La novela de Jorge Marchant Lazcano, “La promesa del fracaso”,
contiene una profunda pena y desdicha.
La obra de Marchant Lazcano -que alcanza las 350 páginas en 17 capítulos
divididos en 3 partes más un preámbulo y un epílogo- reafirma
su calidad natural para contar historias y crear personajes, con pasajes
compasivos, lúcidos, muy teatrales o cinéticos, donde a veces escribe como un experto
guionista, esta vez sobre una familia triste de los años 50.
Un personaje principal de la novela, la señora Paz Munizaga va
en la micro y conversa con su vecina Sara Fisher, a la que apenas conoce:
“-¿Usted es judía? –lanzó las palabras de pronto, sin saber
por qué se lo estaba preguntando.
-Sí, mis padres eran judíos –le dijo la mujer, mirándola.
-No me imagino cómo es ser judío…no sé…ser distinto…
-Yo no soy tan distinta, ya ve usted…”
No es fácil hablar sobre la identidad, porque la tendencia
inmediata es extenderlo a un pastiche, a una parodia, a algo suave y que no
duela. No estamos acostumbrados a escuchar el dolor de los demás, porque
tampoco somos capaces de oírnos a nosotros mismos. Olvidaremos las experiencias que
contienen dolor.
Pero, el escritor Marchant Lazcano no está para parodias, ni
para bromas, ni para contener el olvido.
Ni nihilista, ni postmoderno.
Estéticamente, Jorge Marchant Lazcano es un escritor en la
tradición del realismo chileno (como lo es la mayoría de la narrativa), aunque,
en este caso, contenga un lirismo sin adornos, sutiles, invisibles sucesiones
de hechos cotidianos, donde parece que no pasa nada y pasa de todo, como con la
soda caústica que deja los cuerpos en huesos- con un narrador omnisciente
o externo y austero pero que pasa hábilmente a la segunda persona, con técnica
sutil- o adquiere un punto de vista femenino, con un pulcro tratamiento
sicológico, donde aparecen tenues y dolorosas desavenencias de una familia de un
funcionario bancario, que sobrecoge. Realismo
ácido.
Los matices y pormenores de esa familia que -en la nebulosa
del momento- parecía constituir el epítome de la modernidad, una clase media
pequeña, pero que la publicidad y la cultura pop hicieron ver como central de
la época. Y el cine y la televisión crearon una mitología visual de esas
parejas de esos suburbios. Queda claro en la novela que esa familia sufría un
grave trastorno disocial: ellos eran minoría, pero creían ser mayoría. Ellos
eran especiales como flores del desierto, pero ellos creían ser arbustos de la montaña.
Jorge Marchant Lazcano creó una señora dueña de casa, Paz
Munizaga, madre de tres hijos, en casa recién pintada, pero que no sabe amar, o tal vez no sabe qué amamos cuando amamos. Una acotada Madame Bovary de la avenida Colón
de Las Condes, cuando era un nuevo suburbio de clase media construido con la Ley Pereira de 1948,
que permitía exenciones tributarias para casas económicas. Y en esas casas de
dos pisos, su hijo Javier sabe, tiene conciencia que sus padres no se aman. Algo
triste e incómodo, que Marchant Lazcano desarrolla con decoro y coraje. Una
historia que se desenvuelve silenciosa y lacerante. Paz Munizaga es la mamá de un joven homosexual
que tampoco aprende a amar. Es decir, es una mujer que es marginalizada en el
amor, como su hijo. Javier, no es raro, se reconoce en su madre.
“Paz Munizaga sentía estar cansada, cansada por nada, era
cierto, apenas cansada de ser una mujer que desconfiaba más de la cuenta.”
Falta tiempo aún para que lleguen las mujeres rebeldes de
nuestra generación.
La novela aparece como un ensayo fatal de la pequeña ideología
de la arrogancia silenciosa de los prejuicios.
Una época ya pasada y de la que
no queda nada. Pero Marchant Lazcano rescata el sustento narrativo: sólo queda, quizá, una forma de aplanar, de invisibilizar.
No había allí en esas familias ningún fanatismo, ningún
cínico. No, al contrario. Eficientes aplanadores. Seres tibios de tina, cuerpos
arrugados de agua tibia. Pertinentes, moderados, decentes. Piadosos. Sin errores. Eran tan
pegajosos que todo amigo que se les acercaba demasiado corría el riesgo de
volverse pusilánime. No conocían la
ideología del exceso. No había debate, controversia, ni la dignidad del
escándalo. No. Nadie quería chispas. Nadie quería excesos. No se discutía sobre
lo esencial. No había profetas. No había quien descubra una fe revolucionaria,
se cayera del caballo, y que revitalizara el hecho de vivir. Eran personajes maleables
que desajustan. Seres respetuosos, pero erróneos, equívocos, errantes,
inseguros, temerosos. Buenas personas. Pero tiemblan frente al diferente.
Paz Munizaga no será Madame Bovary, ni la Ana Karenina.
Su destino será otro, será el destino de los saturados
emocionales.
Y los demás personajes vulnerables de la novela, (su marido,
sus vecinos, su hermana, quién sea), fingiendo que esa era la vida que querían. Dubitativos,
dudosos, no querían ver, para no tener
que aceptar.
Es muy evidente que, por lo menos en la novela, no lo pasaban bien creyendo que ellos y su antejardín eran el
modelo chilensis de vivir, el estado de la civilización. Tampoco lograban ver que
todo estaba fuera de lugar. No veían que había un profundo desajuste.
Y si algo
se puede decir de esos personajes “perfectos”, construidos por Marchant
Lazcano, es que eran sutil y tristemente sordos.
Sordos y solos.
Solos.
Es fatal.
No hay final feliz en la aguda novela de Marchant Lazcano.
Pena y desdicha.
Falta aún un tiempo para que esos personajes, o sus hijos, descubran que el conflicto no es entre distintos, sino entre ricos y pobres.
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