Las musas son personas habituadas a las deferencias. Desatendedlas y veréis
como se vengan. No ceden en su cólera. Transforman la ofensa en cárcel.
Cocteau
Nunca unca
antes había estado más desprovisto de barreras como aquel día en una playa
vacía de Malmö cuando me enamoré de una bella mujer de cabellos rojos y aire de
maliciosa ausencia; seguía insolentemente las modas y charlaba con agradable
cinismo e implacable y dulce agresividad. Apenas alzaba el tono, no forzaba
jamás la voz ni nunca fruncía el ceño. Para facilitar la narración la
llamaremos Anna Ersdotter.
—Soy
escorpión, nacida en las espumas de las aguas, y pariente de todas las brujas
quemadas en las colinas de Kirseberg.
Sonrió
mientras movía casi imperceptiblemente su pubis cubierto sólo de una tanga
blanca. Su mención a las brujas quemadas aquí en Malmö me hizo gracia, lo tomé
entonces como una simpática broma feminista.
El arte de
esa mujer de cabellera risada y de grandes ojos inteligentes me embrujó. Me
drogó con su humor de mujer malcriada y penetró por las rendijas de mi alma sus
elaborados signos de la libertad humana.
Atardecía
cuando bicicleteamos desde la playa y nos introdujimos lentamente en la ciudad
escandinava. En diez minutos nos apeamos en el centro y aparcamos nuestras
bicicletas en la central plaza Gustav Adolf y entramos al edificio renacentista
holandés en la que ella vivía. Al ingresar al departamento me descalcé,
habituado ya a este religioso hábito sueco. Me extrañó la salita de estar, sin
grandes ventanas y, el atardecer afuera era claro, había una oscuridad
letárgica adentro. Extraña oscuridad casi húmeda. Pronto me acostumbré a la
penumbra y cuando abrió una botella de buen vino, una capa amistosa cubrió
nuestros desvaríos sobre el presente. Y el pasado: ella era profunda y podía
hacer afirmaciones conmovedoras.
Fue una
noche con mucha conversación inútil, amorosas insinuaciones íntimas y desvelo
placentero, humedecido con frecuentes libaciones. Su dormitorio era grande,
oscuro, suave y frío como jardín de otoño. Se tendió sobre la cama y se dejó
amar. Estaba decidida a tomar un rol pasivo en nuestra primera relación camal.
Desvestirla fue fácil. Ardía el cobre de los vellos que cubrían su pubis, Fue
también fácil entrar en su selva húmeda y tibia con la sensación dichosa de
estar cayendo de gran altura a un mundo desconocido y misterioso.
—Quédate allí y no te muevas, dijo.
Me quedé allí y no me moví. Pero ella... se movió
sabiamente mirándome a los ojos. Creo que enrojecí.
Luego me
fotografió desnudo, bebimos un poquito más de vino y habló de tristezas
humanas, palabras elementales y un tanto esotéricas que escuché en silencio,
meditaciones e historias que rasgaban vestiduras en la plaza pública. Leyó que
los cítisos eran vegetales que florecen con el amor. Entonces intuí que esta aventurilla
no sería pasajera y, en cambio, se transformaría en una pasión inesperada y tormentosa.
Un día ella
propuso escribir un libro de poesías, palabras suyas y más elaboradas con una sola
mano. Libro de amor y de odio, pues de ambas se nutren las relaciones, dijo. O,
a veces, nos hacíamos los locos en galerías de arte y nos reíamos levemente del
esnobismo publicitario de unos artistas de la nada. Nos saciamos de lealtad y
franqueza
Pero el amor
es una aventura fácil de convertirse en peligrosa.
Durante el
festival de Malmö, me vio besar a una amiga noruega Ulrika en la plaza Lilla
Torget de Malmö.
Anna
Ensdotter no dijo entonces nada, más su exclamación sonó como un relámpago
cuando al otro día me encontró, anclada entre las hojas del libro de poesía de
Lars Gustafsson, una cartita y una foto de Ulrika. Desnuda.
—Dios mío, ¿Qué
es esto?
Le hice ver
de inmediato, para no agraviar más su orgullo y honor, que era una carta vieja,
una historia insignificante y muerta. No creyó en mis explicaciones y unió
carta y foto con el beso en la plaza. Me hizo la vida imposible.
—La relación
con ella no fue nada importante, dije con la calma que da la conciencia limpia.
—Me había
olvidado decirte que conmigo nunca debes besar a otras mujeres.
Anna
Ersdotter clasificó duramente a Ulrika-noruega de usurpadora, mujer pirata y de
allí en adelante nuestra relación se desvía de la alameda de la placidez y se
desplaza por el callejón de la duda. Fascinada del presente y del futuro, Anna
Ersdotter apenas empezó a soportar mi pasado.
La
atormentaron celos retrospectivos.
No fue sólo
Ulrika-noruega la que sufrió los latigazos de su ira. Nunca había estado en
Chile, ni podía imaginarse Santiago o San Miguel, la comuna proletaria en la
que yo crecí; cubierta de inseguridad, miraba mi pasado chileno con un agrio
desconcierto. Ella había leído en alguna parte, la tremenda calumnia de que los
hombres chilenos somos mujeriegos.
Fue un
tormento.
No bastaba
que yo la poseyera desde la noche hasta el alba; ni mis promesas y juramentos
insistentes. Su necesidad mal saciada la obstinó. Y me acorraló, me apresó en
un verdadero infierno, cubrió mis caminos de escape con minas altamente
explosivas. Amedrentado no podía salir a la calle solo. Iba del trabajo a su
departamento y desde su departamento al trabajo. Si osaba fugarme un rato al
cine o una copa en el bar, debía con detalle irritante reportear donde había
estado y a quien había encontrado. Cuando escribía algún artículo o alguna
crónica se deslizaba sigilosamente y me leía por sobre el hombro. Escribir en
castellano era trabajo doble, me hacía traducirle.
Me obligaba
a acompañarle a sus horrorosas visitas familiares, comer arenque crudo untado
en yogur y soportar al imbécil de mi suegro que, con cara de Strindberg en el
exilio, me preguntaba insistentemente si me gustaba Suecia.
Me
despertaba a media noche y la veía vigilándome con desazón y con una cara de
loca que me daba miedo.
Cargados de
tensión nos alteramos el humor, nos rompimos la crisma, azuzados, se entiende,
por los instintos desatados del orgullo. Estábamos perdidos, enervados ya, en
la maraña de la incomprensión mutua. Dejamos de ser lo que éramos. Estaba ya
establecido que nos separaríamos.
—Yo soy un
hijo adoptivo de este país, me ahogo en esta seguridad artificial, en esta
cuasi intelectual sociedad olofpalmeña, dije un día. Era una forma indirecta de
quejarme de la cárcel en la que ya me estaba pudriendo.
—Vuelve a tu
país y cuéntaselo a Pinochet, me contestó ella con su seguridad testaruda.
Pero un día,
para mi sorpresa y alivio, ella, con extraña lucidez y sangre fría que no
comprendería hasta más tarde, decidió irse a vagar por el mundo.
—A
aventurar, dijo.
Quería, en
verdad, evitarme.
Temía que su
sola presencia despertara aún más mis agravios. Era quizás la única posibilidad
de un futuro común. Viajó a Roma. Se confundió entre miles de turistas,
japoneses de pies chuecos, alemanes mochileros, ingleses protestantes que
venían a ver al polaco. Y me escribió una postal sentada en el obelisco de la
Plaza de San Pedro que me amaba.
Me enviaba
postales de la Fontana di Trevi, o luego de Pompeya, Atenas, del Medio Oriente.
Luego desapareció, se había enterrado en las labranzas, en sus llamas
fragantes.
Volvería
después de varios meses.
Días antes
que Anna Ersdotter llegara me enteré de la muerte de Ulrika en Malmö.
Fui al
entierro de Ulrika en el viejo y hermoso cementerio de Malmö.
Allí me
enteré la causa de su muerte.
Ulrika tuvo
una extraña herida, una quemadura producida como por una piedra o un golpe, un
cáncer maligno, a la altura del pecho, que le provocó la muerte repentina.
Nunca, si no
hasta más tarde, asocié a Anna Esdotter con la muerte imprevista de la noruega
Ulrika.
Dos días
después volvió Anna Ersdotter a Malmö, subió a mi departamento. Se sentó frente
a mí, desafiante y me preguntó:
—¿Cómo estás?
—Bien.
Cuéntamelo todo.
—No sé qué
me pasa, parece que me siento sola.
Y yo sentado
allí, divertido como siempre cuando ella desenrolla sus cuentos y ansiedades.
Allí nuevamente como tantas oportunidades perdidas para aceptamos mutuamente.
Y nos
sumergimos en nuestros viejos conflictos mundanos para terminar discutiendo
sobre las diferentes formas de amar.
—No existe
ninguna otra manera más que la corporal.
Pero
nosotros sabemos muy bien que es el preámbulo para entregamos en cuerpo y alma.
Y ella, esta
vez, como si tuviera prisa, como caballo desbocado. Y lentamente nos
introducimos en los pensamientos escondidos que no se dicen cuando uno se
desnuda frente a un amante, con la esperanza de encontrar placeres en un nuevo
amor, embarrarse del calor y de sus propias ansiedades.
—¡Entrégate!
Ella exige
que yo me pierda en ella. Debo negarme a mí mismo para amarla. Me asusto y me
excito con su violencia.
Y el día 23
de marzo de 1984 a las 16:35 eyaculo y al fumar el cigarrillo del amor le diré
entonces que la quiero, que la necesito:
—Te quiero,
te necesito, Anna.
—No basta
decir te quiero, te necesito. No basta con el decir ni con la palabra ardorosa.
No basta con mirarse, hacerse favores, respetarse mutuamente. Mi amor tiene
condiciones. Yo quiero seguir siendo la que soy.
—Tú quieres
seguir siendo la que eres, pero y ¿yo? y ¿yo?
Esa noche
volvemos a la playa vacía, para imaginarnos que el enamoramiento es eterno,
para charlar con la naturaleza, aspirar de su armonía, volver al amor. La paz
del mar congelado de Marzo nos ayudó a romper nuestras cadenas, nuestras redes,
silenció nuestras protestas. Caminamos sobre el hielo una noche sin estrellas.
El mar
escuchó nuestra risa y nuestro llanto.
Lloramos
tristemente.
Nos
acercamos, nos reconocimos. Fuimos una idea, un sentimiento, un rostro.
Queríamos obviar contestar los por qué, los cuándo, los dónde. Olvidamos
nuestra furia y cantamos nuestra canción. Cuando la ciudad dormía en su viento
poderoso y bárbaro nos acariciamos en silencio sobre el Öresund. Sin agresiones
éramos sólo un leve grito de amor, y entonces, quizás, y entonces es posible,
quizás todo es posible. Un grito de amor y quizás. La noche de la pacificación
se borraba lentamente con la llegada de la mañana.
La lucha
eléctrica continuó en la claridad pálida de la madrugada. Volvimos al
departamento. Preparamos café y acumulamos datos y más datos, historias y más
historias para llegar a la conclusión que nuestros miedos eran más viejos que
nuestra relación. Un miedo milenario: el miedo de los hombres a aceptar las
diferencias.
Suspiramos
profunda y seriamente.
—Oh, ¿qué
hacemos?
—¿Qué pasa
con el amor?
No,
estábamos de mal humor, irritados peligrosos.
—¿Qué pasa
con el amor?
Suspiramos
profunda y seriamente de nuevo.
El café se
acabó y entonces sonó el reloj, la provocación, el desierto. El eco del tañido
del reloj golpeaba nuestra cansada paciencia, derrumbaba nuestras caletas.
Debemos
decirnos una vez más que todo está terminado.
—Todo está
terminado. No volveremos atrás. Nuestra nostalgia nos impide ver nuestra
inocencia, dice ella.
—¡Inocencia!
somos en el fondo todos inocentes, plenamente ingenuos, traslúcidos de bondad
campesina, dije y me sorprendí de mi ironía.
Antes de
marcharse sacó de su cartera una pequeña piedra verdosa de peso imperceptible.
—Es un Gan,
dijo y sonrió con gesto malvado y maldito de las brujas de los libros.
La dejé irse
y la observé desde la ventana hasta que su cabellera roja desaparece tras la
niebla helada de Marzo.
Obsesionado
y confundido en impotencia observé la pequeña y liviana piedra. El diccionario
de la academia me entrega una respuesta conmovedora. Gan es una palabra
irlandesa (gandr) que
se le otorga
a un instrumento mágico redondo como una pelota, del tamaño de nuez y de color
amarillo o verdoso. Me coloqué el abrigo, deposité la piedra en el bolsillo y
bajé a la biblioteca en el palacio que está a una cuadra y media de mi
departamento. Durante horas hojeo libros de mitología nórdica, brujerías y
hechizos.
La palabra
gan es un conjuro, en besvärjelse.
Después del
conjuro es como si una piedra pequeña hubiese sido lanzada contra un pie o una
parte del cuerpo de una persona, sin que el afectado pueda ver la piedra ni
captar el golpe. Se produce una quemadura y la pronta muerte. Varias brujas
fueron quemadas en las colinas de Kirseberg en Malmö acusadas de estas oscuras
prácticas. La conclusión me escandaliza.
Continúo
investigando.
Descubro en
el libro Svensk Mystik, obra respetada por su credibilidad, ¡recopilado por Per
Gustaf Berg y publicado el año 1871 en la ciudad de Estocolmo que ANNA
ERSDOTTER ha sido quemada el 15 de junio del año 1704!
Una carta
real enviada al Juzgado del reino y publicada íntegra en el libro, acusa a Anna
Ersdotter de bruja y de haber provocado la muerte de varias personas. Cubierto
de sudor helado bajo a la calle con la piedra apretada en la mano y un
pensamiento fijo:
"esta
piedra hirió de muerte el pecho de Ulrika".
Llueve sobre
Malmö con oscuridad aletargadora, soledad única de esta vieja ciudad hermosa de
secretos apresados.
Siento una
tranquilidad pesada.
Desde el
puente de cemento que cruza el canal a un costado de la biblioteca lancé la
pequeña piedra volátil. Los canales de la ciudad que rodean los secretos de
tantas batallas mortales están calmos como siempre y sus aguas levemente
escarchadas se quejan húmedamente cuando la piedra parece disolverse en el
agua.
Camino al
bar.
Nunca volví
a ver a la mujer mal amada, más cada vez que cruzo el puente suelo oír su risa
apagada desde la profundidad de las aguas del canal.
Alguna vez,
si es primavera, lanzo una flor al agua y doy gracias por los amores
verdaderos.
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