lunes, septiembre 09, 2024

Mapuche urbano y una mujer maya mexicana se besan en Santiago de Chile. Cuento intercultural de Pérez-Santiago. De Nefilim en Alhué, 2011

“Somos demasiado ligeros cuando consideramos a nuestros
ancestros como un conjunto de tontos debido a la monstruosa
inconsistencia (según nos parece) que implica su creencia en
la brujería” 

CHARLES LAMB, Brujas y otros terrores nocturnos.

La entrada del sol anunciaba una espléndida madrugada de verano y parecía que nada malo podía ocurrir.

El mapuche Lautaro Catrileo (que se hacía llamar Lauta), no entendió por qué su novia maya, llamada Guadalupe Moctezuma (que se hacía llamar Lupe), lo abandonó esa madrugada.

— Lauta, es mejor que sigamos como amigos…

Lupe era linda, tenía unos dientes blancos y un pelo negro. Era gótica como era la moda y usaba unos aros con calaveras, las huesudas de nuestra Señora La Muerte, para la buena suerte.

La noche anterior Lauta organizó una fiesta en su departamento con sus compañeros del diario donde él era periodista. El festejo fue un éxito gracias a que uno de sus colegas era chef de cocina por afición. Se llamaba Julián María y se hacía llamar Jota Eme.

(Entonces nadie podía imaginar que Jota Eme moriría después, atropellado en la Avenida de la Muerte).

Jota Eme preparó una variedad de sushi de pepino y salmón. La fiesta fue un logro hasta que una de las chispeantes mujeres invitadas dijo una broma, algo en obvio tono de chanza, al calor de la fiesta.

— Pongan un corrido mexicano…

Eso fastidió a Lupe.

Sí, las mujeres mayas mexicanas siempre han tenido un alto valor de sí mismas y lo sintió como sablazo en el amor propio.

Como una ciega se fue a tumbos y se encerró en el dormitorio de Lauta donde crecía una planta de marihuana.

Cuando todos se fueron, ya estaba entrando el sol, Lauta ingresó a su dormitorio y vio que Lupe había rayado el respaldo de su cama, con tres maldiciones. “Te odio“, “Eres un miserable” y “Nunca te perdonaré”.

Entonces ella se despertó y comenzó la disputa.
Ella le dijo “es mejor que sigamos como amigos”.

— ¿Por qué?

— Has dejado que me insulten tus amigas.

— No es cierto.

— Además aquí ya no hay fuego y cómo voy a respetar a un hombre con tal eyaculación precoz.

Ese golpe Lauta lo sintió duro.

Lupe tomó sus cosas y se marchó.

Lauta trató de reconquistar a Lupe.

— ¿Cuándo volverás conmigo, Lupita? ¿Hay otro en tu vida?

Pero Lupe no respondió.

Lauta estuvo devastado, pues la amaba.

Pero, Lautaro no se derrota fácil.

Un día llamó por teléfono a su amigo Jota Eme y vislumbró una pequeña alternativa: organizar otra fiesta.

Esta vez, su chef amigo, Jota Eme, preparó tacos mexicanos.

(Todavía nadie puede imaginar que Jota Eme moriría sangrientamente).

En la fiesta Lauta conoce una pelirroja de apariencia fugaz, pero solitaria como él, una solipsista emocional que se llama Lucila Godoy y se hace llamar Lucy.

El destino los puso allí fumando un porro en el balcón y algo los unió.

Lauta era un mapuche simpático y le dijo:

— Yo te conozco de antes.

— Yo también, pero no recuerdo de dónde, replicó Lucy.

— ¿De dónde vienes tú?

— Del Valle de Elqui.

— Una vez estuve allí…

Su memoria porosa les dio un aire de intimidad y con la ayuda de la marihuana se rieron como niños.

Al otro día, Lauta empezó a nadar en la pileta de la YMCA y ganó en armonía.

Y Lauta y Lucy empezaron a salir, a divertirse juntos y -así son las cosas- se hicieron pareja.

Una noche Lauta bebía un vodka tónica mientras navegaba en Internet, leía revistas marginales, veía algo de porno soft y se fumaba un porro de su propia cosecha. Su ansiedad por Lupe se había disipado. Se estiró en su silla pleno de confort.

En ese mismo momento llegó un email de Lupe, la mexicana.

“Quiero pasar a buscar un cancionero que se me quedó en tu casa. Lo necesito para repasar unas canciones en guitarra.”

Lauta le respondió de inmediato:

— Conchetumaire…

Y con un click en el mouse se lo mandó por email.

Un segundo después, Lauta pensó: “quizás bebí demasiado vodka”.

Instantáneamente, Lupe leyó la respuesta a su email. Y le surgió una gran rabia. No se supo qué conjuros convoca Lupe esa noche, pero lo más probable es que ella haya invocado a su señora de la Santa Muerte. Acarició las huesudas que colgaban de sus orejas, y realizó la oración de la suplantación.

No sabemos mucho de invocaciones.

Pero algunas horas después, a las siete de la mañana, Lauta recibió una escalofriante noticia por teléfono.

Jota Eme, su mejor amigo, en mitad de la sombría noche, había muerto atropellado en la calle de la Muerte, a la hora de la Muerte, tipo tres de la mañana.

Lautaro (o Lauta) siente cierta tristeza, una extraña melancolía que lo abate.

Lautaro Catrileo lijó, pulió y repintó el respaldo de su cama para borrar los grafitis malignos de Guadalupe Moctezuma, últimos vestigios de un amor muerto.

Lautaro regó su planta de marihuana y pensó, con una marejada de nostalgia y melancolía:

— La Santa Muerte quizá se equivocó de dirección esta vez.


Omar Pérez Santiago,

del libro Nefilim en Alhué, Mago editores, 2011

Revista Alerce. Año 5, N° 44, Abril de 2018. 



 

domingo, septiembre 08, 2024

VENGO DE UNA ÉPOCA. TODO PASABA EN LA GRAN AVENIDA Revista Off The Record, Junio de 2022.

 Vengo de una época en que los libros que leíamos eran las novelas de Julio Cortázar, Rayuela de 1963 o de Gabriel García Márquez, Cien años de Soledad de 1967.

Le debo la obligación de leerlas al profesor Muñoz (de cuyo nombre recordar no puedo), del Colegio Claretiano en la Gran Avenida de San Miguel.


El profe, que no era muy alto y se empinaba para escribir en el pizarrón, nos contagió su entusiasmo por los escritores del boom.
(Es un decir. En verdad, estábamos forzados a leer. No había resúmenes de Google)
Vengo, pues, a reivindicar la labor del profe.
En el cuento de Cortázar, “La señorita Cora”, de Todos los fuegos el fuego, 1966, Pablo, un estudiante de 15 años, (como yo), tenía que operarse el apéndice. La señorita Cora, la linda enfermera, debía afeitarlo allá abajo.
El pudor de ese Pablo, era mi pudor.


O el cuento “Reunión” del mismo libro, sobre un revolucionario que desembarca en una isla con un grupo de camaradas, para iniciar la revolución. Se presume que el protagonista era el asmático Che Guevara y su camarada Fidel Castro en Cuba.


El cuento tiene un epígrafe de una cita del Che de sus pasajes de guerra revolucionaria publicado en el 1961:
“Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida.”
El cuento del norteamericano Jack London se llamaba “Encender una hoguera” de 1908. Un hombre y su perro luchan contra la naturaleza, el frío de Yukón.

Va a morir de hipotermia.
En algún momento pensó en matar a su perro para usarlo de protección. El perro se da cuenta de las malas intenciones y le toma distancia.
Finalmente, el hombre desea morir con dignidad.
MORIR DE PIE CON DECORO.
Era, en el fondo, una cristología moderna.
La ilusión del bien y el mal. Un mito laico religioso de redención con la mediación de un Cristo en la cruz.
Morir por la causa.
Un cariño a la entrega moral de cuño apocalíptico.
Esa era la fe que me inspiraba esa literatura.
La literatura parecía pegada a la vida.
Las obras que leíamos eran nuevas. Casi recién publicadas.
Vengo de una época en que me parecía que cuando se escribían esas obras, las cosas dramáticas que se contaban allí estaban ocurriendo.
Era algo real maravilloso, estar dentro de la película.
Por ejemplo. El Che viajaba en avión desde Argelia. El escritor cubano Roberto Fernández Retamar tenía en el bolsillo el cuento de Cortázar, “Reunión”. Le dijo al Che: “Un compatriota tuyo ha escrito este cuento donde eres el protagonista”. El Che dijo: “Dámelo”. Lo leyó, se lo devolvió y dijo: “Está muy bien pero no me interesa”. El escritor cubano movió sus ojos planos y se ajustó su boina como disculpándose.
Al Che no le interesó un cuento donde él era protagonista.
El Che moriría en 1967, en Bolivia, con decoro.
Y se transformó para muchos jóvenes, para mí, en un Cristo y en una imagen de polera.
Un día de 1970 apareció en las portadas de los diarios una foto de mi amigo Rigo Quezada, estudiante del liceo 6 de San Miguel. Era dirigente de la Federación de estudiantes Secundarios de Chile. Llevaba pelo largo y zapatos rotos como indigente. Lo habían arrestado en la selva de Chaihuín, cerca de Valdivia, por intentar formar una escuela de guerrillas, con la fe del Che.
Poco después, mismo año, a unos pasos del Colegio Claretiano, el alcalde de San Miguel, el socialista Tito Palestro, con rara voz de barítono, inauguró en la Gran Avenida, una estatua de bronce del «Che» Guevara, “para que la juventud se inspire”.


TODO PARECÍA QUE OCURRÍA EN LA GRAN AVENIDA.
Ese mismo año vi caminar a Julio Cortázar por Santiago.
Iba entrando a La Moneda a saludar al presidente Allende.
Una amiga gritó con femenina voz puberfónica:
¡Mira ahí va Cortázar!
Corrimos.
Cortázar, como un gigante, sobresalía por su altura entre periodistas de tamaño chilensis.
Cortázar medía más un metro noventa, o algo así.


Así pasaron las cosas, en esa época de la que vengo.
Vengo de una época en que la literatura y la realidad parecían una sola.

SADEL, Sociedad de Derechos de las Letras.

 




Corporación Cultural de Viña del Mar.


 

Mapuche urbano y una mujer maya mexicana se besan en Santiago de Chile. Cuento intercultural de Pérez-Santiago. De Nefilim en Alhué, 2011

“Somos demasiado ligeros cuando consideramos a nuestros ancestros como un conjunto de tontos debido a la monstruosa inconsistencia (según no...