Angel platónico
Capítulo de la Novela Trompas de falopio de Omar Pérez y Gabriel Caldés, primera edición Ediciones Foro Nórdico año 2002, segunda edición Editorial Universidad Bolivariana 2008.
“Prendi questa mano Zingara
dimmi pure che destino avró
parla del mio amore
io non ho paura
perché io so che ormai
mi appartiene.”
Zingara
Nicola Di Bari
Nunca olvidé, y creo ya no olvidaré, ese día, ese fascinado día.
Un sábado.
Por fin, por fin. Un platonismo, un “angelismo” que me perseguía, que me hostigaba.
Ella se llamaba. ...
Se llamaba Marcela…
Marcela Ramírez.
Ese sábado, por fin, nos fuimos al departamento del venezolano Mariano, en la calle Mac Iver, a la entrada de la Alameda. El negro Mariano había venido desde Caracas a estudiar a la Universidad de Chile. Habíamos dado una prueba, un duro examen de Administración Pública I con el profe Alvaro Drapkin.
Llegamos dicharacheros al piso. Era un día soleado y complaciente de primavera, propio para un día de verbena. Ya era mediodía. Pasamos a comprar empanadas y unas botellas de vino tinto Santa Rita, en el boliche del turco de la esquina de Mac Iver con la Alameda. La Alameda era un socavón, una larga grieta, donde se construía la línea del Metro.
Los departamentos de Mac Iver eran enanos, apenas cabíamos los seis alumnos de Ciencias Políticas. Charlamos sobre música y canciones. La Lilita, sonrisa amplia, siempre regalona, andaba con su guitarra. Cantó primero “Y Magdalena vendrá caminado del cerro hasta el mar”, una sentida canción de Julio Zegers, un joven antiídolo de bajo perfil que había ganado el festival de Viña del Mar. Luego la Lilí aperró con una canción de Nicola di Bari: “parla del mio amore”
Estábamos Marcela y yo sentados en el suelo con las piernas cruzadas como los indios, o como los gitanos, o como los giles de los chinos. La Marcela con su pelo rizado, sus jeans azules pata elefante y una solera bordada y tornasol.
Y allí, cara a cara, Marcela Ramírez y yo, nos pusimos sensibleros, deep sentimentales.
¡Qué cototo fue ponerse así de patéticos y tiernos!
¡Qué potente es ponerse melancólico y turbado escuchando una canción de Nicola di Bari!
Nos miramos y nuestros ojos se pusieron brillantes. Nos abrazamos, y luego lloramos, gimoteamos desencajados, anulados de tanta lástima.
Nos habíamos amados tanto, nosotros que nos quisimos tanto.
Cómo pudimos ser tan... tan... huevones.
Eso siseó ella:
-Cómo pudimos ser tan huevones, Julián, tan huevones, cómo pudimos…
Parecíamos argentinos llorando a Gardel, o españoles llorando la muerte de un torero.
Nos habíamos amado tanto y nunca nos hablamos de amor.
-Cómo pudimos ser tan huevones, Juco.
Ella me había puesto Juco, por Julián Condeminas, Juco.
Amar platónicamente.
Hasta entonces nunca nos habíamos hablado de amor. Never. Éramos espirituales. Éramos ángeles. Orgullosos y pollitos. Fatuos y pubescentes. Pero, éramos pareja. Andábamos. Esa palabra tan arrinconada, tan intimidada. Andar.
Un día fuimos todos a ver una exposición de pintura en la sala de arte El Alhambra en Compañía 1340.
Miramos unos óleos que nos parecieron cursis, definitivamente maracos. Nos reímos como unos diletantes, de un arte que nos parecía pueril como la ausencia. Pero llegado el momento del cóctel éramos los primeros en estirar las manos. Alabábamos a los cuadros.
«¡Qué tersura, qué profundidad de colores!»
Cínicos.
Fuimos los últimos en irnos. Nos tomamos los cócteles y nos comimos los petites bouchées.
Marcela era jaranera y cómica, porosa y asequible. Era regalona e ingeniosa. Devolvía la broma siempre con un silencio previo y una mirada después. Era rápida. Y a mí siempre me han gustado las minocas imaginativas y cómicas. Hay algunos que las prefieren tranquilas, tejiendo baberitos y gorritos, cosiendo calcetas en silencio. No es mi caso. La sentía libre, hechicera y coqueta con sus jeans pata elefante.
Ese crepúsculo pasó algo esplendoroso. Sentía que quería estar sólo con ella. Tenía muy claro que mis jóvenes amigos deseaban a todas las mujeres que pasaban por delante de sus ojos. No quería que mis compañeros de cursos, lachos y entradores, tomaran mucho contacto con ella. Sobre todo y por ejemplo, Jordi Castell, el nieto de catalanes, que en cuanto veía una falda le crecían los colmillos.
Jordi había recién estado en Checoslovaquia en el Congreso de la Juventud Socialista Checa. Aprovechó de ir París y visitar a Pablo Neruda, embajador en París. El Poeta le colgó una medalla llamada Trébol de 4 hojas. La razón nunca quedó clara: mejor allendista, mejor hijo de vecino. Juro por mi madre que no recuerdo.
(¿Por qué Neruda te dio el Trébol de 4 hojas, Jordi?)
Jordi andaba siempre con el galardón. En ese momento ninguno de nosotros nos preguntábamos que significaba realmente la medalla Trébol de 4 hojas, que Pablo Neruda le regaló en París. Pero para nosotros, simples estudiantes santiaguinos, la distinción Trébol de 4 hojas de Neruda en París era mucho y era grande. Y con esa medallita y su blá-blá, Jordi era azaroso con las mujeres.
Lo mantuve lejos.
******
ASÍ EMPECÉ a padecer esa patología adictiva que se llama enamoramiento.
Dejé que todos se fueran y nos quedamos conversando los dos solos en la calle Compañía entre el antiguo Parlamento Nacional y los Tribunales de Justicia, a los pies del monumento a Manuel Montt
Ya era tarde. No teníamos más plata que para la micro, pobres estudiantes becados.
Y allí estábamos en la calle Compañía, entre el Palacio de los Tribunales y la Cámara de Diputados, sin un peso en los bolsillos más que para el escolar de la micro, los dos iluminados, los dos pajaritos, los dos angelitos, los dos ingenuos, los dos necios, los dos inmensamente huevones, apoyados en el monumento a Manuel Montt.
Tenía muchas ganas de besarla. Hum. Su boca, su boca de clavel estaba hecha para besarla, un beso largo, un beso con lengua. Hum. La naturaleza le había dado la boca más sabrosa que había conocido.
Besarla, besarla, besarla.
Pero no se me daba: estaba enamorado, ella era un ideal y a los ideales uno no los puede besar.
Allí en la estatua de Don Manuel Montt empezamos a andar.
Al otro día temprano esperé a Mi Ideal sentado en las escaleras del hall de nuestra escuela. No llegó. Entré a clases de Administración Pública I con el profe Alvaro Drapkin. Pero yo siempre oteaba hacia atrás, hacia la entrada. Por si aparecía, por si venía Mi Ideal.
Fue casi a mitad de clases que se dejó ver con su sonrisa de candelilla, con su rostro transparente de recién salida de la ducha.
Mi cuore empezó a triscar: plat, plat, plat.
Quería que me viera.
Había un banco vacío a mi lado.
Quería que me viera.
Tenía que sentarse a mi lado.
(Siéntate a mi lado, por favor, Marcelita, siéntate.)
El profe Drapkin, que se creía dueño de la escuela, no dejaba pasar un atraso. En realidad, era el dueño de la escuela. Hoy incluso pegan los alumnos a los maestros. En esa época los profes eran respetados. No dejaba entrar a los que se habían ido de puñetes con la almohada. Le pidió explicaciones a la señorita Ramírez con su estilo franco y levemente amanerado.
-¿Por qué llegó a esta hora a clases, señorita Ramírez?
-No vengo a clases, señor Drapkin.
-Ah, no, ¿y a qué viene, señorita Ramírez?
-Vengo a buscar a Julián Condeminas, señor Drapkin.
¡Tum! Me morí.
No podía ser, no podía ser.
Me venía a buscar a mí.
A mí, el libro con más páginas.
Me puse bermellón, sonrojado como cuando era niño.
Mi coure: plat, plat, plat.
Todo el curso me miraba a mí.
Observé al profe.
El profe me ojeó, ojeó a la señorita Ramírez y volvió a ojearme.
-Señor Condeminas, dijo el profe Drapkin, lo buscan.
Eso dijo: señor Condeminas lo buscan.
Estaba enconado, erizado, el profe Drapkin
Me levanté. Salí. Estaba desbordado como un tazón de leche en las manos de un escolar. Ella me fulminaba.
-¿Qué pasa? Le dije a la Marcela.
-No podía dejar que el profe Drapkin me abochornara porque llegué tarde, le metí la chiva de que te buscaba a ti. Vamos, me dijo, vamos al casino.
Eras muy desenfrenada, Marcela Ramírez. Y me eras tan dulce que nada de lo que hicieras hubiese podido provocar algún tipo de reproche.
Uno es tan gil cuando está enamorado.
Es lo más cerca de lo que en España se llama un gilipollas.
¡Gilipollas!
O de lo que los argentinos llaman un boludo.
¡Boludo!
Desde ese día, anduvimos.
Pero nunca hablamos de amor. Andábamos.
Los compañeros se acostumbraron a vernos juntos, a deambular al mismo tranco.
Fuimos a una marcha de la Unidad Popular, pues la Marcela era socialista. Justo en esos días, el Senado y la Cámara de Diputados, reunidos en Congreso Pleno aprobaron la nacionalización del cobre. Alegres en la plaza, mientras Allende se agitaba en el escenario con un discurso bravo: “compañeras y compañeros, en este histórico momento, el Día de la Dignidad Nacional, en que Chile rompe con el pasado, se yergue con fe en el futuro...”
En ese histórico momento, el Día de la Dignidad Nacional, nosotros -mira lo que son las cosas, Marcelita- nos quedamos sentados en una cuneta de La Alameda comiendo mani tostado. Yo los pelaba y te los ofrecía en tu mano.
-«Me haces cosquillas», me dijiste.
En ese histórico momento en que Chile rompe con el pasado, el cielo estaba limpio, estaba estrellado, mientras Allende, mientras los manís, mientras las cosquillas en la mano de Marcelita.
Entonces me pareció que ese día, el día de la Dignidad Nacional, sí era el momento para besarla.
Besarla, besarla, besarla.
Pero, cresta, no, no se me daba. Era mi ideal y a los ideales no se los puede besuquear.
******
LO MÁS CERCA que estuve de ella fue en los trabajos voluntarios.
El día miércoles 8 de Julio de 1971 estaba en la pensión viendo en un Westinghouse blanco y negro el programa del canal 9, La Manivela, con un irónico sketch de Patricio Contreras, Julio Jung y Nissim Sharim sobre tres tipos medios locos que esperaban en el consultorio médico. Eran las once de la noche con 4 minutos.
-Cresta, parece que está temblando, parece que está temblando. Por la cresta. ¡Está temblando!
Estuvimos de un salto en la calle República. Fue largo y terrible. Grado 7,5 en escala Richter. Se cortó la luz. El presidente Allende, que se encontraba en La Moneda trabajando, habló por radio para calmarnos. “Calma, chilenos”. Era un terremoto, el temible terremoto del año 1971. Derribó varias ciudades en Illapel, Los Vilos y La Ligua. Hubo 85 muertos y centenares de heridos. Al día siguiente, el Goyo Navarrete, del Centro de Alumnos, organizó rápidamente el viaje junto con la Federación de Estudiantes que presidía Alejandro Rojas, a ayudar a la gente de Petorca, y a un pueblucho, Hierro Viejo, antigua zona minera, a levantar casitas, a organizar la solidaridad de los chilenos.
Por Cabildo subimos y pasamos de noche por un macabro túnel de piedra. Era muy tarde y el caserío, que no alcanzaba ni para villorrio, parecía un barrio bombardeado. Nunca había visto un barrio bombardeado. Sólo en películas de guerra.
Pero allí estaba Petorca en el suelo. El cuadro no podía ser más desgarrador. De las 400 casas, solo 10 casas de madera estaban en pie.
A esa hora no pudimos levantar las carpas que llevaba nuestra escuela y tuvimos que dormir en la carpa de circo que la Federación de Estudiantes, la FECH que dirigía Alejandro Rojas, había levantado en las afueras de Hierro Viejo. Había cientos de voluntarios tirados en sacos de dormir bajo una carpa de circo.
Cientos de estudiantes parranderos metidos en sacos de dormir bajo una carpa de circo.
Fue un circo.
Alguien gritó:
apaguen la luz,
y porque no te apagái tú más mejor, ja, ja, ja.
Ven a apagarme vos po,
No mándame a tu hermana, ja, ja, ja, ja.
Un circo, un enloquecedor coliseo.
Entre medio de todos estaba yo riéndome metido en mi saco de dormir.
La Ramírez se me había perdido entre tantos giles.
De pronto escuché a mis espaldas, alguien que siseaba:
-Juco, Juco.
Era ella metida en su saco de dormir. Se había arrastrado en su saco de dormir como una lombriz hasta ubicarme.
La masa seguía el tandeo:
y quién se tiró el peo, ja, ja, ja.
Parece que fue con caldo. Ja, ja, ja.
Yo y la Marcela nos reíamos mirándonos a los ojos.
- Tengo frío, le dije.
- Yo también.
Nos ovillamos cada uno en su saco de dormir. Creo que nos dormimos juntos como dos lombrices, riéndonos, de tanta broma en la carpa de circo.
Fue lo más cerca que estuve de ella. Su cuerpo y mi cuerpo. Cada uno en su saco de dormir.
Pero, te lo juro, te lo juro por mi padre que ahora debe estar mirándome desde el cielo, Marcelita, fue una de las noches más radiantes de mi vida.
******
EN ESOS DÍAS Jordi apareció con una perfecta joven holandesa en el campamento de la Escuela, Saskia, que había venido a hacer su memoria de título con los subdesarrollados. Saskia era una guapa castaña que hablaba español andaluz, y que antes había sido pareja con un chico que era fotógrafo de la revista Ramona. Con la medallita del Trébol de 4 hojas, que le había regalado Neruda en París, Jordi había atraído a la belleza holandesa. Saskia entró con Jordi a una pequeña carpa con piso. La carpa se comenzó a mover rítmicamente. Nosotros estábamos afuera alrededor de una fogata, cantando un corrido de la revolución mexicana:
Si Adelita se fuese con otro
Le seguiría la huella sin cesar
En aeroplanos y buques de guerra
Y si se quiere en tren militar...
Pero, la holandesa no sació su apetito sexual y no se detuvo. En su deseo sincero de conocer y acercarse lo más posible a la realidad chilena, luego, se tiró a su hermano, Vicente. Ahora, Vicente y Jordi fueron hermanos de guata. Otros compañeros, como los perros del barrio con la perrita, empezaron a andar tras de Saskia, para enseñarle cosas a la holandesa.
Pero yo, no.
No.
Yo buscaba a mi Marcelita Ramírez.
Yo, el melón con más pepas, estaba platónicamente enamorado. Con toda la afectación del amor platónico.
¡Y, qué gilipolla, qué boludo es uno cuando está enamorado!
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NOS DISTANCIAMOS con las vacaciones de invierno. La Marcela Ramírez es de Calama, de arena y sal. Pasó sus vacaciones allá con su familia. Nuestra relación se enfrió. Dejamos de andar.
Pero luego, ese sábado, ese sábado de primavera, cuando sentados como indios, como gitanos o como los giles de los chinos, tomamos unos vinachos que nos compramos en el boliche del turco de la esquina de Mac Iver y nos comimos unas empanadas y la Lili cantó Zingara la canción de Nicola de Bari, nos fragmentamos en pedazos, como un espejo que cae al suelo. Paff.
Nos habíamos amado tanto.
“Ma se é escrito che la perderó”
Pero nunca nos habíamos hablado de amor.
«¿Por qué fuimos tan huevones? ¿Por qué? Juco ¿Por qué?»
¡Nunca nos hablamos de amor!
Hasta ese sábado, ese soleado y complaciente sábado de primavera que ya nunca olvidé, en que lloramos con la canción de Nicola di Bari que cantaba la Lili con su voz de canario.
Ya era tarde.
Too late.
«¿Por qué fuimos tan huevones? ¿Por qué? Juco ¿Por qué?»
Capítulo de la Novela Trompas de falopio de Omar Pérez y Gabriel Caldés, primera edición Ediciones Foro Nórdico año 2002, segunda edición Editorial Universidad Bolivariana 2008.