Cuando uno ha llegado tan lejos en la futilidad como yo
cada palabra es de nuevo interesante:
Hallada en el suelo poroso
con una pala arqueológica:
Esa pequeña palabra tú
tal vez una perla de vidrio
que ha colgado alguna vez en el cuello de alguien
La gran palabra yo
tal vez una talla lítica
con la que alguien desdentado raspó su dura
carne.
GUNNAR EKELÖF,
CUANDO UNO HA LLEGADO TAN LEJOS
No habiendo
salvado diversas pruebas, sin la paciencia ni la sabiduría que da la fe, me
encontraba en un descampado. Yo era una onda confusa del mar que el viento arrastró y lanzó lejos. O el viento
abrazador, el sol y su calor secó la hierba
del campo y las flores se marchitaron en su hermosa apariencia. Flores secas.
Yo no había soportado la tentación, no resistí las pruebas.
Fui tentado, atraído y seducido por mi
propia concupiscencia.
Esa es la verdad.
Erré.
No oí.
Hablé más de la cuenta.
A veces me llené de ira. Me engañé a mí mismo. No perseveré. No refrené mi
lengua. Engañé mi corazón. Tuve malos pensamientos. La vana palabrería y la fe de pura fórmula. La idolatría, la impudicia, la ebriedad, los
elixires del diablo, la lujuria, el egoísmo.
Insulté a la belleza.
Mal comportamiento frente al prójimo.
Así me
encontraba, delirando una temporada en el infierno. Atribulado estaba yo
sentado en una roca frente al mar de Isla Negra, en el Pacífico, en una vigilia
por mí mismo. Pensé que mi lápida diría “Luchó contra el diablo y perdió”.
Y entre
ensoñación y sueños, entre el ir y venir de las olas en una playa del océano
Pacífico, se me apareció el apóstol Santiago el justo, el hermano de Jesús.
De pronto,
¡yo lo vi con estos ojos!
Apareció
Santiago, como un caminante, por unos minutos, mientras yo estaba frente
al mar de Isla Negra.
El apóstol
Santiago estaba con túnica, cubierto con sombrero y ayudado de un bordón o
bastón. Se sentó en una roca cerca de mí.
—Yo era
también de carácter vehemente, apasionado e impetuoso, como tú, me dijo con un
tono nasal pero de acentos blandos.
—¿Qué sabes
tú de mí?
—Más de lo
que crees.
—¿De dónde?
—Te he
ayudado en varias ocasiones, sin que tú te dieras cuenta. Te he salvado de
algunos de tus barrancos. Te he dado nuevas oportunidades. Te podría recordar
varios momentos, pero sería inoficioso. Y, no te vengo a cobrar.
—¡Vaya! ¿Así
que eres tú el que camina a mi lado? ¿Eres mi sombra?
—Mmm…,
aunque no soy tu lado sombrío. Quizá soy tu media conciencia.
—¿Mi sosias?
—Sí, podría
decirse. Tu Doppelgänger.
—¿O eres el
que me viene a buscar?
—No te
preocupes, relájate, no soy La Señora Muerte.
—Al menos
dame una señal, una marca secreta. Vamos…
Hocuspocus. Desapareció
como hace un mago.
Apareció parado
sobre el mar batido por las olas.
Le grité:
—¡Eres un
fantasma!
—Soy el
Apóstol Santiago… Soy yo, no tengas miedo.
—Santiago, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas.
—Ven.
Caminé hacia él andando sobre
las aguas.
Milagro.
Pero en un momento la fuerza del viento me chicoteó mis pantalones y me
asustó. Trastabillé y empecé a hundirme
entre las olas. Santiago me tendió la mano, me
agarró y me dijo:
—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?
—Verdaderamente tú pareces ser quien dices que eres. Pero ¿Por qué a ustedes los apóstoles les
gusta tanto caminar sobre el mar?
—No te rías.
Es nuestra imaginería expresionista del cristianismo primitivo que nos enseñó
el Señor.
—Ahora, ¿qué
has venido a hacer aquí tan lejos en Isla Negra?
—Te he
soñado a veces, como si fueses mi hermano menor, dijo.
—¡Ah, chuta!
A lo mejor soy yo el que te está soñando ahora, Apóstol.
—Somos parte
de un largo sueño del creador.
—Aunque
ahora que te veo mejor, en algo nos parecemos, Apóstol. A lo mejor tú sin tu
barba…
—O tú con
barba. ¿Verdad?
—Sin duda, Santiago.
Pero, mira, de todos los apóstoles, de todos ustedes el Equipo de los
Doce, tú eras el último en que yo
hubiese creído o confiado. A pesar que dicen que tú eras el preferido del Señor
y estuviste sentado a su diestra y bebiste de su misma copa en la última cena.
—¿Por qué tanta animadversión en mi contra?
—Porque aquí
en América Latina, entre nosotros, tienes, Apóstol Santiago, fama de
mataindios. Eras un malvado. Te aparecías frente a los mapuches arriba de un
caballo blanco con una espada desenvainada.
—¡No me
juzgues tan rápido! Los conquistadores españoles usaron mi imagen para darse
valor a sí mismos. Me inventaron arriba
de un caballo blanco persiguiendo mapuches, incas, aztecas. Pero ¡yo soy
apóstol de Jesús y apóstol del amor, no de la guerra!
—Ja. Te
convirtieron en el Santo que conquistó América, y tú te dejaste, al menos.
—Yo no tuve
nada que ver.
—Pero
dejaste que te usaran. ¡En España te dijeron Santiago Matamoros!
—Sí. En España
me dijeron Matamoros. Pero son leyendas tan falsas como españolas castellanas,
inventadas siglos después que yo hubiese muerto. ¡Infantilísimo!
—Te usaron
aquellos a los que su utopía les daba la razón para matar a miles. Y la fe, la
fe les disculpa todos sus pecados.
—No fui yo.
¡Ya te le he dicho! Mi Iglesia es de la pobreza y de la austeridad, del
cristianismo primitivo. Una iglesia de los impuros.
—Je. La
pobreza y la austeridad de Santiago de Compostela…por ejemplo…
—¡Entiende!
Tampoco nunca estuve en carne mortal en la península ibérica o Hispania.
—¿No se te
apareció la Virgen del Pilar, acaso?
—No. Nunca
se me apareció la Virgen del Pilar en Zaragoza. No creo que la Virgen haya
tenido el don de la bilocación, pues para la supuesta fecha, el año 40, aún
ella estaba viva, no había sido aún asunta a los cielos.
—¿Ficciones?
—Sí. Los españoles fueron grandes inventores de ficciones religiosas. Son los grandes inventos españoles castellanos.
Necesitaban mitos, leyendas, milagrerías, mentiras y publicidad para crear su
Estado Nación. Esos españoles castellanos han tenido gran habilidad de vender
la fe y gran habilidad para hacer
negocios con ello también.
—Hasta el
escritor brasileño Paulo Coelho se hizo famoso contando fábulas sobre tu famoso
camino de Santiago. ¿Lo conoces?
—¿Coehlo? Ficción
banalizada.
—Pero, Apóstol
Santiago, Coehlo se hizo famoso y vendió millones en tu nombre con “El
peregrino de Compostela”.
—¿Por qué me
culpas a mí de que se escriban en mi nombre una ensalada de kétchup y mayonesa?
—Apóstol
Santiago: nos enseñan en las escuelas de América Latina esas alabanzas del
llamado mester de clerecía, ese riojano llamado Gonzalo de Berceo en su poema
“El romero engañado por el enemigo malo”: Un monje licencioso se ha cortado los
testículos y tú, Santiago, tú le ruegas a la Virgen del Pilar, que no se
consume la muerte del monje. Y bien. Le devuelven la vida. Pero ustedes hacen un
milagro a medias. Lo dejan vivo. Pero no le restituyen eso sí, lo que el monje
se ha cortado con el cuchillo. No vuelven
a crecer sus testículos, para evitar la vuelta a la antigua vida
atrevida y lujuriosa del monje. ¿Eso es lo que nos enseñan tu bondad? Dejaste castrado, sin pene ni
testículos, al monje licencioso.
—Esas son
leyendas castellanas del medioevo,
falsas biografías de los santos de Gonzalo de Berceo.
—Pero lo han
repetido otros. Lo repitió unos años después el rey de Castilla, Alfonso X en
su Cantiga 26 donde refrenda el milagro con
el peregrino que amputó su miembro.
—¡Un
remolino de insensatas imágenes creadas por castellanos vanidosos!
—Y después el
agustino Fray Luis de León dijo claramente que tú tenías “teñida la espada y la
mano en sangre” y que de “muertos
dejaste lleno el monte, el llano”.
—Mentiras,
mentiras, mentiras…Una vieja costumbre española castellana de falsear y
magnificar. Un tinglado político, turístico y
cultural. Mentiras repetidas
constantemente terminan siendo aceptadas como verdad.
—Da lo
mismo…, Apóstol, no te sulfures.
—¡No da lo
mismo…! Yo soy hermano de Jesús, predico la pobreza y la sencillez, el amor y
no la guerra. Nunca estuve en Hispania. Nunca. Uno de los mayores engaños de la
historia ¡Ni mi cadáver está en Santiago de Compostela!
—¿Y a quién
veneran los peregrinos?
—¡Anda a
saber tú! Quizá hasta podrían ser unos huesos de perro. ¿Quién lo sabe?
—Bueno. No
es necesario que me grites, Apóstol. A mí ya me da lo mismo…a veces me alegro
simplemente que un día más ilumine, aunque sea débilmente.
— Perdona.
Perdona. Me descontrola la falsedad.
—En eso nos
parecemos, Apóstol, tienes razón.
—Sí. Ya te
lo dije. Hemos ido repitiendo los mismos pecados.
—No te
preocupes, Santiago. Ahora, lo único que me inquieta es que seas tú, el
Mataindios, que se aparece aquí frente a mí.
—No vengo a
nada malo.
—Santiago
¿Vienes a decirme que he pecado, que he sido cascarrabias, que he ofendido?
—No te diré
nada que no sabes. Te diré simplemente que no te has esmerado de la forma
correcta.
—Eso ya lo
sé. Estoy derrotado y lo sabes, Santiago.
—Te has
esmerado, pero no correctamente, quiero decir.
—Siempre me
agriaron los políticamente correctos, siempre nadan a favor de la corriente.
Siempre son los que sacan partido de las supuestas causas nobles. Eso también
me ha agriado. Son los que ganan mediatizando el dolor y las esperanzas de las
mayorías.
—¿Tú quieres
ser el sobreviviente del error, acaso?
—¡Difícilmente
sobreviviré!
— Aaah ¿Y tú
crees que morirás ahora por culpa de tu excesivo
gesto de honestidad…? ¿De tu desmesura? ¡Qué equivocado estás!
—¿Qué? ¿Vienes tú aquí para
que yo me rehabilite?
¿Vienes a ver si se puede sacar algo
sano de tanto procaz infierno, de tanta mierda?
—Lo primero
es, quizá, que te liberes de ese común desenfreno de tu lengua.
—¿Es un
garabato un pecado?
—Es una forma
de degradación, sí. El espíritu de las tinieblas comienza en el lenguaje y en
las malas conversaciones.
—Perdona,
Santiago, pero todo el mundo echa chuchadas aquí en Chile.
—Nada lo
justifica. De todos modos es una mala práctica. Las corrupciones espirituales
comienzan en pequeño. Poco a poco todo se pudre. La corrupción empieza cuando
se robaron el primer peso. Un peso
imperceptible, pero muy importante. ¿No lo ves así?
— Puede ser,
Santiago. En América en este momento estamos llenos de corruptos.
—Tú mismo no
eras una mala persona.
—Pero, ya
ves en lo que estoy
—No te diste
cuenta, porque todo daba lo mismo, el primer detalle te pareció inocuo. Y el segundo detalle también. Y así, un
garabato llevó a otro garabato. Así se empieza. Y esos garabatos te llevaron a
la ira. Y la ira era el demonio incubado.
—¿Y?
—La
sabiduría comienza con la experiencia directa del lenguaje, una experiencia interior
palpable, íntima e intensiva. Por eso, para las revelaciones se buscan a los
pecadores vivenciales, los que están o han estado una temporada en el infierno.
—O sea, yo.
— Para
ascender hay primero que descender.
—Ya no puedo
ir más abajo.
—Estás en tu
infierno por cosas concretas, no abstractas, por cosas que empezaron como
detalles. Una mala palabra, un mal pensamiento.
—¿Y qué
hago?
—Debes
perdonarte.
—¿Yo me
tengo que perdonar a mí mismo?
—Sí.
—¿De qué
serviría?
—Acepta que
tus errores empiezan con un apresuramiento o
degradación del lenguaje. Y luego debes cambiar. No seas espinoso. Debes
hablar menos, esperar más. Debes creer más en las palabras, pues dan sentido.
—¿Creer en
las palabras…?
—Sí. Eres
escritor, ¿no?
—Sí.
—Cree en las
palabras. Y luego debes ser constante. Mantente firme. No desprecies los
detalles prácticos. Y espera el milagro.
Los milagros acontecen a veces rápidamente.
—¿Debo creer
en los milagros?
—Debes creer
en la calma.
—¿Y cómo me
libero entonces de mis pensamientos compulsivos?
—Permanece
tranquilo. No seas heroico. A veces es preferible no moverse. Tienes que
entender tus limitaciones.
—A ver si
ahora entiendo. Parece que para la divinidad, tú y yo somos dos, pero una sola
persona. ¿No? ¿Somos gemelos?
— Aunque
tenemos antagonismos y rivalidades, sí, parece que sí. De Santiago a Santiago.
—Supongo
ahora que eres mi doble, o si ya somos uno, me has buscado para algo más. Quizá
tú estás escindido y también necesitas reparar tu desmembración.
—Estás en lo
correcto.
—Y supongo que,
en compensación, me pedirás algo o me harás una revelación. ¿O me equivoco?
—No.
—¿Deberé fundar
una nueva orden religiosa a tu nombre, Apóstol Santiago?
—No bromees.
Te hago una sola pregunta: ¿Has oído hablar de los lobos en las conferencias
episcopales?
—Ah, las
patas de los caballos… Las sociedades secretas católicas.
—Por ahí va
la cosa. Las fuerzas del mal, tenebrosas y astutas que obran con método.
—¿Quieres
que me queme? ¿Enfurecer a la jerarquía eclesial?
—¿Tienes
miedo?
—No me
gustaría meterme en esas preocupaciones. Dicen que cada vez que uno se mete más
de la cuenta con los asuntos de los muertos estos adquieren vida. No puedo
identificarme mucho contigo, Santiago, so pena de autodestruirme.
—Sólo me
gustaría que quedara un registro de mi aparición en Isla Negra.
—Explícate, Apóstol.
—Quizás espero
una humilde piedra tallada. Una figura de piedra. Una cosa sencilla.
—¿Sólo eso?
—Sí.
—¿Una piedra
tallada con tu imagen en Isla Negra?
—Sí. Sólo
eso te pido. La gente hará lo demás. Sé bueno.
—Veré que
puedo hacer, Apóstol.
—Gracias.
—Gracias a
ti.
Y el Apóstol
Santiago se fue caminado sobre el mar, hasta desaparecer.