

Caride trató de equilibrarse, le faltaba experiencia.

Ella lo conducía verbalmente por una bicisenda.

—Vamos, papá, vamos...¿te olvidaste? A la izquierda..., ahora toma la derecha.

Miguel Caride adquirió vuelo y estabilidad y comenzó a rodar y pronto coordinó el pedaleo con la respiración. 

El pelo de Alfonsina caía sobre su rostro.

Con el silencio del pedal se sintió más positivo y juvenil. Alfonsina había logrado transmitirle su entusiasmo y su alegría.

Doblaron y la calle empezó a ir en bajada.

—¡Cuidado, papaaaaa, cuidado!

A Caride le entró uno de sus pelos en un ojo.

—Frena, freeeeena.

Una ciclista se cruza en la esquina.

Caride frenó y alcanzó a evitar la otra ciclista que se cruzaba en la bicisenda.

Entraron a una amplia galería de arte donde había una fiesta. Tocaba una banda rock y unos magos que jugaban con fuego:

Bebieron unos drinks y de pronto alguien dijo:

—La seguimos en el Molla.

Se subieron a las bicicletas en columna bulliciosa, mientras iban gritando: 

Olé, Olé, Olé.  

El eco rebotaba en las paredes de los edificios. Estacionaron sus bicicletas y entraron a un viejo caserón. Era la casa okupa Rhino  (acrónimo de  Retour des Habitants dans les Immeubles Non Occupés). Subieron por las escaleras angostas hasta la azotea. Era una fiesta de una colmena vintage de intelectuales jóvenes, una comunidad de diseñadores y artistas experimentales. En el transcurso de la noche apareció una banda de música balcánica que derivó en banda tropical y reggae.

4.

Miguel Caride despertó y pensó que había soñado. En la muralla de la pieza había una bandera argentina, unos mates y unas estatuillas de greda de Borges y Maradona abrazados como compadritos. Souvenirs de Buenos Aires. Estampitas del obeslico, mate y bombillas, un folclore kistch argentino. En un anaquel habían frasquitos de perfumes como los que vendía su padre en Buenos Aires.

Miguel Caride se levantó y corrió la cortina de una pequeña ventana circular. Estaba en un altillo de Ginebra. 

Algo bueno pasó en el decurso de esa larga noche, durante la fiesta juvenil, aunque no puede recordar con prolijidad. Se sintió joven, alegre, más liviano.

Alguien golpeó la puerta.

—¿Sí?

—¿Papá?

Entró Alfonsina en pijamas. Se vino a él y lo abrazó.

—¿Desayuno?

Cuando tomó el primer sorbo de café entró un grato calor del sol por la ventanilla.

—He vivido una cosa muy dulce, hija.

Tomó un sorbo de café y Miguel Caride se topó con un misterioso gesto que le puso la duda.

Referir lo que le ocurrió no es fácil.

 Ella se levantó y fue a la cocina. Miguel tardó un rato en comprender la importancia el gesto de Alfonsina. Cuando lo asimiló, le pareció insólito que no hubiera reparado antes.

Ella era una extraterrestre.

Miguel Caride, por un gesto inusual, estuvo seguro que Alfonsina era una replicante alienígena.

Se reclinó entelerido.

—¿Qué pasa, papá?

Ella podía leer su mente.

Se levantó y se acercó a la ventana y vio la ciudad inundada de luz azulina.

Se dio cuenta que cuando él se mueve, ella tiene más dificultades de leer su mente. Hay interferencias.

“Debo moverme o no pensar”

—Alfonsina, acompáñame al Cimetière des Rois.

4

Sus siluetas abrazadas bajaron caminado por la rue de la Synagogue. Pareciera que ella lo guiara, como si él estuviera en una oscuridad.

Cae la nieve sobre Ginebra.

El Cimetière des Rois  en su sencillez y decoro protestante estaba nevado y solitario.

El cementerio es austero.

A los muertos de Ginebra les ofende el lujo y la apariencia, pensó él.

—Están muertos, papá, le dijo cariñosa.

En la entrada había una capilla y en la muralla, un mapa. Caminan a la zona D y llegan a la tumba 735.

La piedra recubierta de hielo dice: Jorge Luis Borges. Debajo de un relieve de unos guerreros vikingos la frase “...and ne forhtedon nà” —”...no tener miedo”.

Dan una vuelta alrededor de la piedra. Allí se lee la frase de la Völsunga Saga en islandés: “Hanntekur sverðið Gram og leggurí meðal þeirrabert” —”Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”. Había un grabado de una nave vikinga, y bajo ésta una tercera inscripción: “De Ulrica a Javier Otálora”.

Miguel Caride dio un suspiro triste. 

Su hija Alfonsina está en silencio con las manos atrás, bella y erguida como un orgullo. 

"No debo ser paranoico", pensó Miguel Caride.

—Sé que aborreces los rituales —dijo Alfonsina.

Pensó que ella leyó su mente de modo levemente erróneo.

—La ironía es herencia de pueblos inteligentes, dijo ella dulcemente.

Alfonsina pensó: “me gustaría que me abrazara.”

Miguel Caride la abrazó. Ella estaba dichosa.

“Mi hija es un alíen.”


Cuento: «Apóstol Santiago apareció ayer en Isla Negra al escritor Omar Pérez Santiago». Xilografía de Guillermo Martínez

Xilografía de Guillermo Martínez


* * *

No habiendo salvado diversas pruebas, sin la paciencia ni la sabiduría que da la fe, me encontraba en un descampado. Yo era una onda del mar que el viento arrastró y lanzó lejos. O el viento abrazador, el sol y su calor secó la hierba de mi campo y las flores se marchitaron en su hermosa apariencia. No soporté la tentación, no resistí las pruebas. Fui tentado, atraído y seducido por mi propia concupiscencia. Erré. No oí. Hablé más de la cuenta. A veces me llené de ira. Me engañé a mí mismo. No perseveré. No refrené mi lengua. Engañé mi corazón. Tuve malos pensamientos. La vana palabrería y la fe de pura fórmula. La idolatría, la impudicia, la ebriedad, los elixires del diablo, la lujuria, el egoísmo. Insulté a la belleza. Mal comportamiento frente al prójimo.

Así me encontraba antenoche, delirando una temporada en el infierno. Atribulado estaba yo sentado en una roca frente al mar de Isla Negra, en una vigilia por mí mismo. Pensé que mi lápida diría «Luchó contra el diablo y perdió».

Y entre ensoñación y sueños, entre el ir y venir de las olas en una playa del océano Pacífico, se me apareció el apóstol Santiago el justo, el hermano de Jesús. De pronto, ¡yo lo vi con estos ojos! Apareció Santiago, como un caminante, por unos minutos, mientras yo estaba frente al mar de Isla Negra. El apóstol Santiago estaba con túnica, cubierto con sombrero y ayudado de un bordón o bastón. Se sentó en una roca cerca de mí.

—Yo era también de carácter vehemente, apasionado e impetuoso, como tú, me dijo con un tono nasal pero de acentos blandos.
—¿Qué sabes tú de mí?
—Más de lo que crees. Te he ayudado en varias ocasiones, sin que tú te dieras cuenta. Te he salvado de algunos de tus barrancos. Te he dado nuevas oportunidades. Te podría recordar varios momentos, pero sería inoficioso. Pero, no te vengo a cobrar.
—¡Vaya! ¿Así que eres tú el que camina a mi lado? ¿Eres mi sombra?
—Mmm…, aunque no soy tu lado sombrío. Quizá soy tu media conciencia.
—¿Mi sosias?
—Sí, podría decirse. Tu Doppelgänger.
—¿O eres el que me viene a buscar?
—No te preocupes, relájate, no soy La Señora Muerte.
—Al menos dame una señal, una marca secreta. Vamos…

Hocuspocus. Desapareció como hace un mago.

Apareció parado sobre el mar batido por las olas.

Le grité:

—¡Eres un fantasma!
—Soy el Apóstol Santiago… Soy yo, no tengas miedo.
—Santiago, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas.
—Ven.

Caminé hacia él andando sobre las aguas. Milagro. Pero en un momento la fuerza del viento me chicoteó mis pantalones y me asustó. Trastabillé y empecé a hundirme entre las olas. Santiago me tendió la mano, me agarró y me dijo:

—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?
—Verdaderamente tú pareces ser quien dices que eres. Pero ¿Por qué a ustedes les gusta tanto caminar sobre el mar?
—No te rías. Es nuestra imaginería expresionista del cristianismo primitivo que nos enseñó el Señor.
—Ahora, ¿qué has venido a hacer aquí en Isla Negra?
—Te he soñado a veces, como si fueses mi hermano menor, dijo.
—¡Ah, chuta! A lo mejor soy yo el que te está soñando ahora, Apóstol.
—Somos parte de un largo sueño del creador.
—Aunque ahora que te veo mejor, en algo nos parecemos, Apóstol. A lo mejor tú sin tu barba…
—O tú con barba. ¿Verdad?
—Sin duda, Santiago. Pero, mira, de todos los apóstoles, de todos ustedes el Equipo de los Doce, tú eras el último en que yo hubiese creído o confiado. A pesar que dicen que tú eras el preferido del Señor y estuviste sentado a su diestra y bebiste de su misma copa en la última cena.
—¿Por qué tanta animadversión en mi contra?
—Porque aquí en América Latina, entre nosotros, tienes, Apóstol Santiago, fama de mataindios. Eras un malvado. Te aparecías frente a los mapuches arriba de un caballo blanco con una espada desenvainada.
—¡No me juzgues tan rápido! Los conquistadores españoles me usaron para darse valor a sí mismos. Me inventaron arriba de un caballo blanco persiguiendo mapuches, incas, aztecas. Pero yo soy apóstol de Jesús y apóstol del amor, no de la guerra.
—Ja. Te convirtieron en el Santo que conquistó América, y tú te dejaste, al menos.
—Yo no tuve nada que ver.
—Pero dejaste que te usaran. ¡En España te dijeron Santiago Matamoros!
—Sí. En España me dijeron Matamoros. Pero son leyendas tan falsas como españolas castellanas, inventadas siglos después que yo hubiese muerto. ¡Infantilísimo!
—Te usaron aquellos a los que su utopía les daba la razón para matar a miles. Y la fe, la fe les disculpa todos sus pecados.
—No fui yo. ¡Ya te le he dicho! Mi Iglesia es de la pobreza y de la austeridad, del cristianismo primitivo. Una iglesia de los impuros.

—Je. La pobreza y la austeridad de Santiago de Compostela… por ejemplo…
—¡Entiende! Tampoco nunca estuve en carne mortal en la península ibérica o Hispania. Ni nunca se apareció la Virgen del Pilar en Zaragoza. No creo que la Virgen haya tenido el don de la bilocación, pues para la supuesta fecha, el año 40, aún ella estaba viva, no había sido aún asunta a los cielos. Son los grandes inventos españoles castellanos. Necesitaban mitos, leyendas, milagrerías, mentiras y publicidad para crear su Estado Nación. Esos españoles castellanos han tenido gran habilidad de vender la fe y gran habilidad para hacer negocios con ello también.
—Hasta el escritor brasileño Paulo Coelho se hizo famoso contando fábulas sobre tu famoso camino de Santiago. ¿Lo conoces?
—¿Coehlo? Ficción banalizada.
—Pero, Apóstol Santiago, Coehlo se hizo famoso y vendió millones en tu nombre con «El peregrino de Compostela».
—¿Por qué me culpas a mí de que se escriban en mi nombre una ensalada de kétchup y mayonesa?
—Apóstol Santiago: nos enseñan en las escuelas de América Latina esas alabanzas del llamado mester de clerecía, ese riojano llamado Gonzalo de Berceo en su poema «El romero engañado por el enemigo malo»: Un monje licencioso se ha cortado los testículos y tú, Santiago, tú le ruegas a la Virgen del Pilar, que no se consume la muerte del monje. Y bien. Le devuelven la vida. Pero ustedes hacen un milagro a medias. Lo dejan vivo. Pero no le restituyen eso sí, lo que el monje se ha cortado con el cuchillo. No vuelven a crecer sus testículos, para evitar la vuelta a la antigua vida atrevida y lujuriosa del monje. ¿Eso es lo que nos enseñan de tu bondad? Dejaste castrado, sin pene ni testículos, al monje licencioso.
—Esas son leyendas castellanas del medioevo, falsas biografías de los santos de Gonzalo de Berceo.
—Pero lo han repetido otros. Lo repitió unos años después el rey de Castilla, Alfonso X en su Cantiga 26 donde refrenda el milagro con el peregrino que amputó su miembro.
—¡Un remolino de insensatas imágenes creadas por castellanos vanidosos!
—Y después el agustino Fray Luis de León dijo claramente que tú tenías «teñida la espada y la mano en sangre» y que de «muertos dejaste lleno el monte, el llano».
—Mentiras, mentiras, mentiras…Una vieja costumbre española castellana de falsear y magnificar. Un tinglado político, turístico y cultural. Mentiras repetidas constantemente terminan siendo aceptadas como verdad.
—Da lo mismo…, Apóstol, no te sulfures.
—¡No da lo mismo…! Yo soy hermano de Jesús, predico la pobreza y la sencillez, el amor y no la guerra. Nunca estuve en Hispania. Nunca. Uno de los mayores engaños de la historia ¡Ni mi cadáver está en Santiago de Compostela!
—¿Y a quién veneran los peregrinos?
—¡Anda a saber tú! Quizá hasta podrían ser unos huesos de perro. ¿Quién lo sabe?
—Bueno. No es necesario que me grites, Apóstol. A mí ya me da lo mismo…
— Perdona. Perdona. Me descontrola la falsedad.
—En eso nos parecemos, Apóstol, tienes razón.

—Sí. Ya te lo dije. Hemos ido repitiendo los mismos pecados.
—No te preocupes, Santiago. Ahora, lo único que me inquieta es que seas tú, el Mataindios, que se aparece aquí frente a mí. Santiago ¿Vienes a decirme que he pecado, que he sido cascarrabias, que he ofendido?
—No te diré nada que no sabes. Te diré simplemente que no te has esmerado de la forma correcta.
—Eso ya lo sé. Estoy derrotado y lo sabes, Santiago.
—Te has esmerado, pero no correctamente, quiero decir.
—Siempre me agriaron los políticamente correctos, siempre nadan a favor de la corriente. Siempre son los que sacan partido de las supuestas causas nobles. Eso también me ha agriado. Son los que ganan mediatizando el dolor y las esperanzas de las mayorías.
—¿Tú quieres ser el sobreviviente del error, acaso?
—¡Difícilmente sobreviviré!
— Aaah ¿Y tú crees que morirás ahora por culpa de tu excesivo gesto de honestidad…? ¿De tu desmesura? ¡Qué equivocado estás!
—¿Qué? ¿Vienes tú aquí para que yo me rehabilite? ¿Vienes a ver si se puede sacar algo sano de tan procaz infierno, de tanta mierda?
—Lo primero es, quizá, que te liberes de ese común desenfreno de tu lengua.
—¿Es un garabato un pecado?
—Es una forma de degradación, sí. El espíritu de las tinieblas comienza en el lenguaje y en las malas conversaciones.
—Perdona, Santiago, pero todo el mundo echa chuchadas aquí en Chile.
—Nada lo justifica. De todos modos es una mala práctica. Las corrupciones espirituales comienzan en pequeño. Poco a poco todo se pudre. La corrupción empieza cuando se robaron el primer peso. Un peso imperceptible, pero muy importante. ¿No lo ves así?
— Puede ser, Santiago. En América en este momento estamos llenos de corruptos.
—Tú mismo no eras una mala persona.
—Pero, ya ves en lo que estoy.
—No te diste cuenta, porque todo daba lo mismo, el primer detalle te pareció inocuo. Y el segundo detalle también. Y así, un garabato llevó a otro garabato. Así se empieza. Y esos garabatos te llevaron a la ira. Y la ira era el demonio incubado.
—¿Y?
—La sabiduría comienza con la experiencia directa del lenguaje, una experiencia interior palpable, íntima e intensiva. Por eso para las revelaciones se buscan a los pecadores vivenciales, los que están o han estado una temporada en el infierno.
—O sea, yo.
— Para ascender hay primero que descender.
—Ya no puedo ir más abajo.
—Estás en tu infierno por cosas concretas, no abstractas, por cosas que empezaron como detalles. Una mala palabra, un mal pensamiento.
—¿Y qué hago?
—Debes perdonarte.
—¿Yo me tengo que perdonar a mí mismo?
—Sí.
—¿De qué serviría?
—Acepta que tus errores empiezan con un apresuramiento o degradación del lenguaje. Y luego debes cambiar. No seas espinoso. Debes hablar menos, esperar más. Debes creer más en las palabras, pues dan sentido.
—¿Creer en las palabras…?

—Sí. Y luego debes ser constante. Mantente firme. No desprecies los detalles prácticos. Y espera el milagro. Los milagros acontecen a veces rápidamente.
—¿Debo creer en los milagros?
—Debes creer en la calma.
—¿Y cómo me libero entonces de mis pensamientos compulsivos?
—Permanece tranquilo. No seas heroico. A veces es preferible no moverse. Tienes que entender tus limitaciones.
—A ver si ahora entiendo. Parece que para la divinidad tú y yo somos dos, pero una sola persona. ¿No? ¿Somos gemelos?
— Aunque tenemos antagonismos y rivalidades, sí, parece que sí. De Santiago a Santiago.
—Supongo ahora que eres mi doble, o si ya somos uno, me has buscado para algo más. Quizá tú estás escindido y también necesitas reparar tu desmembración.
—Estás en lo correcto.
—Y supongo que, en compensación, me pedirás algo o me harás una revelación. ¿O me equivoco? ¿Deberé fundar una nueva orden religiosa a tu nombre, Apóstol Santiago?
—No bromees. Te hago una sola pregunta: ¿Has oído hablar de los lobos en las conferencias episcopales?
—Ah, las patas de los caballos… Las sociedades secretas católicas.
—Por ahí va la cosa. Las fuerzas del mal, tenebrosas y astutas que obran con método.
—¿Quieres que me queme? ¿Enfurecer a la jerarquía eclesial?
—¿Tienes miedo?
—No me gustaría meterme en esas preocupaciones. Dicen que cada vez que uno se mete más de la cuenta con los asuntos de los muertos estos adquieren vida. No puedo identificarme mucho contigo, Santiago, so pena de autodestruirme.
—Sólo me gustaría que quedara un registro de mi aparición en Isla Negra. Quizás una humilde piedra tallada. Una figura de piedra. Una cosa sencilla. Sólo eso te pido. La gente hará lo demás. Sé bueno.
—Veré que puedo hacer, Apóstol.
—Gracias.
—Gracias a ti.

Y se fue caminado sobre el mar, hasta desaparecer.




 

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