Volé por primera vez a Suecia en un Boeing 747 de Air France.
Para volver a vivir. Después de años de dictadura, persecución y
escapularios del Opus Dei.
Era el verano del 78.
No sabía casi nada de Suecia. Tal vez un manojo de cosas obvias.
Sabía que había un rey, Carl Gustaf.
Sabía que había un famoso tenista, Björn Borg.
Sabía que había un cineasta, Ingmar Bergman.
Sabía de su película de inusitado erotismo, “Un verano con Mónica”,
creo que de 1953.
Poco más.
En Suecia había un invierno congelador. Frío, gris. Nevaba.
Fui a vivir a Malmö, una ciudad de 200 mil habitantes.
No sabía ni una palabra de sueco.
Cuando los escuché por primera vez, pensé que eran alienígenas, peculiares
como los japoneses.
En Malmö me
aburría los fines de semanas. La biblioteca cerrada. En esa época no había
terrazas en los restaurantes. Y mis queridos amigos suecos desaparecían de la
ciudad. A las 3 de la tarde del sábado estaba todo cerrado.
Y el frío. Y el maldito viento que olía a hierro.
Frío, viento y soledad, así se llamaría la novela. Fingir ser fuerte.
Nosotros, los sin familia, nos refugiábamos los sábados en el restaurante
Zorba, del amable griego
Jashar Alushi. El bueno de Jashar preparaba comida casera, sabrosa y abundante:
moussaka o stifado. Tenía un vino reguleque, pero a precio popular.
Un día, por invitación de una buena amiga, descubrí que lo mejor de Malmö era
la vecindad con Copenhague, la capital de Dinamarca. Subir al ferry y en 40
minutos llegar al centro de Copenhague, una de las ciudades más lindas del
mundo. Existía un largo paseo peatonal, la Strøget, un
hervidero de vida humana.
Pero. En el ferry mi amiga me contó que Copenhague tenía una leyenda
negra, una asesina serial llamada Dagmar Overbye.
Las danesas hoy son independientes en términos de igualdad de género. Pero
no siempre fue así. Hace 100 años la vida no era muy bonita para muchas mujeres
en Dinamarca. Tener un hijo fuera de matrimonio era, para muchas, una
maldición. Mi amiga me cuenta que la estricta sociedad luterana las condenaba socialmente.
Algunas mujeres, forzadas por el escarnio social, optaban por regalar sus bebés.
Ese fue el caso de Caroline Aagesen. En 1920 puso un aviso clasificado
en el periódico Aftenposten de Dinamarca. Ella tenía 21 años y buscaba una
familia dispuesta a adoptar a su bebé de dos meses. Dagmar Overbye respondió al
anuncio. Caroline llevó su bebé a un departamento en Copenhague en un cochecito
azul. Dagmar tomó a la pequeña niña en sus brazos.
—Qué bonita es —dijo.
Caroline dejó a su hija con la desconocida y se marchó.
Dagmar se sentó en el sofá con la guagua en su regazo y la besó. De
repente se dio cuenta de que la pequeña se orinó. La desvistió y la puso en el
cochecito encima del edredón, con la cara hacia abajo.
Dagmar decidió que la niña tenía que morir.
De un cajón, tomó una cuerda roma y la ató con fuerza alrededor del
cuello.
Al llegar a su casa Caroline Aagesen se arrepintió de haber abandonado
a su bebé con una desconocida. Su mala conciencia hizo que volviera al día
siguiente al departamento de Dagmar.
—Devuélveme la niña.
—No recuerdo la dirección de la familia a la que he entregado el bebé,
le dijo Dagmar.
La madre desesperada dio aviso a la policía. La policía visitó el
departamento y encontró la ropa de la niña, su cráneo y huesitos entre las
cenizas de la estufa, en realidad, un clásico calentador de mampostería escandinava, kakelugn.
Dagmar fue arrestada y confesó los monstruosos asesinatos de 16 bebés,
tal vez más, destripados como pescados.
Los diarios titularon la sangrienta noticia. El rostro sádico de
Dagmar horrorizó a las mujeres, a los niños.
Y la Caja de Pandora se abrió: 180
niños fueron reportados como desaparecidos.
Muchos no creyeron que Dagmar actuaba sola. Habría una maquinaria para
hacer desaparecer niños.
Mira qué terrible. Es cierto, duele. Sin sentido.
Un angustioso río de pena y terror moral corrió por los corazones daneses.
Parecía que Copenhague
se estaba yendo al infierno, al verdadero averno.
Los asesores
de susceptibilidad social quizá tuvieron mucho trabajo para calmar, consolar
y superar las amargas experiencias emocionales de la pequeña y cerrada sociedad
danesa.
Debe haber sido muy duro para los tres millones de daneses.
Como lo fue para mí cuando mi amiga me contó esta tétrica historia.
La maldita lunática homicida, la asesina de melena voluminosa, fue
condenada a muerte.
Vivió en prisión hasta que murió.
Creo que fue en 1929.