jueves, junio 23, 2022

ASESINA SERIAL EN COPENHAGUE. HORROR NÓRDICO. Presentación de Asesinato en Copenhague

 


Volé por primera vez a Suecia en un Boeing 747 de Air France.

Para volver a vivir. Después de años de dictadura, persecución y escapularios del Opus Dei.

Era el verano del 78.

No sabía casi nada de Suecia. Tal vez un manojo de cosas obvias.

Sabía que había un rey, Carl Gustaf.

Sabía que había un famoso tenista, Björn Borg.

Sabía que había un cineasta, Ingmar Bergman.

Sabía de su película de inusitado erotismo, “Un verano con Mónica”, creo que de 1953.

Poco más.

En Suecia había un invierno congelador. Frío, gris. Nevaba.

Fui a vivir a Malmö, una ciudad de 200 mil habitantes.

No sabía ni una palabra de sueco.

Cuando los escuché por primera vez, pensé que eran alienígenas, peculiares como los japoneses. 

En Malmö me aburría los fines de semanas. La biblioteca cerrada. En esa época no había terrazas en los restaurantes. Y mis queridos amigos suecos desaparecían de la ciudad. A las 3 de la tarde del sábado estaba todo cerrado.

Y el frío. Y el maldito viento que olía a hierro.

Frío, viento y soledad, así se llamaría la novela. Fingir ser fuerte.

Nosotros, los sin familia, nos refugiábamos los sábados en el restaurante Zorba, del amable griego Jashar Alushi. El bueno de Jashar preparaba comida casera, sabrosa y abundante:  moussaka o stifado. Tenía un vino reguleque, pero a precio popular.

Un día, por invitación de una buena amiga, descubrí que lo mejor de Malmö era la vecindad con Copenhague, la capital de Dinamarca. Subir al ferry y en 40 minutos llegar al centro de Copenhague, una de las ciudades más lindas del mundo. Existía un largo   paseo peatonal, la Strøget, un hervidero de vida humana.

Pero. En el ferry mi amiga me contó que Copenhague tenía una leyenda negra, una asesina serial llamada Dagmar Overbye.

Las danesas hoy son independientes en términos de igualdad de género. Pero no siempre fue así. Hace 100 años la vida no era muy bonita para muchas mujeres en Dinamarca. Tener un hijo fuera de matrimonio era, para muchas, una maldición. Mi amiga me cuenta que la estricta sociedad luterana las condenaba socialmente. Algunas mujeres, forzadas por el escarnio social, optaban por regalar sus bebés.

Ese fue el caso de Caroline Aagesen. En 1920 puso un aviso clasificado en el periódico Aftenposten de Dinamarca. Ella tenía 21 años y buscaba una familia dispuesta a adoptar a su bebé de dos meses. Dagmar Overbye respondió al anuncio. Caroline llevó su bebé a un departamento en Copenhague en un cochecito azul. Dagmar tomó a la pequeña niña en sus brazos.

—Qué bonita es —dijo.

Caroline dejó a su hija con la desconocida y se marchó.

Dagmar se sentó en el sofá con la guagua en su regazo y la besó. De repente se dio cuenta de que la pequeña se orinó. La desvistió y la puso en el cochecito encima del edredón, con la cara hacia abajo.

Dagmar decidió que la niña tenía que morir.

De un cajón, tomó una cuerda roma y la ató con fuerza alrededor del cuello.

Al llegar a su casa Caroline Aagesen se arrepintió de haber abandonado a su bebé con una desconocida. Su mala conciencia hizo que volviera al día siguiente al departamento de Dagmar.

 —Devuélveme la niña.

—No recuerdo la dirección de la familia a la que he entregado el bebé, le dijo Dagmar.

La madre desesperada dio aviso a la policía. La policía visitó el departamento y encontró la ropa de la niña, su cráneo y huesitos entre las cenizas de la estufa, en realidad, un clásico calentador de mampostería  escandinava, kakelugn.

Dagmar fue arrestada y confesó los monstruosos asesinatos de 16 bebés, tal vez más, destripados como pescados.

Los diarios titularon la sangrienta noticia. El rostro sádico de Dagmar horrorizó a las mujeres, a los niños.  

Y  la Caja de Pandora se abrió: 180 niños fueron reportados como desaparecidos.

Muchos no creyeron que Dagmar actuaba sola. Habría una maquinaria para hacer desaparecer niños.

Mira qué terrible. Es cierto, duele. Sin sentido.

Un angustioso río de pena y terror moral corrió por los corazones daneses.

Parecía que Copenhague se estaba yendo al infierno, al verdadero averno.

Los asesores de susceptibilidad social quizá tuvieron mucho trabajo para calmar, consolar y superar las amargas experiencias emocionales de la pequeña y cerrada sociedad danesa.

Debe haber sido muy duro para los tres millones de daneses.

Como lo fue para mí cuando mi amiga me contó esta tétrica historia.

La maldita lunática homicida, la asesina de melena voluminosa, fue condenada a muerte.

Vivió en prisión hasta que murió.

Creo que fue en 1929.

 

martes, junio 14, 2022

Asesinato en Copenhague nuevo libro de Pérez Santiago

 


VENGO DE UNA ÉPOCA

 


Vengo de una época en que los libros que leíamos eran las novelas de Julio Cortázar, Rayuela de 1963 o de Gabriel García Márquez, Cien años de Soledad de 1967. Le debo la obligación de leerlas al profesor Muñoz (de cuyo nombre recordar no puedo), del Colegio Claretiano en la Gran Avenida de San Miguel. El profe, que no era muy alto y se empinaba para escribir en el pizarrón, nos contagió su entusiasmo por los escritores del boom. (Es un decir. En verdad, estábamos forzados a leer. No había resúmenes de Google)

Vengo, pues, a reivindicar la labor del profe.

En el cuento de Cortázar, “La señorita Cora”, de Todos los fuegos el fuego, 1966, Pablo, un estudiante de 15 años, (como yo), tenía que operarse el apéndice. La señorita Cora, la linda enfermera, debía afeitarlo allá abajo. El pudor de ese Pablo, era mi pudor.

O el cuento “Reunión” del mismo libro, sobre un revolucionario que desembarca en una isla con un grupo de camaradas, para iniciar la revolución. Se presume que el protagonista era el asmático Che Guevara y su camarada Fidel Castro en Cuba. El cuento tiene un epígrafe de una cita del Che de sus pasajes de guerra revolucionaria publicado en el 1961:

“Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida.”

El cuento del popular norteamericano Jack London (1876-1916) de un ser humano que se enfrenta dramáticamente a su supervivencia, se llamaba “Encender una hoguera” de 1908. Un hombre y su perro luchan contra la naturaleza, el frío de Yukón. Va  a morir de hipotermia. En algún momento pensó en matar a su perro para usarlo de protección. El perro se da cuenta de las malas intenciones y le toma distancia. Finalmente, el hombre desea morir con dignidad. 

Morir de pie con decoro.

Era, en el fondo, una cristología moderna. La ilusión del bien y el mal. Un mito laico religioso de redención con la mediación de un Cristo en la cruz. Morir por la causa. Un cariño a la entrega moral de cuño apocalíptico.

Esa era la fe que me inspiraba esa literatura.

La literatura parecía pegada a la vida. Las obras que leíamos eran nuevas. Casi recién publicadas.

Vengo de una época en que me parecía que cuando se escribían esas obras, las cosas dramáticas que se contaban allí estaban ocurriendo. Era algo real maravilloso, estar dentro de la película.

Por ejemplo. El Che viajaba en avión desde Argelia. El escritor cubano Roberto Fernández Retamar tenía en el bolsillo  el cuento de Cortázar, “Reunión”.  Le dijo al Che: “Un compatriota tuyo ha escrito este cuento donde eres el protagonista”. El Che dijo: “Dámelo”. Lo leyó, se lo devolvió y dijo: “Está muy bien pero no me interesa”. El escritor cubano movió sus ojos planos y se ajustó su boina como disculpándose.

Al Che no le interesó un cuento donde él era protagonista.

El Che moriría en 1967, en Bolivia, con decoro.

Y se transformó para muchos jóvenes, para mí, en un Cristo y en una imagen de polera.

Un día de 1970 apareció en las portadas de los diarios una foto de mi amigo Rigo Quezada, estudiante del liceo 6 de San Miguel. Llevaba pelo largo y zapatos rotos como indigente. Lo habían arrestado en la selva de Chaihuín por intentar formar una escuela de guerrillas, con la fe del Che.

Poco después, mismo año, a unos pasos del Colegio Claretiano, el alcalde de San Miguel, el socialista Tito Palestro, con rara voz de barítono, inauguró en la Gran Avenida, una estatua de bronce del «Che» Guevara, “para que la juventud se inspire”.  

Todo me parecía que ocurría en La Gran Avenida.        

Ese mismo año vi caminar a Julio Cortázar por Santiago. Iba entrando a La Moneda a saludar al presidente Allende. Una amiga gritó con femenina voz puberfónica: 

¡Mira ahí va Cortázar! 

Corrimos. Cortázar, como un gigante, sobresalía por su altura entre periodistas de tamaño chilensis. Cortázar medía más un metro noventa, o algo así.

Así pasaron las cosas, en esa época de la que vengo.

Vengo de una época en que la literatura y la realidad parecían una sola.

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