Una elefanta -de cuyo nombre Fresia si quiero acordarme, vivió su cautiverio inútil por cuarenta años desde el año 1951, en el zoológico de Santiago en el cerro San Cristóbal. Yo fui uno de esos niños que mi papá llevó a ver a Fresia, uno de los pocos elefantes que he visto en mi ya dilatada vida. Fresia gustaba mucho de los maníes que yo colocaba en los huecos de su trompa. Llegado un momento, ese niño que era yo, consideró que la elefanta en su insistencia se comería todo el paquete. La próxima vez que estiró la trompa, yo le di una cachetada.
¡Plaf!
Fresia se dio media vuelta y alguien, alguien que debió ser mi padre, dijo que la elefanta se había enojado conmigo y me iría a tirar agua con su trompa.
Sigilosamente me retiré a ver los monos.
Comprenderán, nunca olvidé ese tenso momento.
Y la vida fue, fue y volvió muchas veces.
Otro día, yo ya era mayor, volví a ver a la elefanta Fresia, también ya mayor. Lo noté en sus arrugas alrededor de sus ojos. Fresia me miró fijamente a los ojos y creo que también notó mis arrugas. Se detuvo fijamente y luego levantó los ojos.
Me había reconocido. Estaba seguro que me había reconocido.
Entonces ella se giró y me dio la espalda, tal como lo había hecho cuando ella era una joven.
-Me va tirar agua, pensé.
Recuerdo esta historia asombrosa y verdadera leyendo Elefante (RIL editores), el nuevo libro de nuestra escritora nacional, Teresa Calderón.
Los elefantes tienen memoria.
Los elefantes
no olvidan ni perdonan,
comen pasas.
Con ellos ni perdón
Ni olvido.
El libro tiene tres partes cuyos títulos son Elefante, Palabra de Elefante y Hay más.
La primera parte la escritora mueve bien sus técnicas de seducción. Busca, con gracia y nobleza, introducirnos en un tema peliagudo. Y lo logra. Hay algo que definitivamente me atrae de este libro. Es su sentido pop, cultura popular, citas, comentarios abiertos, notas de prensa, collage impresionista y remembranzas. Con esas técnicas nos introduce en una sólo cosa, pero esencial: el valor de la memoria.
Observen este poema:
Qué lejos estoy del suelo
Donde he nacido,
Inmensa nostalgia
Invade mi pensamiento.
Y al verme tan sola y triste
Cual hoja al viento
Quisiera llorar
Quisiera morir
De sentimiento.
Y poco a poco, sin darnos cuenta, nos está diciendo a los escritores y escritoras que nos pongamos de pie, por que algo muy grave está ocurriendo.
Levántense,
Escriban cartas para esas casas sin número
Terminen sus libros,
No los dejen morir de sed en el desierto.
Levántense por la noches
Para asustar a la platea,
Ensayen frente al espejo,
Terminarán creyendo en lo que ven
Y plasmarán su imagen para siempre
En la eternidad,
Allá donde no importa quién es quién
Ni lo que quiere reflejar,
Lo que importa
Es no caer de los falsos columpios
Ni apoyarse en barandas de utilería.
La segunda parte del libro son citas de personajes importantes. Esta, por ejemplo:
“La vida es muy peligrosa,
No por las personas que hacen el mal,
Sino por las que se sientan a ver lo que pasa.”
Albert Einstein
En el tercer capítulo la advertencia queda clara, los elefantes, por que tienen memoria, acumulan stress post traumáticos, que genera violencia irracional.
Cuando un cazador mata a una mamá elefante,
Lo hace sin tener en cuenta
Que está creando mucho dolor al resto de la familia
Y estimula un ciclo de violencia.
Ante la ausencia de elefantes adultos experimentados
Los jóvenes se vuelven agresivos y atacan.
Y, según nos fuimos enterando en el libro, los elefantes han sido expropiados de su hábitat, han sido usados en guerras, y han generado rebeliones importantes.
La vieja creencia de que los elefantes nunca olvidan
Fue respaldada por la ciencia.
Y aunque no lo estuviera, caramba.
Leyendo a Teresa Calderón me cae la teja de algo importante: ella expresa una corriente de crítica radical a la forma en que se están haciendo las cosas, una crítica a la civilización.
En Chile, el actual modelo exportador neoliberal ha significado una rápida y vasta destrucción de la naturaleza. El escandaloso informe del SAG, escondido durante un año por la autoridad, revela que el 60 % de las frutas y verduras están contaminados con plaguicidas de alta peligrosidad y generadores de enfermedades catastróficas. Los coreanos y japoneses han rechazados los cerdos chilenos por estar contaminados con dioxinas y el gobierno chileno informa que hay 14 predios de un total de 52, que están contaminados y en cuarentena. Los informes sobre el uso indiscriminado de antibióticos en la industria del salmón, la inutilización de ríos y lagos con contaminación de percolados de la industria forestal, los proyectos de las mineras que afectan a géisers, glaciares milenarios, y a las aguas de las comunidades, revelan una extensa y profunda crisis.
Estas empresas de monocultivo desprecian la memoria de las comunidades indígenas, de pescadores y de campesinos. Violentamente han querido volver invisibles la presencia, la experiencia, la memoria y el conocimiento de las culturas indígenas. Esas culturas son nuestros verdaderos elefantes, y han sufrido largamente acciones punitivas, y las han sufrido en silencio, como se sufre el exilio. Han sido asediados, controlados, reducidos y la pregunta es: ¿Cuál es la huella que han dejado sobre nuestra cultura, sobre nuestra memoria, esa serie interminable de usurpaciones y de estropicio de la biodiversidad cultural?
Hay que escuchar a Teresa Calderón pues está hablando -de modo creativo e ingenioso y con cierto pathos- de la esencia de nuestra relación con la memoria y con la naturaleza. Calderón no separa memoria y naturaleza, un elefante vive en su memoria.
Teresa Calderón se dirige a los escritores, “Levántense”, “Terminen sus libros”, pero también se dirige a la elite. La elite: gente que va invitada al Te Deum de Fiestas Patrias con cara de comulgar. Esa elite ya debería pegarse el alcachofazo.
Calderón revela que es inevitable que los elefantes no comulguen con ruedas de carreta y que su memoria y su naturaleza, llevará, -de modo inevitable, repito, de modo natural- a un momento en que los elefantes recuerdan y pierden el miedo.
Rebelión de elefantes en la India
Los elefantes salvajes
En el estado oriental indio de Chattisgarh:
Salen de la selva para ganarle terreno a la civilización.
La pérdida de espacio en su hábitat natural
ha hecho que los elefantes pierdan el miedo
Y se aventuren a visitar la civilización,
donde destruyen todo lo que se cruza en su camino.
Un mito urbano de Santiago dice que la Elefanta Fresia un día logró agarrar por el cuello a un individuo que una vez, en lugar de maní, le había dado un clavo. Ahora creo que ese mito es cierto.
De eso habla Teresa Calderón en este libro central. Frente a la humillación no habrá ni olvido ni perdón.
(la foto es de José Luis Hernández)
lunes, septiembre 22, 2008
lunes, septiembre 08, 2008
¡Firme, compañero Presidente! 11 de septiembre de 1973
A LAS 7 DE LA MAÑANA del martes 11 de septiembre de 1973, me despierto por unos ruidos en el patio. Me asomé por la ventana y allí estaba Manuel, el dueño de la pensión, quemando libros. Me levanté, y, al ponerme el pantalón pata elefante, el cierre se rompe y lo sujeto con un alfiler de gancho.
-¿Manuel, qué estás haciendo? ¿Cómo se te ocurre quemar a esta hora esos libros?
-Los militares se están tomando el gobierno, lo acabo de escuchar por la radio- me contesta mirándome con un rostro de miedo – y cuando lleguen aquí no quiero que estén estos libros y afiches.
-Pero, si ustedes han estado siempre en contra del gobierno de Allende, ¿De qué te preocupas? Le dije mientras me tapaba entre los sobacos las manos por el frío.
-Sí, nosotros sí, pero tú no.
ALLÍ ESTABA. El miedo. La primera actitud de miedo que vi como consecuencia del Golpe de Estado. El miedo que pronto sería común. El miedo que se instalaría por años.
SALÍ DE LA PENSIÓN con la extraña convicción de transformarme en un guerrero. Pienso en el coraje. Tengo miedo, es cierto, pero estoy resuelto. (A esto viniste). Ya no pensaba si sería leyenda o no. Era un deber.
Me dirigí a la escuela de Ciencias Políticas. Escuché impávido en la radio de la micro parte del discurso de Allende: “Llamo sobre todo a los trabajadores, que ocupen sus puestos de trabajo”.
EN LA ESCUELA ya había unos treinta o cuarenta resueltos.
En Santiago hay centenares de estudiantes de la Universidad de Chile que se juntan para resistir.
Los estudiantes de Medicina y Bellas Artes se juntaron en el hospital J. J. Aguirre;
Los de ingeniería en la Escuela de Bucheaff;
Pedagogía, Filosofía y Periodismo en el Pedagógico de Macul.
Sé que también están con miedo.
-¿Manuel, qué estás haciendo? ¿Cómo se te ocurre quemar a esta hora esos libros?
-Los militares se están tomando el gobierno, lo acabo de escuchar por la radio- me contesta mirándome con un rostro de miedo – y cuando lleguen aquí no quiero que estén estos libros y afiches.
-Pero, si ustedes han estado siempre en contra del gobierno de Allende, ¿De qué te preocupas? Le dije mientras me tapaba entre los sobacos las manos por el frío.
-Sí, nosotros sí, pero tú no.
ALLÍ ESTABA. El miedo. La primera actitud de miedo que vi como consecuencia del Golpe de Estado. El miedo que pronto sería común. El miedo que se instalaría por años.
SALÍ DE LA PENSIÓN con la extraña convicción de transformarme en un guerrero. Pienso en el coraje. Tengo miedo, es cierto, pero estoy resuelto. (A esto viniste). Ya no pensaba si sería leyenda o no. Era un deber.
Me dirigí a la escuela de Ciencias Políticas. Escuché impávido en la radio de la micro parte del discurso de Allende: “Llamo sobre todo a los trabajadores, que ocupen sus puestos de trabajo”.
EN LA ESCUELA ya había unos treinta o cuarenta resueltos.
En Santiago hay centenares de estudiantes de la Universidad de Chile que se juntan para resistir.
Los estudiantes de Medicina y Bellas Artes se juntaron en el hospital J. J. Aguirre;
Los de ingeniería en la Escuela de Bucheaff;
Pedagogía, Filosofía y Periodismo en el Pedagógico de Macul.
Sé que también están con miedo.
Pero resueltos.
Sé que no es épico.
Sé que no es heroico.
Sé que ya no fuimos leyenda.
Pero es la verdad y debo decirlo:
Un día en la historia de un país llamado Chile, digamos un once de septiembre, fuimos centenares de estudiantes de la Universidad de Chile dispuestos, resueltos a luchar por Allende, el compañero Allende.
Allende habla por última vez por radio Magallanes: “El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse.”
ALGUIEN DIJO que era necesario abandonar la escuela, pues detrás estaba la escuela de Carabineros. Era darle leña a la hoguera. Sería una masacre.
Decidí irme al local de mi partido, la Izquierda Cristiana, en Cienfuegos 15, en el centro de Santiago. La micro no pasó de la calle Miraflores. Ya empezaban a escasear las micros y los medios de transportes. Me fui casi trotando por la calle Moneda. Los tanques y las patrullas de militares se tomaban las calles alrededor de La Moneda, la gente corría de un lugar a otro, más hirvientes que riachuelos impetuosos.
LLEGUÉ A LA PLAZA DE CONSTITUCIÓN. En ese preciso momento, unas tanquetas se retiran de la Plaza y los carabineros dejan la Plaza de la Constitución. La plaza vacía tenía un olor a precipicio, a abismo, a aliento fatal. Un país detenido, y toda la historia de Chile concentrada, por un momento, en una plaza. Se siente que aquí en esta plaza, por un momento, se condensa de pronto el pasado y el porvenir de un pueblo.
¿Qué sucederá?
Sé que no es épico.
Sé que no es heroico.
Sé que ya no fuimos leyenda.
Pero es la verdad y debo decirlo:
Un día en la historia de un país llamado Chile, digamos un once de septiembre, fuimos centenares de estudiantes de la Universidad de Chile dispuestos, resueltos a luchar por Allende, el compañero Allende.
Allende habla por última vez por radio Magallanes: “El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse.”
ALGUIEN DIJO que era necesario abandonar la escuela, pues detrás estaba la escuela de Carabineros. Era darle leña a la hoguera. Sería una masacre.
Decidí irme al local de mi partido, la Izquierda Cristiana, en Cienfuegos 15, en el centro de Santiago. La micro no pasó de la calle Miraflores. Ya empezaban a escasear las micros y los medios de transportes. Me fui casi trotando por la calle Moneda. Los tanques y las patrullas de militares se tomaban las calles alrededor de La Moneda, la gente corría de un lugar a otro, más hirvientes que riachuelos impetuosos.
LLEGUÉ A LA PLAZA DE CONSTITUCIÓN. En ese preciso momento, unas tanquetas se retiran de la Plaza y los carabineros dejan la Plaza de la Constitución. La plaza vacía tenía un olor a precipicio, a abismo, a aliento fatal. Un país detenido, y toda la historia de Chile concentrada, por un momento, en una plaza. Se siente que aquí en esta plaza, por un momento, se condensa de pronto el pasado y el porvenir de un pueblo.
¿Qué sucederá?
¿QUÉ OCURRIRÁ EN ESTA PLAZA?
Entonces.
Un fotógrafo corre hacia un balcón de la Moneda. Raja el paño del silencio gritando:
“Allende, Allende”.
Corría un camarógrafo gritando:
“Señor Presidente, señor Presidente”.
YO JUSTO IBA CRUZANDO y sucedió lo increíble: El Presidente Allende estaba en un balcón del segundo piso, mirando como se retiran las tanquetas. Corro y ante los gritos de los fotógrafos aparecen otros jóvenes.
Uno de los muchachos le grita:
-Déles duro, compañero Presidente.
Allende levanta la mano izquierda y nos saluda. Lo recuerdo tranquilo, diría sonriente. Yo, en cambio, estoy conmovido, emocionado. Ya les dije que creíamos que vivíamos un momento histórico, único y que no seríamos leyenda. Allí estaba en el balcón de La Moneda, Salvador Allende, el dueño de mis sueños y mis pesadillas, el sol de la revolución que amábamos y que ahora terminaba, dando la bendición de los ancestros que van a morir.
Y allí estoy yo, con mi pelo largo, mis pantalones pata elefante con el cierre malo prendido con un alfiler de gancho, mirando un ícono desde abajo, confundido, sorprendido, insignificante.
LA PLAZA, EXTERIOR, DÍA.
Como un guión de cine para mejor dar la ilusión de eficacia de un relato que está en el subconsciente colectivo.
Plano general de la plaza.
Zoom in.
Allende.
Ya, en ese momento Allende era un ícono. Se presentía ícono, un logo. Desde el fondo de mí, no puedo dejar de gritarle también al ícono, mientras el ícono ya se daba vuelta, para ingresar a La Moneda:
-Firme, compañero Presidente.
LOS FOTÓGRAFOS TOMAN SUS FOTOS. Es la última foto del ícono vivo. Allí estoy yo: ese era yo, jovencito, pelo largo, flaco, pantalón pata elefante con un alfiler de gancho en el marrueco, emocionado, sorprendido, gritando: firme compañero Presidente, firme compañero Presidente.
LLEGUÉ EN UNOS MINUTOS a Cienfuegos 15, vi a algunos de los líderes en Cienfuegos nerviosos darse vueltas por allí. Todo era un tenso desorden. Un grupo de universitarios nos organizamos y nos retiramos a un departamento en la cercanía, Agustinas con Cienfuegos. Esperamos órdenes.
A MEDIODÍA LOS INSURRECTOS lanzan un ataque, resuena la guerra. Aparecen dos Hawker Hunter de la Fuerza Área. Hacen tres pasadas y lanzan 18 proyectiles sobre La Moneda.
¡Boom¡, ¡booom¡, ¡booom¡.
LO INCREÍBLE OCURRIÓ.
Estaba ardiendo La Moneda.
Otro ícono nacía.
Un edificio ardiente. La Moneda será ahora una tumba. Una hora después el Presidente Allende ya está muerto. Ahora surgen pesares, actos de espanto, que dividirán definitivamente a Chile.
El toque de queda ya había sido anunciado para las primeras horas de la tarde.
Entonces nos hablaron nuestros líderes por teléfono.
(NO TODOS LOS RECUERDOS pueden ser agradables. No todas las evocaciones son políticamente correctas. Hacer política en literatura puede ser, además, desconcertante. Pero, bueno, después de más de treinta años que ha ocurrido esto, no estoy desesperado por sorprender).
NUESTROS LÍDERES nos habían asegurados que lucharían hasta el fin, que resistirían hasta el fin. Ahora ordenaban replegarse.
No había nada.
Ni una salida creativa, poética o ingeniosa.
Nada.
Es un recuerdo ingrato y clave, a la vez. Nuestros líderes eran una sombra. Cientos de jóvenes habíamos creído en una sombra. Y acoger imágenes falsas de las cosas, por necedad o incultura, lo convierte a uno, de pronto, en un alienado, o por lo menos, en un ridículo. Estábamos en la edad en que buscábamos conocer el mundo y sus límites, descubrirlo como un modo de entrar al espacio adulto; y su descubrimiento no fue amable. Así terminaban nuestros ritos de pasaje. Nos hicimos viejos un once de septiembre.
Lucha, entonces, no habría, mayormente.
EN EL CENTRO DE SANTIAGO hubo varios que no escucharon la orden.
Cayeron hombres valientes, se desempeñaron dignos en la batalla.
POR LA TARDE, hicimos unos ingenuos panfletos que decían Allende Vive. El país se desangraba en el salvajismo del poderío militar y nosotros hacíamos inocentes volantes que decían Allende Vive. Parece, parece que estábamos desfasados.
LLEGARON LOS MILITARES. Las tropas rodearon el edificio. De pronto subieron a nuestro edificio. Venían por nosotros. Un vecino nos denunció. Rápidamente, tiramos los panfletos por el excusado, lanzamos un juego de cartas sobre la alfombra y colocamos un inocente disco de Palito Ortega.
Los militares no golpearon en la puerta del departamento, prácticamente la echaron a patadas abajo. Yo abrí. No vi a nadie. Solo una voz que gritó:
-¡Todos afuera!
SALIMOS CON LOS BRAZOS en altos, nos pusieron contra la muralla y nos registraron. Estaban entrando a explorar el departamento cuando desde el edificio del enfrente un francotirador comenzó a dispararles. El oficial, nervioso, ordenó responder.
-¡Y ustedes, todos adentro y cuidado con lo que hacen!
Entramos gateando, tirados en el suelo. Mientras la balacera continuó un largo rato.
ESA NOCHE, estuvimos desplomados en el piso, sin dormir, simbólicamente muertos, mientras el fuego se escuchaba en todo el centro. En medio de la noche de pronto de un viejo edificio de enfrente los militares sacaron a patadas a una pareja de brasileños. Sus gritos quebraron la noche.
A la mañana siguiente, en cuanto se levantó el toque de queda, a las 11 de la mañana, salimos despavoridos, cada uno en dirección distinta.
ESA NOCHE, me quedé escondido en una casa de una pareja mayor, en Ñuñoa. Estaba allí también un viejo dirigente socialista y amigo de Allende de toda la vida, don Raúl Ampuero.
Recuerdo, como si fuera hoy, sus palabras esa noche durante la cena, una sopa con pan tostado:
-Salvador me dijo el otro día que de La Moneda sólo lo sacarían con las pies para delante. Yo no le creí. Salvador amaba la vida, la buena mesa, los trajes, las mujeres. No le creí. Pero, hoy..., hoy Salvador está entre los grandes: digamos O´Higgins..., digamos San Martín..., Bolívar..., el Ché Guevara. Salvador Allende entró a ese panteón.
EL VETERANO SOCIALISTA creía, hasta entonces, que Salvador Allende era un frívolo. Mas, Salvador Allende había demostrado, en un solo día, en un solo chispazo, que era el menos baladí de todos.
Por Gabriel Caldés y Omar Pérez,
Capítulo de la novela, Trompas de Falopio, Foro Nórdico, 2002.
Segunda edición: Editorial Universidad Bolivariana, 2007.
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