domingo, enero 16, 2022

Apóstol Santiago camina sobre el mar de Isla Negra. Cuento: Omar Pérez Santiago. Xilografía: Guillermo Martínez

“Cuando uno ha llegado tan lejos en el sinsentido,

como yo, cada signo es sugestivo”

                                                                                   Gunnar Ekelöf 

 

No habiendo salvado diversas pruebas, sin la paciencia ni la sabiduría que da la fe, me encontraba en un descampado. Yo era una onda confusa del mar que el viento arrastró y lanzó lejos. O el viento abrazador, el sol y su calor secó la hierba del campo y las flores se marchitaron en su hermosa apariencia. Flores secas.
—Santiago, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas.
—Ven.
—No. Nunca se me apareció la Virgen del Pilar en Zaragoza. No creo que la Virgen haya tenido el don de la bilocación, pues para la supuesta fecha, el año 40, aún ella estaba viva, no había sido aún asunta a los cielos. 
—¿Ficciones?
—Sí. Los españoles fueron grandes inventores de ficciones religiosas. Son los grandes inventos españoles castellanos. Necesitaban mitos, leyendas, milagrerías, mentiras y publicidad para crear su Estado Nación. Esos españoles castellanos han tenido gran habilidad de vender la fe y gran habilidad para hacer   negocios con ello también.
 

Yo no había soportado la tentación, no resistí las pruebas.

Fui tentado, atraído y seducido por mi propia concupiscencia.

Esa es la verdad.

Erré.

No oí.

Hablé más de la cuenta.

A veces me llené de ira. Me engañé a mí mismo. No perseveré. No refrené mi lengua. Engañé mi corazón. Tuve malos pensamientos. La vana palabrería y la fe de pura fórmula. La idolatría, la impudicia, la ebriedad, los elixires del diablo, la lujuria, el egoísmo.

Insulté a la belleza.

Mal comportamiento frente al prójimo.

Así me encontraba, delirando una temporada en el infierno.

Atribulado estaba yo sentado en una roca frente al mar de Isla Negra, en el Pacífico, en una vigilia por mí mismo. Pensé que mi lápida diría:

 “Luchó contra el diablo y perdió”.

Y entre ensoñación y sueños, entre el ir y venir de las olas en una playa del océano Pacífico, se me apareció el apóstol Santiago el justo, el hermano de Jesús.

De pronto, ¡yo lo vi con estos ojos!

 Apareció Santiago, como un caminante, por unos minutos, mientras yo estaba frente al mar de Isla Negra.

El apóstol Santiago estaba con túnica, cubierto con sombrero y ayudado de un bordón o bastón. Se sentó en una roca cerca de mí.


—Yo era también de carácter vehemente, apasionado e impetuoso, como tú, me dijo con un tono nasal pero de acentos blandos.

—¿Qué sabes tú de mí?

—Más de lo que crees.

—¿De dónde?

—Te he ayudado en varias ocasiones, sin que tú te dieras cuenta. Te he salvado de algunos de tus barrancos. Te he dado nuevas oportunidades. Te podría recordar varios momentos, pero sería inoficioso. Y, no te vengo a cobrar.

—¡Vaya! ¿Así que eres tú el que camina a mi lado? ¿Eres mi sombra?

—Mmm…, aunque no soy tu lado sombrío. Quizá soy tu media conciencia.

—¿Mi sosias?

—Sí, podría decirse. Tu Doppelgänger.

—¿O eres el que me viene a buscar?

—No te preocupes, relájate, no soy La Señora Muerte.

—Al menos dame una señal, una marca secreta. Vamos…

 

Hocuspocus. Desapareció como hace un mago.

Apareció parado sobre el mar batido por las olas.

Le grité:

—¡Eres un fantasma!

—Soy el Apóstol Santiago… Soy yo, no tengas miedo.

 

Caminé hacia él  sobre las aguas.

Milagro.

Pero en un momento la fuerza del viento me chicoteó mis pantalones y me asustó. Trastabillé y empecé a hundirme entre las olas. Santiago me tendió la mano, me agarró y me dijo:

 

—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?

—Verdaderamente tú pareces ser quien dices que eres. Pero ¿Por qué a ustedes los apóstoles les gusta tanto caminar sobre el mar?

—No te rías. Es nuestra imaginería expresionista del cristianismo primitivo que nos enseñó el Señor.

—Ahora, ¿Qué has venido a hacer aquí tan lejos en Isla Negra?

—Te he soñado a veces, como si fueses mi hermano menor, dijo.

—¡Ah, chuta! A lo mejor soy yo el que te está soñando ahora, Apóstol.

—Somos parte de un largo sueño del creador.

—Aunque ahora que te veo mejor, en algo nos parecemos, Apóstol. A lo mejor tú sin tu barba…

—O tú con barba. ¿Verdad?

—Sin duda, Santiago. Pero, mira, de todos los apóstoles, de todos ustedes el Equipo de los Doce,  tú eras el último en que yo hubiese creído o confiado. A pesar que dicen que tú eras el preferido del Señor y estuviste sentado a su diestra y bebiste de su misma copa en la última cena.

 —¿Por qué tanta animadversión en mi contra?

—Porque aquí en América Latina, entre nosotros, tienes, Apóstol Santiago, fama de mataindios. Eras un malvado. Te aparecías frente a los mapuches arriba de un caballo blanco con una espada desenvainada.

—¡No me juzgues tan rápido! Los conquistadores españoles usaron mi imagen para darse valor a sí mismos.  Me inventaron arriba de un caballo blanco persiguiendo mapuches, incas, aztecas. Pero ¡yo soy apóstol de Jesús y apóstol del amor, no de la guerra!

—Ja. Te convirtieron en el Santo que conquistó América, y tú te dejaste, al menos.

—Yo no tuve nada que ver.

—Pero dejaste que te usaran. ¡En España te dijeron Santiago Matamoros!

—Sí. En España me dijeron Matamoros. Pero son leyendas tan falsas como españolas castellanas, inventadas siglos después que yo hubiese muerto. ¡Infantilísimo!

—Te usaron aquellos a los que su utopía les daba la razón para matar a miles. Y la fe, la fe les disculpa todos sus pecados.

—No fui yo. ¡Ya te le he dicho! Mi Iglesia es de la pobreza y de la austeridad, del cristianismo primitivo. Una iglesia de los impuros.

—Je. La pobreza y la austeridad de Santiago de Compostela…por ejemplo…

—¡Entiende! Tampoco nunca estuve en carne mortal en la península ibérica o Hispania.

—¿No se te apareció la Virgen del Pilar, acaso?

—Hasta el escritor brasileño Paulo Coelho se hizo famoso contando fábulas sobre tu famoso camino de Santiago. ¿Lo conoces?

—¿Coehlo? Ficción banalizada.

—Pero, Apóstol Santiago, Coehlo se hizo famoso y vendió millones en tu nombre con “El peregrino de Compostela”.

—¿Por qué me culpas a mí de que se escriban en mi nombre una ensalada de kétchup y mayonesa?

—Apóstol Santiago: nos enseñan en las escuelas de América Latina esas alabanzas del llamado mester de clerecía, Gonzalo de Berceo en su poema “El romero engañado por el enemigo malo”: Un monje licencioso se ha cortado los testículos y tú, Santiago, tú le ruegas a la Virgen del Pilar, que no se consume la muerte del monje. Y bien. Le devuelven la vida. Pero haces un milagro a medias. Lo dejan vivo. Pero no le restituyen eso sí, lo que el monje se ha cortado con el cuchillo. No vuelven a crecer sus testículos, para evitar la vuelta a la antigua vida atrevida y lujuriosa del monje. ¿Eso es lo que nos enseña tu bondad? Dejaste castrado, sin pene ni testículos, al monje licencioso.

—Esas son leyendas castellanas del medioevo, falsas biografías de los santos de Gonzalo de Berceo.

—Pero lo han repetido otros. Lo repitió unos años después el rey de Castilla, Alfonso X y refrenda el milagro con el peregrino que amputó su miembro.

—¡Un remolino de insensatas imágenes creadas por castellanos vanidosos!

—Y después el agustino Fray Luis de León dijo claramente que tú tenías “teñida la espada y la mano en  sangre” y que de “muertos dejaste lleno el monte, el llano”.

—Mentiras, mentiras, mentiras…Una vieja costumbre española castellana de falsear y magnificar. Un tinglado político, turístico y cultural. Mentiras repetidas constantemente terminan siendo aceptadas como verdad.

­—Da lo mismo…, Apóstol, no te sulfures.

—¡No da lo mismo…! Yo soy hermano de Jesús, predico la pobreza y la sencillez, el amor y no la guerra. Nunca estuve en Hispania. Nunca. Uno de los mayores engaños de la historia ¡Ni mi cadáver está en Santiago de Compostela!

—¿Y a quién veneran los peregrinos?

—¡Anda a saber tú! Quizá hasta podrían ser unos huesos de perro. ¿Quién lo sabe?

—Bueno. No es necesario que me grites, Apóstol. A mí ya me da lo mismo…a veces me alegro simplemente que un día más ilumine, aunque sea débilmente.

— Perdona. Perdona. Me descontrola la falsedad.

—En eso nos parecemos, Apóstol, tienes razón.

—Sí. Ya te lo dije. Hemos repetido los mismos pecados.

—No te preocupes, Santiago. Ahora, lo único que me inquieta es que seas tú, el Mataindios, que se aparece aquí frente a mí. 

—No vengo a nada malo.

—Santiago ¿Vienes a decirme que he pecado, que he sido cascarrabias, que he ofendido?

—No te diré nada que no sabes. Te diré simplemente que no te has esmerado de la forma correcta.

—Ja. Eso ya lo sé. Estoy derrotado y lo sabes, Santiago.

—Te has esmerado, pero no correctamente, quiero decir.

—Siempre me agriaron los políticamente correctos, siempre nadan a favor de la corriente. Siempre son los que sacan partido de las supuestas causas nobles. Eso también me ha agriado. Mediatizan y monetizan el dolor y las esperanzas de las mayorías.

—¿Tú quieres ser el sobreviviente del error, acaso?

—¡Difícilmente sobreviviré!

—Aaah ¿Y tú crees que morirás ahora por culpa de tu excesivo gesto de honestidad…? ¿De tu desmesura?

—¿Qué?

—¡Qué equivocado estás!

 —¿Qué? ¿Vienes tú aquí para que yo me rehabilite? ¿Vienes  a ver si se puede sacar algo sano de tanto procaz infierno, de tanta mierda?

—Lo primero es, quizá, que te liberes de ese común desenfreno de tu lengua.

—¿Es un garabato un pecado?

—Es una forma de degradación, sí. Las tinieblas comienzan en el lenguaje y en las malas conversaciones.

—Perdona, Santiago, pero todo el mundo echa chuchadas aquí en Chile.

—Nada lo justifica. De todos modos es una mala práctica. Las corrupciones espirituales comienzan en pequeño. Poco a poco todo se pudre. La corrupción empieza cuando se robaron  el primer peso. Un peso imperceptible, pero muy importante. ¿No lo ves así?

— Puede ser, Santiago. En América en este momento estamos llenos de corruptos.

—Tú mismo no eras una mala persona.

—Pero, ya ves en lo que estoy

—No te diste cuenta, porque todo daba lo mismo, el primer detalle te pareció inocuo.  Y el segundo detalle también. Y así, un garabato llevó a otro garabato. Así se empieza. Y esos garabatos te llevaron a la ira. Y la ira era el demonio incubado.

—¿Y?

—La sabiduría comienza con la experiencia directa del lenguaje. Por eso, para las revelaciones se buscan a los pecadores vivenciales, los que están o han estado una temporada en el infierno.

—O sea, yo.

— Para ascender hay primero que descender.

—Ya no puedo ir más abajo.

—Estás en tu infierno por cosas concretas, no abstractas, por cosas que empezaron como detalles. Una mala palabra, un mal pensamiento.

—¿Y qué hago?

—Debes perdonarte.

—¿Yo me tengo que perdonar a mí mismo?

—Sí.

—¿De qué serviría?

—Acepta que tu error es el apresuramiento. Y luego debes cambiar. No seas espinoso. Habla menos, espera más. Cree más en las palabras, dan sentido.

—¿Creer en las palabras…?

—Sí. Eres escritor, ¿no?

—Sí.

—Cree en las palabras. Piensa bien. Si piensas bien, la Providencia también pensará en ti. 

—¿Pensar bien?

—Y al caminar no desprecies los detalles prácticos. Y espera el milagro.  Los milagros acontecen a veces rápidamente.

—¿Debo creer en los milagros?

—Cree en la calma.

—¿Y cómo me libero entonces de mis pulsiones?

—Permanece tranquilo. No seas heroico. No te muevas.

—A ver si ahora entiendo. Parece que para la divinidad, tú y yo somos dos, pero una sola persona. ¿No?  ¿Somos gemelos?

— Aunque tenemos antagonismos y rivalidades, sí, parece que sí. De Santiago a Santiago.

—Supongo ahora que eres mi doble, o si ya somos uno, me has buscado para algo más. Quizá tú estás escindido y también necesitas reparar tu desmembración.

—Estás en lo correcto.

—Y supongo que, en compensación, me pedirás algo o me harás una revelación. ¿O me equivoco?

—No.

¿Deberé fundar una nueva orden religiosa a tu nombre, Apóstol Santiago?

—No bromees. Te hago una sola pregunta: ¿Has oído hablar de los lobos en las conferencias episcopales?

—Ah, las patas de los caballos… Las sociedades secretas católicas.

—Por ahí va la cosa. Las fuerzas del mal, tenebrosas y astutas que obran con método.

—¿Quieres que me queme? ¿Enfurecer a la jerarquía eclesial?

—¿Tienes miedo?

—No me gustaría meterme en esas preocupaciones. Dicen que cada vez que uno se mete más de la cuenta con los asuntos de los muertos estos adquieren vida. No puedo identificarme mucho contigo, Santiago, so pena de autodestruirme.

—Sólo me gustaría que quedara un registro de mi aparición en Isla Negra.

—Explícate, Apóstol.

—Quizás espero una humilde piedra tallada. Una figura de piedra. Una cosa sencilla.

—¿Sólo eso?

—Sí.

—¿Una piedra tallada con tu imagen en Isla Negra?

—Sí. Sólo eso te pido. La gente hará lo demás. Sé bueno.

—Veré que puedo hacer, Apóstol.

—Gracias.

—Gracias a ti.

 

Y el Apóstol Santiago se fue caminado sobre el mar, hasta desaparecer.

 ***

En 2017 el cuento fue estrenado como obra de teatro, dirigida por Claudio Orellana, en el Centro Cultural de San Joaquín.



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