viernes, junio 19, 2009

Acto de presencia de Jesús Ortega (un prólogo) Por Juan Cameron

Por Juan Cámeron
Allá por el 87 conocí a Jesús Ortega, en Malmö. Andaba yo, entre otros amigos, junto a Gastón Candia y Pancho Pérez, quienes vivían en la Ciudad Vieja -Gamlastad- al otro lado del canal, el artista uruguayo Pepe Viñoles y el narrador Jorge Calvo, que me había cedido el departamento de su novia, en Zenithgatan.



El Två Krögare, donde me fue presentado, se hallaba en una calle paralela a la avenida del canal, casi en la esquina de la peatonal que va a dar al Triangeln. Solían reunirse allí los intelectuales y la gente de teatro a beber los stora stark, cerveza fuerte en buenos y saludables jarros. Ortega me resultó un tipo gentil y afable, con cierto aire a lo Charles Aznabour.
De cierta manera yo ya lo conocía. A comienzos de ese año me telefoneó para darme la bienvenida, a pocas horas de yo aterrizar en Estocolmo. En esa oportunidad le narré un hecho que era cierto pero, como ocurre con los mejores rumores, nadie lo ha tomado muy en serio. Le conté que en los tiempos de la Unidad Popular, con Juan Luis Martínez y Raúl Zurita leíamos, en el Café Cinema de Viña del Mar, Las pizarras del mundo, su primer libro, editado cuando era un artista conocido más bien como mimo, una suerte de Chaplin en la incipiente televisión chilena. Y lo leíamos, justo es reconocerlo, con el mismo interés que a los beatniks, los surrealistas y todos nuestros héroes contemporáneos.
Con el paso de los años y de los viajes, algún buen amigo limpió aquel ejemplar de mis estanterías. Textos como El indolente, Leonídas en Sudamérica o El ángel derribado no pude rescatarlos hasta recibir, el año 2005, su esperada antología De este mundo y el otro, publicada en español por el sello de Brutus Östlings Bokförlag Symposion. Ortega me la envió junto con un paquete de ejemplares para mis colegas en Valparaíso. Allí venía el poemario Modestísima proposición/ Ett anspråkslöst förslag, traducido por Lasse Södeberg, quien ha dirigido junto a Viñoles el sello Aura Latina, en Malmö.
Pocos meses después del encuentro en el bar, Ortega entregó su segundo volumen, Serpentímetra. Habían transcurrido casi veinte años y sus lectores se encargaban de reclamar por tal ausencia. El volumen bilingüe, con las primeras traducciones de Söderberg, fue editado en Aura Latina, dirigido entonces por su fundador, Pancho Pérez Santiago, junto a Rubén Aguilera, el poeta nortino residente en Lund. La presentación -guardo celosamente una invitación impresa- tuvo lugar el sábado 26 de septiembre en el Fredman -en Regemetsgatan 4- y contó con la música de Manolo de Utrera y su grupo, además de flamenco y tango.
Conocíamos ya varios de los textos publicados. Sin embargo piezas como Para hablar con las musas y Recuerdo a Carmona -esta última una verdadera joya para la lírica nacional- se destacaron de inmediato. Carmona -si se refiere a nuestro Ramón Carmona, como creo que es efectivo- es un poeta que ya se fue; pero sigue "bicicleteando" en el texto de Ortega: "Es él y su Volvo idolatrado/ Es él llegando a mi casa/ Por la tarde/ Es él y yo y la Chabe tomando vino caliente con naranja/ En el jardín de mi casa/ En el jardín lleno de rosas de mi casa/ Es mi casa/ a 13.000 kilómetros de su calle/ La que pasa". Ritmo, cadencia y repetición construyen este nostálgico texto. Aunque en la versión original le agregaba un largo Chile de distancia.
Ortega siempre se toma su tiempo. Luego de ocho años, en 1995, entrega, en versiones e idiomas distintos, La vidriera irrespetuosa. Comentaba yo, por entonces, que Ortega escribe poco, que está en deuda con la poesía. El poeta se defiende -ahora en este libro- y retruca: "No, Cameron, no escribo poco,/ emborrono centenares de cuartillas,/ mas condeno a la llama el verso tosco./ (El fuego inmola) y allí mis versos brillan".
Su visión apocalíptica ("a la entrada de la isla/ De Manhattan/ Circe levanta su antorcha encendida"), esos cuerpos prestados al amor y las verdaderas causas de los monstruos que allí nos explica, muestran el desarrollo logrado en el tratamiento de sus temas. Porque Ortega es poeta del descubrimiento, de la inteligencia iluminada y del juego permanente. No estamos ante un simple continuador de Nicanor Parra -bien podría serlo también de Gonzalo Rojas- ni frente a un antipoeta declarado. La poesía de Jesús Ortega pertenece a la promoción del 65 por temática y vinculación. Si bien por el dato cronológico de su nacimiento debiéramos ubicarlo en la promoción del 50, junto a Armando Uribe Arce o a Alberto Rubio (pero siempre más joven que todos aquellos juntos, por supuesto) su trabajo pertenece a esa línea de producción que brillara con fulgor propio en la revista Trilce y las demás publicaciones universitarias antes del 73. La poesía de Ortega se sitúa en las barricadas, un grito anárquico; aunque detrás de aquel se esconde en verdad un canto al mundo nuevo y esperanzador en pro de la solidaridad y del amor como únicas fuentes de crecimiento. Activo participante fue también de aquellos intensos años en nuestra patria. Y tras la caída, perseguido por la dictadura, vive desde entonces en Suecia, país al cual ama y el que -lo ha reiterado el poeta- le dio la oportunidad de continuar en su desarrollo artístico. Y en tanto sujeto histórico ha permanecido siempre en la memoria y el registro literario nacional, a pesar de su ausencia.
El empleo de variados recursos literarios, la referencia a lo cotidiano, el humor, la elegancia y la pulcritud la palabra señalan la presencia de un artista cuyo aparente silencio ha restado al público el placer estético que nos entrega la lectura de su joven poesía. El tiempo se ha encargado de corregir la falta. Recientes ediciones, y esta presente, desvirtúan tal pretendido desconocimiento.
Recuerdo la actitud lúdica consignada en su anterior libro; esos momentos de intensidad cargados de secretos signos. En Iluminaciones ese verso, Y Ungaretti d’inmenso, resulta un fenomenal recado para los más golosos. Aquella reflexión inversa, la única posible frente a la grandeza del vate italiano, consigue a su vez la iluminación. Algo similar ocurre en Se acabó la fiesta. Allí, como en la mayor parte de sus trabajos, la cosa política, la denuncia y el necesario "yo acuso" están presentes en su particular lenguaje: Hemos roto la guitarra contra el piso/ Hemos incendiado el piano. / Estrangulado el arpa (...) The end./ Cierren y vámonos a casa./ Desde la poltrona veremos/ Pelícanos fritos en aceite.
El poeta nos habla ahora desde su pajarera. Entre periscopios y cristales y pequeñas estalactitas, de esas que nacen hacia el solsticio de invierno, enfoca la mirada hacia esa época de alegría, de besos y de luminosidad que, como una costumbre azul según nos dice, aún no termina. En sus nuevos textos reafirma lo existencial y necesario y solicita, humildemente, ser incinerado con la intrínseca prenda de esa dama como un baluarte para ingresar, así un caballero provenzal, al Reino del más allá.
Déjole a usted, quien lee este libro, el placer de ulteriores descubrimientos. Me basta pensar en Francois Villon, en Pentti Saarikoski -y ahora en Jesús Ortega- para entender a la poesía como un ejercicio vital. Nada existe fuera de ella; todo ocurre en el verso. En pocas palabras, nos encontramos ante una poesía adscrita al modernismo humanista de fines del siglo XX y, a la vez, profundamente vigente y contemporánea. Y, además, frente a una clara búsqueda de lo inteligente, lo sagaz y lo acertivo -así como de la perfección formal- en beneficio de la denuncia y de la liberación. Estamos, mi querido lector, ante un poeta.

Valparaíso, abril de 2007

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