Con la movida irritable de José Miguel Insulza en Londres, durante el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, de salvarle la cabeza a Pinochet, la derecha, muy agradecida, vio en ese gesto, una razón de Estado.
Ese gesto, ese tic neurasténico de Insulza le salvó la cabeza a Pinochet y el cuerpo a la derecha, que desde entonces consideró la contracción nasal de Insulza, un tic de estadista.
El presidente Ricardo Lagos reafirmó luego esa política sibilina y de doble filo.
La reforma social que significó la Concertación fue un proceso complejo y contradictorio. Por una parte, un progreso en libertades y mejoras en las costras de pobreza. Ricardo Lagos representó ese avance, pero, al mismo tiempo, fue el triunfo de las fuerzas conservadoras, la parodia de Napoleón, o un Roi Soleil, o un Iván el terrible. Un inspirador de temor reverencial. La sicología individual de su personalidad conforma en Lagos el espíritu y la fuerza de una tradición autoritaria y republicana. Lagos fue, a la vez, una avanzada y un conservador, defendió la libertad y la equidad social, pero finalmente, consolidó el antiguo régimen en sus pilares económicos y su razón política excluyente.
Lagos e Insulza cumplieron una función progresista en la historia de Chile, pero, a la vez, fueron ordenadores de un sistema conservador. Consolidaron una democracia excluyente y retrocedieron al empirismo. Por instinto, se volvieron a la costumbre, a la rutina, a los precedentes. Todos los pilares del antiguo régimen se consolidaron, en nombre de la conveniencia práctica. Una parte de su labor consistió en enmascarar y en disfrazar el antiguo régimen. Lagos reafirmó una tradición conservadora, una prolongación del viejo régimen, urdió un nuevo Chile y utilizó luego, en una nueva trama, los hilos de tradición. Lagos fue la venganza del pasado. De ese modo, hay una continuidad histórica: son defensores de un modelo desde arriba, basado en la razón de estado. El espíritu de cambios se congeló. Aunque sobreviva cierta aura de prestigio de sus orígenes.
El propio desarrollo de la sociedad, su permanente crecimiento en las últimas décadas, las mejoras urbanas y educativas, fomentan tendencias democráticas. La transformación de la vida de la sociedad, la eliminación gradual de la pobreza extrema y el aumento de la educación en grandes masas, tienen consecuencias políticas de largo alcance: la tendencia de la gente a asumir su rol ciudadano, a no depender de estructuras enclaustradas, a democratizar la sociedad. El crecimiento económico, urbano y educativo propugnan una evolución democrática.
El desplazamiento de la Concertación en tierras resbalosas del desencanto es otro síntoma del cambio de las condiciones básicas de la estructura política.
El pueblo comenzó a percibir con claridad esta contradicción y el descontento se empezó a expresar. Esa insatisfacción es la que expresó de manera muy femenina Michelle Bachelet. Sin que nadie se lo esperara, su proyecto buscó reemplazar ese sistema de empate, al que nos acostumbró Lagos.
Lagos, a diferencia de lo que hacen creer sus aparatos ideológicos de legitimación, quiso enterrar cualquier utopía política. Su socialdemocracia sin obreros, su socialdemocracia sin trabajadores, su socialdemocracia sin sociedad civil organizada, decidió enterrar la imaginativa de los movimientos sociales y estableció su intolerancia frente a las utopías y los sueños. Cumplió ciertas esperanzas, pero destrozó las importantes, dejando un amplio campo de frustración y de cinismo, administradores del realismo político, funcionarios que creen moverse en un espacio vacío emocional, con sus encuestas y fórmulas de ejercicio del poder y sus concepciones políticas descarnadas desde arriba. Sus asesores elevaron lo fáctico a la categoría de virtud. El laguismo y el insulzismo llevan en sí mismos su propia refutación.
Bachelet fue un síntoma, pero no logró del todo reinterpretar al nuevo movimiento social y democrático emergente, que aparece algo evanescente, pero que se sostiene en recelos reales productos del crecimiento de un modelo disciplinario desde arriba. Los chicos y chicas que dirigieron a la revolución de los pingüinos son hijos de la Concertación, tienen su edad, y eran la punta de iceberg.
Estos recelos verdaderos son: la sensibilidad ecológica, el miedo y la inseguridad frente a la precarización del trabajo, la desigualdad de la mujer, la inquietud de enfermarse con un sistema de salud frágil y mercantilizado, la desvalorización de los diplomas y de la escuela, los barrios demasiado inseguros e incompletos, el monopolio y la extrema frivolización de los medios y la cultura. Nuevas inquietudes cívicas generadas por las desigualdades extremas del crecimiento rígido y que ya la Concertación no resolverá.
Que ya no resolverá.
Amén.
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