lunes, agosto 19, 2013

POESIA INGENUA Y POESIA SENTIMENTAL


Poesía Ingenua Y Poesía Sentimental. de la gracias y de la dignidad.
Federico Schiller

 HAY en nuestra vida momentos en que dedicamos cierto amor y conmovido respeto a la naturaleza en las plantas, minerales, animales, paisajes, así como a la naturaleza humana en los niños, en las costumbres de la gente campesina y de los pueblos primitivos, no porque agrade a nuestros sentidos, ni tampoco porque satisfaga a nuestro entendimiento o gusto (en ambos respectos puede a menudo ocurrir lo contrario), sino por el mero hecho de ser naturaleza. Todo espíritu afinado que no carezcapor completo de sentimientos lo experimenta cuan-do se pasea al aire libre, cuando vive en. el campo ocuando se detiene ante los monumentos de tiempos pasados; en suma, cuando el aspecto de la simple naturaleza lo sorprende en circunstancias y situaciones artificiales.

El novelista ingenuo y el sentimental por Pamuk

Las novelas son segundas vidas. Como los sueños de los que habla el poeta francés Gérard de Nerval, las novelas ponen al descubierto los colores y las complejidades de nuestras vidas y están llenas de gente, rostros y objetos que creemos reconocer. Cuando nos sumergimos en una novela, y al igual que sucede en los sueños, a veces es tan honda la impresión que nos causa la extraordinaria naturaleza de las cosas que leemos, que olvidamos dónde estamos y es como si estuviésemos rodeados de la gente y los acontecimientos imaginarios que estamos presenciando. En esas ocasiones, tenemos la sensación de que el mundo ficticio que descubrimos es más real que el propio mundo real. El hecho de que esas segundas vidas puedan parecernos más reales que la realidad significa a menudo que sustituimos las novelas por la realidad, o al menos que las confundimos con la vida real. Sin embargo, nunca nos quejamos de esta ilusión, de esta ingenuidad. Al contrario, al igual que en algunos sueños, queremos que la novela que estamos leyendo continúe y esperamos que esta segunda vida siga evocando en nosotros un sentido constante de realidad y autenticidad. A pesar de lo que sabemos sobre la ficción, nos enfadamos y nos molesta que una novela no sea capaz de mantener la ilusión de que refleja una vida real.
Al soñar asumimos que los sueños son reales; así son los sueños por definición. De modo que al leer novelas asumimos que son reales, pero en algún rincón de nuestra mente también sabemos que nuestra asunción es falsa. Esta paradoja se deriva de la naturaleza de la novela. Empecemos recalcando que el arte de la novela reside en nuestra capacidad para creer simultáneamente en estados contradictorios.
Leo novelas desde hace cuarenta años. Sé que podemos adoptar muchas posturas con respecto a la novela, que podemos confiarle nuestra alma y nuestra mente de diversas maneras, que podemos tomárnosla en serio o a la ligera. Y de ese mismo modo, gracias a la experiencia he aprendido que hay diversas formas de leer una novela. Algunas veces leemos de un modo lógico, en ocasiones con los ojos, otras con la imaginación, otras con una pequeña parte de la mente, otras del modo en que queremos, otras del modo en que quiere el libro, y en otras con todas las fibras de nuestro ser. Hubo un tiempo en mi juventud en el que me entregué por completo a las novelas, en que las leía con gran atención, incluso con gran entusiasmo. Durante esa época, desde los dieciocho años hasta los treinta (de 1970 a 1982), quería describir lo que pasaba en mi cabeza y en mi alma del modo en que un pintor representa con precisión y claridad un paisaje animado, complejo y vívido, lleno de montañas, llanuras, rocas, bosques y ríos.
¿Qué sucede en nuestra mente, en nuestra alma, cuando leemos una novela? ¿Cómo es posible que esas sensaciones interiores difieran tanto de lo que sentimos cuando vemos una película, miramos un cuadro o escuchamos un poema, aunque sea una epopeya? Una novela puede, de vez en cuando, proporcionar los mismos placeres que una biografía, una película, un poema, un cuadro o un cuento de hadas. Sin embargo, el único y verdadero efecto de este arte es, en esencia, distinto del efecto de otros géneros literarios, del cine y de la pintura. Y quizá pueda empezar a mostrarles esta diferencia hablándoles de cosas que hacía antes y de las complejas imágenes que suscitaron en mí cuando en mi juventud leía novelas de forma apasionada.
Al igual que el visitante del museo que desea ante todo que el cuadro que está mirando deleite su sentido de la vista, yo prefería la acción, el conflicto y la riqueza del paisaje. Disfrutaba de la sensación de observar en secreto la vida privada de un individuo y de explorar los recovecos más oscuros del paisaje general. Sin embargo, no quiero transmitirles la impresión de que la imagen que albergaba en mi interior era siempre turbulenta. Cuando leía novelas en mi juventud, en ocasiones dentro de mí aparecía un paisaje tranquilo, profundo y amplio. Y en ocasiones las luces se apagaban, se acentuaban el blanco y el negro y luego se separaban, y las sombras se agitaban. En ocasiones me maravillaba la sensación de que todo el mundo estaba hecho de una luz muy diferente. Y en ocasiones se imponía la penumbra que lo engullía todo, el universo entero se convertía en una única emoción y un único estilo, y yo entendía que disfrutaba de esto y percibía que estaba leyendo el libro para sumirme en esa concreta. Mientras me veía arrastrado lentamente al mundo de la novela, me daba cuenta de que las sombras de los actos que había realizado antes de abrir las páginas de la novela, al tomar asiento en la casa de mi familia de Besiktas, en Estámbul –el vaso de agua que había bebido, la conversación que había mantenido con mi madre, los pensamientos que me habían pasado por la cabeza, los pequeños rencores que había albergado–, se desvanecían poco a poco.
Sentía que el sillón naranja en el que estaba sentado, el cenicero apestoso que tenía al lado, la habitación enmoquetada, los niños que entre gritos jugaban al futbol en la calle, y los pitidos de los ferrys a lo lejos se desvanecían en mi mente: y que un nuevo mundo aparecía palabra a palabra, frase a frase, ante mí. A medida que leía página tras página, este nuevo mundo cristalizaba y se volvía más claro, como esos dibujos invisibles que aparecen lentamente cuando se vierte un reactivo en ellos; y líneas, sombras, hechos y protagonistas se iban definiendo. Durante estos instantes iniciales, todo aquello que retrasaba mi entrada en el mundo de la novela y que me impedía recordar e imaginar los personajes, los hechos y los objetos me angustiaba e irritaba. Un familiar lejano cuyo grado de parentesco con el verdadero protagonista había olvidado, la ubicación imprecisa de un cajón que contenía una pistola, o una conversación que intuía que poseía un doble significado pero que era incapaz de discernir... Este tipo de cosas me molestaban mucho. Y mientras mis ojos se deslizaban sobre las palabras con afán, deseaba, con una mezcla de impaciencia y placer, que todo encajara sin más demora. En tales momentos, todas las puertas de mi percepción se abrían de par en par, como los sentidos de un animal asustadizo liberado en un entorno completamente ajeno, y mi cabeza empezaba a funcionar mucho más rápido, casi en un estado de pánico. Mientras centraba toda mi atención en los detalles de la novela que tenía en las manos, para amoldarme al mundo en el que estaba entrando, me esforzaba para visualizar las palabras en mi imaginación y para crear mentalmente todo lo que se describía en el libro.
Al cabo de un tiempo, el esfuerzo intenso y extenuante daba sus frutos y el amplio paisaje que yo quería ver se abría ante mí, como un inmenso continente que surgía refulgiendo con toda su intensidad después de que se hubiera levantado la niebla. Entonces podía ver lo que se narraba en la novela, como alguien que miraba tranquila y plácidamente por una ventana para recrearse en las vistas. La descripción que hace Tolstoi de cómo Pierre observa la batalla de Borodino desde lo alto de una colina, en Guerra y paz, se ha convertido para mí en el paradigma de cómo se debe leer una novela. Muchos de los detalles que percibimos que la novela teje con delicadeza y prepara para nosotros, y que creemos que debemos tener presentes en la memoria mientras leemos, aparecen en esta escena como si se tratara de un cuadro. El lector tiene la impresión de que no se encuentra entre las palabras de una novela, sino ante una pintura paisajística. Aquí, la atención del escritor para el detalle visual, y la capacidad del lector para transformar las palabras en una gran pintura paisajística a través de la visualización, son decisivas. También leemos novelas que no tienen lugar en amplios paisajes, en campos de batalla o en la naturaleza, sino que están ambientadas en estancias, en sofocantes atmósferas interiores: La metamorfosis de Kafka es un buen ejemplo de ellos. Leemos esas historias como si estuviéramos observando un paisaje y, al transformarlo en un cuadro en nuestra mente, nos acostumbrásemos a la atmósfera de la escena, dejándonos influir por ella y, de hecho, buscándola de forma constante.

lunes, agosto 05, 2013

Reconocimiento a Luis Martínez Solorza: Trece años de Letra.s5.com



Luis Martínez Solorza, vinculado a la real modernidad, durante 13 años, ha compilado las actuales reseñas diarias, que  se publican en  papel y en digital, y subirlas de inmediato a su sitio Escritores y Poetas en español,  una ventana eficaz al sistema de referencia críticas del sistema literario chileno,  que maneja un envidiable archivo de autores, quizás uno de los más visitados por los activos escritores y críticos literarios chilenos.
Esa tarea, de modo directo, abierto y con mucha dignidad, lo ha realizado por iniciativa propia, Luis Martínez Solorza, de modo autónomo, sencillo y amable.  Un verdadero aporte a la cultura literaria. Su página ha funciona, de algún modo, como complemento a la  antigua sección de Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, que compila los recortes de reseñas críticas a los libros en diarios y revistas, pero sólo en papel.

viernes, agosto 02, 2013

Realismo ácido de Jorge Marchant Lazcano






La novela de Jorge Marchant Lazcano, “La promesa del fracaso”, contiene una profunda pena y desdicha.
La obra de Marchant Lazcano -que alcanza las 350 páginas en 17 capítulos divididos en 3 partes más un preámbulo y un epílogo-  reafirma su calidad natural para contar historias y crear personajes, con pasajes compasivos, lúcidos, muy teatrales o cinéticos, donde a veces escribe como un experto guionista, esta vez sobre una familia triste de los años 50.
Un personaje principal de la novela, la señora Paz Munizaga va en la micro y conversa con su vecina Sara Fisher, a la que apenas conoce:
“-¿Usted es judía? –lanzó las palabras de pronto, sin saber por qué se lo estaba preguntando.
-Sí, mis padres eran judíos –le dijo la mujer, mirándola.
-No me imagino cómo es ser judío…no sé…ser distinto…
-Yo no soy tan distinta, ya ve usted…”
No es fácil hablar sobre la identidad, porque la tendencia inmediata es extenderlo a un pastiche, a una parodia, a algo suave y que no duela. No estamos acostumbrados a escuchar el dolor de los demás, porque tampoco somos capaces de oírnos a nosotros mismos. Olvidaremos las experiencias que contienen dolor.
Pero, el escritor Marchant Lazcano no está para parodias, ni para bromas, ni para contener el olvido.  
Ni nihilista, ni postmoderno.
Estéticamente, Jorge Marchant Lazcano es un escritor en la tradición del realismo chileno (como lo es la mayoría de la narrativa), aunque, en este caso, contenga un lirismo sin adornos, sutiles, invisibles sucesiones de hechos cotidianos, donde parece que no pasa nada y pasa de todo, como con la soda caústica que deja los cuerpos en huesos- con un narrador omnisciente o externo y austero pero que pasa hábilmente a la segunda persona, con técnica sutil- o adquiere un punto de vista femenino, con un pulcro tratamiento sicológico, donde aparecen tenues y dolorosas desavenencias de una familia de un funcionario bancario, que sobrecoge.  Realismo ácido.
Los matices y pormenores de esa familia que -en la nebulosa del momento- parecía constituir el epítome de la modernidad, una clase media pequeña, pero que la publicidad y la cultura pop hicieron ver como central de la época. Y el cine y la televisión crearon una mitología visual de esas parejas de esos suburbios. Queda claro en la novela que esa familia sufría un grave trastorno disocial: ellos eran minoría, pero creían ser mayoría. Ellos eran especiales como flores del desierto, pero ellos creían ser arbustos de la montaña.
Jorge Marchant Lazcano creó una señora dueña de casa, Paz Munizaga, madre de tres hijos, en casa recién pintada, pero que no sabe amar, o tal vez no sabe qué amamos cuando amamos. Una acotada Madame Bovary de la avenida Colón de Las Condes, cuando era un nuevo suburbio de clase  media construido con la Ley Pereira de 1948, que permitía exenciones tributarias para casas económicas. Y en esas casas de dos pisos, su hijo Javier sabe, tiene conciencia que sus padres no se aman. Algo triste e incómodo, que Marchant Lazcano desarrolla con decoro y coraje. Una historia que se desenvuelve silenciosa y lacerante.  Paz Munizaga es la mamá de un joven homosexual que tampoco aprende a amar. Es decir, es una mujer que es marginalizada en el amor, como su hijo. Javier, no es raro, se reconoce en su madre.
“Paz Munizaga sentía estar cansada, cansada por nada, era cierto, apenas cansada de ser una mujer que desconfiaba más de la cuenta.”
Falta tiempo aún para que lleguen las mujeres rebeldes de nuestra generación.
La novela aparece como un ensayo fatal de la pequeña ideología de la arrogancia silenciosa de los prejuicios. 
Una época ya pasada y de la que no queda nada. Pero Marchant Lazcano rescata el sustento narrativo:  sólo queda, quizá, una forma de aplanar, de invisibilizar.
No había allí en esas familias ningún fanatismo, ningún cínico. No, al contrario. Eficientes aplanadores. Seres tibios de tina, cuerpos arrugados de agua tibia. Pertinentes, moderados, decentes. Piadosos. Sin errores. Eran tan pegajosos que todo amigo que se les acercaba demasiado corría el riesgo de volverse  pusilánime. No conocían la ideología del exceso. No había debate, controversia, ni la dignidad del escándalo. No. Nadie quería chispas. Nadie quería excesos. No se discutía sobre lo esencial. No había profetas. No había quien descubra una fe revolucionaria, se cayera del caballo, y que revitalizara el hecho de vivir. Eran personajes maleables que desajustan. Seres respetuosos, pero erróneos, equívocos, errantes, inseguros, temerosos. Buenas personas. Pero tiemblan frente al diferente.
Paz Munizaga no será Madame Bovary, ni la Ana Karenina. 
Su destino será otro, será el destino de los saturados emocionales.
Y los demás personajes vulnerables de la novela, (su marido, sus vecinos, su hermana, quién sea),  fingiendo que esa era la vida que querían. Dubitativos, dudosos, no  querían ver, para no tener que aceptar. 
Es muy evidente que, por lo menos en la novela, no lo pasaban bien creyendo que ellos y su antejardín eran el modelo chilensis de vivir, el estado de la civilización. Tampoco lograban ver que todo estaba fuera de lugar. No veían que había un profundo desajuste. 
Y si algo se puede decir de esos personajes “perfectos”, construidos por Marchant Lazcano, es que eran sutil y tristemente  sordos.
Sordos y solos.
Solos.
Es fatal.
No hay final feliz en la aguda novela de Marchant Lazcano.
Pena y desdicha.
Falta aún un tiempo para que esos personajes, o sus hijos, descubran que el conflicto no es entre distintos, sino entre ricos y pobres.