En la costanera de Cartagena de Chile, entre la playa Chica y
la playa Grande, estoy con Elly Orellana, mi hermana Silvia y Jorge Araya
sentados en una Fuente de Soda. Desde los ventanales vemos a una pareja de
jóvenes sentados en la baranda. Detrás de ellos está el mar, el sol recorta sus
figuras. El le habla seriamente, gesticulando con sus manos. Ella se ríe y baja
sus negras pestañas, indefensa como una flor. A veces, ella esconde
coquetamente con sus manos la sonrisa de su armonioso rostro. El la seduce,
suponemos, contándole delgadas y amorosas humoradas. Ella gira su cabeza, se
entrega divertida. En el intertanto de ese amorío juvenil le preguntamos a la
garzona dónde está la tumba de Vicente Huidobro, que vino a morir en el año
1948 aquí en Cartagena. “En el cerro”, nos responde la muchacha.
En 1618 el capitán español Juan de Cartagena fundó el pueblo
en esta playa que le pareció fastuosa. A comienzos del siglo XX ricachones de
Santiago transformaron Cartagena en un selecto balneario. Levantaron casas que
imitaban los acantilados franceses y las divinas playas de Italia.
Aunque aún siguen en pie elegantes obras. Cartagena ya no
alberga a los ricos. Tiene una población de 15 mil habitantes, y es visitada
por unas 450 mil personas al año, y sigue recibiendo la visita de artistas y
poetas que la han denominado pomposamente como Capital Cultural.
Un vecino de Cartagena y una carabinero –subiendo ya el cerro
en el auto de Jorge- nos orienta con gentileza sobre cómo llegar a la tumba del
poeta Huidobro. Estamos a los pies del cerro. El camino de tierra está en mal
estado y tenemos que hacer los últimos trechos a pie, sin la certeza de andar
por el buen camino.
Los biógrafos dicen que esta fue la última caminata de
Huidobro, un martes 16 de diciembre de 1948.
Cruzamos junto a la casa de veraneo del poeta, una vivienda
de un piso y techo de tejas, de aspecto vulgar y distribución defectuosa, cuyos
planos había confeccionado Huidobro. Sé que en los dormitorios y en el living
comedor con chimenea escaseaban los adornos y cuadros, porque Vicente Huidobro
carecía del sentido de la decoración. Desde aquí veía el inmenso panorama
oceánico, puntillas, ensenadas, dunas y pinares.
Aquí vivió momentos memorables con su segunda mujer, Ximena.
La historia es un guión de cine. El tenía 33 años, casado 14 años con Manuela
Portales, cuatro hijos. Entonces se enamoró de una apetecible muñeca de 14,
Ximena Amunátegui, heredera de una conocida familia de Santiago. El escándalo
fue patagüino. Los hermanos de Ximena los buscaron para matarlo. “Lo vamos a
matar”, dijeron. Ximena fue enclaustrada en un convento. Huidobro huye a New
York. Su padre no volvió a hablarle.
La cuestión no quedó allí: regresó clandestinamente con un
desorbitado plan: rapto de menores. Ximena pidió permiso a las monjas para ir
al dentista. En una esquina de Santiago, en un automóvil la esperaba Vicente.
Cruzaron la cordillera de Los Andes y llegaron a Mendoza, Argentina. Luego se
fueron a taquillar a París.
Sabemos que fueron felices en Europa.Volvieron a Chile
algunos años después. En Santiago tuvieron un hijo, Vladimir.
La pareja pasó en Cartagena lapsos inolvidables. Huidobro
trajo semillas y forestó el lugar. Aquí llegaban los leales de la trupp
Huidobriana: los poetas Eduardo Anguita y Braulio Arenas. Se alojaban en un
cuarto sobre el que tenían un derecho adquirido. A veces, se entretenían con
eternas partidas de cartas. El juego terminaba en pelotera. Vicente trampeaba.
Braulio se enfurecía, se despedía y tomaba la maleta Huidobro salía tras él, le
cogía del brazo pidiéndole perdón. Una vez se trenzó con Ximena. Ella le dijo:
“tramposo”; él contestó: “los tramposos son los Amunátegui y el señor Domingo
Amunátegui es un señor prehistórico”. Peleas infantiles que se tomaban en
serio.
Un día ocurrió lo inconcebible que lo paralizó como una
estatua. Son esas cosas sensibles, duras y tristes, que por pudor, uno quisiera
no oír. Apareció un joven poeta argentino, simpático y canchero: Godofredo
Iommi. También se empezó a quedar en Cartagena. Todos sabemos lo que ocurrió.
No digamos más. El triángulo se prolongó por varios meses. Huidobro no quiso
aceptarlo. Se volvió doloroso. A veces, rudo.
Bajoneado se fue a Europa en 1943 en plena II guerra.
Entonces, Godofredo y Ximena se casaron. Orgulloso, Huidobro le escribió a un
amigo: “Ninguna mala voluntad a Jimena. Cómo voy a tenerla. Ella me dio a mí
sus mejores años, su juventud, su primavera y su verano y ahora le da a otro su
otoño y su invierno. ¿No es esto una gran finura? Y luego casarse con quien lo
hizo es otra finura...su marido es uno de los pocos que no puede dar celos a
nadie”.
Se dejaba a ver que el poeta estaba picado.
Creo que no se recuperó.
Participó en la guerra. Buscó o inventó nuevos mitos, como el
teléfono de Hitler, que habría sacado del gabinete del nazi.
En 1945, finalizada la guerra, volvió a Cartagena con el
teléfono de Hitler y con una nueva joven esposa, Raquel Señoret.
Regresó con el alma malherida. Algunas de las cartas del
escritor, muestran amargura.
Su muerte fue pre-sentida. Su hija Manuela se encontró con
una clarividente en la calle Miraflores: “Sufriría la pérdida de un pariente”,
le dijo.
Pasaron algunos meses. El lunes 15 de diciembre Huidobro fue
al cine Bandera a ver la película “Feria de Quimeras”. Salió a las nueve de la
noche y le dijo a su amigo Carlos Valdés: “Anda a verme mañana a Cartagena,
después ya no me verás”.
El martes 16 Huidobro tomó en la estación Mapocho el tren a
Cartagena. El ferrocarril, inaugurado en 1922, recorrió los 108 kilómetros que
hay entre Santiago y Cartagena. Eran las tres de la tarde y le clima estaba
templado, 18 o 19 grados. Desde lo alto de la loma donde está la estación
observó la playa Chica, donde muchachas se paseaban en trajes de baño
“last-tex” y los osados “Catalina”, que causaban furor. Más allá, entre playas,
en el paseo peatonal, unos niños compraban manzanas confitadas.
Huidobro esperó un taxi. Finalmente repechó a pie hasta lo
alto de la colina, maleta en mano y deteniéndose para tomar aliento. Entonces
le dio un derrame cerebral.
La casa en la colina se llenó de gente. El poeta estaba
inconsciente.
El día viernes dos de enero a las 16:15 murió.
Murió el mejor poeta vanguardista, antipoeta y mago.
Murió sin el Premio Nóbel que la Academia de Irlanda pidió
para él en 1926.
Murió sin el Premio Nacional.
Murió sin un Premio Municipal.
La sobria urna de caoba barnizada de negro –del tipo 14,
según dijo uno de las pompas fúnebres- se instaló en la austera casa. No tenía
cruces, ni cirios, ni flores. El féretro solo. “No seré de los que se ablandan
a última hora, pidiendo confesor”. Había dicho.
De Buenos Aires llegó un cable de condolencias firmado por
Godofredo Iommi y Ximena Amunátegui.
El día sábado tres a las 17:30 el funeral inició su viaje,
desde lo alto de Cartagena. La bella Raquel Señoret vestida de negro subió al
primer auto. “Siento por mi esposo adoración y cariño”, declaró a un periodista
de La Nación. En otro auto iba su amigo Hugo Montes, en otro la pintora
Henriette Petit. Veinte autos cruzan lentamente junto a la playa de Cartagena.
Media hora se demoró el cortejo entre la casa del poeta y el cementerio.
En el vano del cementerio de pescadores tomaron la urna
Vladimir, hijo del poeta de 13 años, vestido con un traje gris, descubierto y
llevando en su brazo derecho una franja de luto; sus amigos Luis Vargas Rosas,
Carlos Soto y Carlos Valdés. Caminaron tras ellos: Raquel Señoret, Henriette
Petit, los poetas Braulio Arenas, Eduardo Anguita y Jorge Hübner, Hernán Díaz
Arrieta, Alfonso Bulnes, el embajador de Francia y el embajador de la república
española, sus cuatro hijos del primer matrimonio: Manuela, Vicente, María Luisa
y Carmen. Otro grupo de jóvenes escritores, entre ellos dos enriques: Enrique
Lihn y Enrique Lafourcade.
Total: sesenta personas.
Dicen que el cortejo erró entre los nichos. La urna fue
colocada en una bóveda de cemento.
Desencajados, ninguno de los amigos del poeta pudo hacer uso
de la palabra. Salvaron dos diplomáticos: primero, Antonio Lezama, del figurado
gobierno republicano español. Y luego, el embajador de Francia, vestido de
pulcro blanco.
“Es el funeral más barato que hemos hecho. Madera corriente”,
declaró el de las Pompas al periodista aguja.
Días después, con el permiso presidencial, Manuela sepultó
los restos aquí en su propiedad. Quería estar en su heredad, frente al mar, en
el pequeño parque rodeado de sus sauces, jacarandas, acacias y flores.
Aquí llegamos, por fin, a la blanca tumba y leemos, al subir
las escaleritas, en la lápida del poeta, la inscripción que su hija Manuela y
Eduardo Anguita armaron desde un poema: “Abrid esta tumba, al fondo de la tumba
vereís el mar”. Nos giramos sobre nuestras espaldas. Allá el mar y abajo
Cartagena y sus antiguas casonas. Aquí, en la ladera de estos cerros, caminó y
cabalgó el mago. Presumo que Huidobro escribió aquí su Monumento al Mar, el
mejor poema de amor al mar:
“Este es el mar que se despierta
como el llanto de un niño.
El mar abriendo los ojos
Y buscando el sol
El mar empujando las olas
Sus olas que barajan sus destinos”
Al bajar nos encontramos con un grupo de jóvenes –fans de la
poesía- que nos preguntan cómo llegar a la tumba de Huidobro. Igual que
nosotros, han estado dando vuelta sin éxito, como muchos otros antes y muchos
otros que vendrán. Porque a veces, los hombres y mujeres buscamos algo de
raíces, de magia e incitación. O reencontrarnos con preguntas que durante el
año, en el stress de la vida cotidiana, habíamos perdido: cuestionamientos, por
ejemplo, como los que ya expresó el poeta en Altazor, similares quizá a las
preguntas con que ese muchacho en la costanera de Cartagena seduce a su bella
amiga:
“¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos?
¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?”
(Escritores y el Mar, Ediciones Cosa Nostra, 2002)