viernes, febrero 09, 2024

Pedro y su Toro. Ivar Lo-Johansson (1901-1990). Cuento del libro Jordproletärerna (Los proletarios rurales, 1941). Traducción del sueco: Omar Pérez Santiago

Ivar Lo-Johansson nació en Ösmo en la región de Södermanland y formó parte de la formidable generación de los clásicos escritores proletarios suecos que surgieron en los años 30. Escritores de origen proletario como Eyvind Jonson, Moa Martinsson, Harry Martinsson, Artur Lundkvist y Vilhelm Moberg.


Pocas veces el corazón está tan cerca de estallar de melancolía, como cuando piso la base cubierta de hierbas de la choza de un peón. Lo veo a menudo en los bosques suecos. Por la altura del suelo se puede a veces diferenciar el lugar donde estuvo la vieja e insignificante choza del peón. No lejos de allí hay algunas piedras - allí hubo un establo y una caballeriza. En los cuadrados de allá abajo, en el bosque talado, se puede ver, bajo un bosque joven, la huella de los que una vez, con sudor y esfuerzo, fueran sembrados. Se ve también un pedazo de un camino. En los primeros años de abandono merodeó, quizás, por allí en la escalera podrida, el gato, ya medio salvaje, buscando leche en un tarro de anchova. Mas, finalmente, un zorro ha dado cuenta del gato. Entonces, impulsivamente me dan ganas de mover la hierba seca de la base de la choza, buscando algo que pueda dar vida a los dormidos y decirles que los amo, decirles que pueden levantarse y vivir, aunque sea un día, sin dolor. Dan ganas, conmovido en el fondo del pecho, que todas esas personas hubiesen sido, alguna vez, felices.

*

En este lugar vivía un peón, llamado Pedro.

Cuando Pedro se iba a casar, le preguntaron respetuosamente:

-Te vas a casar, Pedro, ¿ahora serán dos?

-Algunos niños llegarán también, si todo funciona como uno piensa.

No llegó ningún niño. La mujer murió cuando recién habían dejado la servidumbre en el fundo y habían decidió arrendar un terrenito por cincuenta años. Pedro vivió solo en el terrenito durante la mayor parte de ese tiempo, unos cincuenta años.

No lejos de allí, tras unas matas de lila y una manzano cubierto de musgo, vivía otro campesino, llamado Juan. Entre la colina de Pedro y la colina de Juan serpenteaba un camino a través del valle. Si Pedro era viudo, Juan, en cambio, tenía la casa llena de chiquillos. Pedro preparaba él mismo su comida, amasaba el pan, pero, a veces, los niños de Juan venían de la cabaña de Pedro por el camino culebreado con pan amasado tibio envuelto en un paño recién planchado.

Pedro era analfabeto y no sabía contar dos más dos en un papel, pero sabía medir en pies cúbicos las vigas y troncos que transportaba hasta el aserradero de la ciudad, en una carreta tirada por un toro. Un fiel toro de compañía, tan fiel que acompañaba a Pedro a visitar a los vecinos. El toro fue como su mujer. Pedro era un genio de las matemáticas, tenía una fenomenal memoria para las cifras. El bosque eran cifras que él media en pies cúbicos. Al final de su vida llegó al hospicio de pobre G. y allí murió; su cabaña, que pagó durante cincuenta años, no valía nada.

Juan tenía una gracia. Lo trabajadores acostumbraban a expresarse directamente. Juan no. El era rico en palabras, fantasioso, parecía que se alegraba de la palabra misma, del sonido, del ritmo del habla. Era un retórico. Su boca era algo más que un canal de comida y trago.

Un mal año a Juan se le murieron la vaca y el caballo y entonces sucedió el hecho que más tiempo permaneció grabado en la memoria del vecino solitario.

La misma noche que sacrificó la vaca, llegó a la cabaña de Pedro y dijo locuazmente:

-Pedro, empieza a crecer la hierba. Pero ahora la vaca está muerta. Tendrás pronto un nuevo vecino, Pedro. No tengo nada más que vender y a los niños nadie los compraría. Tendrás nuevos vecinos en primavera, Pedro, ahora cuando de nuevo todo comienza florecer.

Pedro fue hasta la cómoda y sacó las ciento cincuenta coronas que tenía para pagar en la oficina de cobros el otoño. Eran varios años de ahorro. Ninguno de los dos sabía escribir, pero llegaron al acuerdo de que el préstamo se pagaría en otoño, en caso contrario Pedro perdería su choza en la que había vivido durante cincuenta años. Pedro no pagaba directamente al dueño del fundo sino al abogado, en la oficina de cobranzas. Así era mayor la presión de la deuda.

Pero, en el otoño Juan estaba aún más pobre que durante la primavera y no pudo pagar el préstamo a Pedro.

Pedro, el última día de pago, solicitó prórroga, pero no fue concedida, llevó a la ciudad una carga de vigas y troncos. Fue a pie todo el camino. Quería ahorrar carga al toro. El camino era largo, pesado y difícil. A veces se adelantaba y le colocaba algo en el hocico del toro. Cuando por fin entregó sus vigas y troncos, se dirigió hacia el horrible lugar, situado al borde de la ciudad. Era una hacienda de portón ancho. Desde adentro se oían mugidos y relinchos. Pedro oyó crecer esos mugidos, eran como una marcha fúnebre sobre la indigencia y las necesidades del país. Se contuvo. Fue hasta el capataz del matadero, adivinó exactamente el peso del toro y le entregó el bozal a otro muchacho.

El toro estaba tranquilo. Adentro había cientos de toros y caballos. Cuando el muchacho se iba a llevar el toro, Pedro se adelantó, abrazó el toro y dijo el discurso más largo de su vida:

-Estará bien en el matadero, Brunte. No tendrás que ir para arriba y para abajo. Gracias por todos los viajes que hemos hecho juntos. Aquí tienes un poco de trigo molido, el último, así tendrás gusto a trigo en la boca cuando llegue la hora.

Sacó un poco de trigo de su bolsillo y sobre el trigo mezclado cayeron estrellitas de llanto. Luego no deseó ver más. Recibió el pago y se apresuró en llegar, tan rápido como pudo, hasta la oficina de cobranza.

Por la tarde, al caer la noche, tiró el mismo su carreta hasta la choza.

Dos días después, despertó por la mañana y vio al toro pastar bajo el manzano cerca de la choza. Se tomó la cabeza. No podía creer lo que veía. Y no fue si no hasta que el animal vino hasta él y pudo tocarlo que entendía que el toro realmente vivía.

Al rato apareció Juan por el camino con una sonrisa bajo el sombrero: estiró la boca, como acostumbraba cuando diría una arenga:

-Sé lo que has hecho Pedro. Cuando te vi venir tirando la carreta por la noche, así como se veía, como si la carreta arrastrara contigo, imaginé que habías vendido el toro para pagar en la oficina de cobranza. Entonces fui a la oficina del fundo y puse en movimiento tanto al barón como al inspector. Les dije: ¿cómo puede vivir un pobre peón sin un tirador? Tú puedes contar, Pedro, pero fantasear no. Me prestaron dinero con la promesa de que mis hijos y yo trabajemos en la hacienda de jornaleros. Y cuando tuve el dinero partí tan rápido como pude a la ciudad. Por suerte estaba todavía el toro. De cualquier manera habíamos recibido trabajo en la hacienda. Y si el toro hubiese estado muerto entonces no sé de qué habría servido la fantasía y el arte del convencimiento en todo este mundo en que nada cambia... Llegué tarde anoche a casa No quise evitarte la alegría de vieras la bestia cuando despertaras, así que la traje y la solté aquí. ¿Ha aprendido en estos días los malos hábitos de otras bestias?

El toro pastaba bajo el manzano, en alguna parte allí, donde ahora sólo quedan unas piedras de lo que fue la base de la choza.

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