lunes, marzo 08, 2010

"Miénteme, dime que me amas."


Omar Pérez Santiago. LUN, domingo 18 de abril de 1993, presentación Memorias eróticas

“Quisiera pasar la noche en vela mojado en ti, Saciar esta locura mojado en ti”
Esta conocida y osada canción de Juan Luis Guerra se escucha en cada momento en las radios de Santiago. La gente la oye en su casa y en las micros, en el bar y en el auto. La escuchan los grandes y los niños.
Y nadie dice nada.
Y nadie dice nada tampoco cuando Luis Eduardo Aute canta:
“Por más que nos pille el estúpido de tu marido, Quiero bailar un "slow" with you tonight.”
O Bien:
“Hemos terminado de hacer el amor / y me gustaría abrir suavemente / con mi lengua tus labios”
Todos imaginamos, pues, que labios quiere abrir este descarado con su lengua. 
Podría seguir. Mas, detengámonos un momento. Bajemos la música ambiental y hagamos una pausa.
Dignos iluminados insisten en decir que los chilenos somos cartuchos. ¿Cómo se explica esta contradicción? Debemos reconocer que la literatura es una poco más parca y seria que la música popular. Pareciera que el libro tuviera otro status y se considera a sí misma como una cosa especial.
El público carece, sin embargo, de tales pretensiones y no finge preocupación acerca de cosas de la cuales nunca tuvo el menor cuidado. El otro día me metí al entablado que montaron en la estación Mapocho para recibir a Las Letras de España. Habían 8.500 libros (según el folleto, pues yo no conté nada). El ambiente era agradable y relajado, la gente sacaba libros y leía. Hojeaban y ojeaban, tomaban apuntes sin preámbulos ni ritos. Una experiencia extraña en Chile, donde para hojear un libro en una biblioteca debemos primero, pasar por el guardia, identificarnos, saber que libro buscamos, esperar, firmar varios papeles y sentarnos luego frente a ojos funcionarios.
Hojeando libros y revistas en la estación Mapocho de pronto me encontré con un libro de la escritora catalana Montserrat Roig. Me gustó el reencuentro. La leí primera vez hace ya más de 12 años atrás. Yo me encontraba en esa situación que los seres humanos acostumbran a encontrarse algunas veces en su vida: Mal. Empezaba sentir eso de estar en otro país, hablar un idioma que no era el mío, no tener a mis amigos, ni a mi familia. Me estaba divorciando de una mujer que amaba. O sea, todo era negro.  Es decir, todo era oscuro. En esos días, en la que yo era un tipo a la deriva, un Toribio el náufrago, cayó en mis manos un libro de la Montserrat Roig. Un libro juvenil, desenfadado y lenguaraz hablaba de muchachos antifranquistas viviendo ahora la Santa Transición Española, que, como todas las transiciones, tenía ritos, santos, capellanes y acólitos que animaban esa misa. Se reía la Montserrat. Se reían sus personajes. Todo parecía irreverente y profano. Se juntaban esos personajes y en sus fiestas alguien decía, apuntando a uno con cara de palo: 
-Este es el único que sigue pagando las cuotas al partido.
Risas y risotadas.
¡Vaya!
La Monserrat me reafirmó entonces que hay un mundo después de cualquier derrota. Si yo fuese un romántico, lo que no soy, habría podido fácilmente recitar a Juan Guzmán Cruchaga y decir que ella era: “Lumbre que acerca su ternura hacia mi vaga noche oscura.”

Mi noche era vaga y oscura, la de la Montserrat no. Ni vaga ni frágil, ni armonioso ni leve. Era un libro encantador, expresivo y libertino que, seguramente, no me habría recomendado un profesor de literatura. Y un crítico literario herido, cuyo nombre recordar no quiero, se habría quebrado con una frase de cajón: “así no se puede escribir”.

Una confidencia: yo me había enamorado de la Montserrat Roig. Yo me había enamorado de la escritora, de la mujer que salía en la contratapa, estaba agarrado de sus anécdotas y sus notas de color. Así fue que en esos meses me fui a Barcelona un par de semanas. Iba decidido a buscar a la Montserrat, llamarla por teléfono, fijar una cita con ella y allí en un barcito famoso, (allí bebió Picasso y Miró, según el folleto turístico) y en ese ambiente de turismo de folleto, me iba a declarar.
Le iba a decir:
-Monserrat, yo a usted la amo.
Yo estaba seguro que ella me iba a entender. Llamé a su editorial. Me dieron dos números de teléfonos. En uno no me contestaron y en el otro alguien me contó que la Monserrat estaba de viaje en Nueva York.

Ahora en la estación Mapocho tomé el último libro de la Montserrat y me lo leí sentado en un banco de madera, duro e incómodo, pero eficaz. El libro se llama “Dime que me quieres aunque sea mentira.” Es una réplica de Johnny Guitar a la Joan Crawford, en la película de Nicolás Ray.  Ella le contesta que lo quería, aunque fuera mentira. Se parece a otra réplica que nosotros le hacíamos a nuestras amigas de jóvenes: “Dime que me quieres esta noche, mañana podemos estar sobrios.”

Y ¿si todo fuera una mentira?  Y ¿si esas personas que han afirmado querernos, en realidad no nos querían? O como dice la canción de moda de esa otra espléndida española, Luz Casal: 
“Juego a creer que me importas y no me importas nada.”
 ¿Qué relevancia tiene, si nosotros efectivamente lo creemos y nos vamos felices a dormir, esperando que, quizás, llegue la madrugada y despertar y descubrir, entonces, que estamos sobrios? 
La Montserrat Roig dice: “Hay quien me llama creadora porque miento, hay quien me llama mentirosa por que cuento historias. Pues bien, no las invento, las exagero.” 
La Montserrat tenía razón. 
Si digo que “esa vieja tiene 300 años”, todo el mundo sabe que eso es imposible, pero a la gente le gusta imaginarse que la vieja que tiene 80 años, hace como 300 años que está viva.

El año 1991 escuché la noticia. La Montserrat Roig –ya famosa en España-se murió. Tempranamente. Tenía 45 años. Creo recordar que la estimé como uno debe estimar a sus escritores preferidos. Aunque sabía que ella era –como todos los escritores- una convención.

La sociedad no paga a sus escritores, pero acepta que este se comporte como niños. El artista puede ser diferente, extraño, solitario, narcisista, egocéntrico, y a la gente le gusta que el escritor deje caer de vez en cuando una verdad que duela.

Leer es un placer, escribir es un placer. Follar es un placer. Una dama no se lleva a un señor a su alcoba para educarlo, para explicarle cosas. Se lo lleva a su alcoba o un motel para dar o recibir.

Al nombrar la palabra motel nos estamos acercando al tema. Y también al final. Quiero sólo decir que, según un amigo, que sabe de estas cosas, cree que Santiago es una de las ciudades que tiene mayor cantidad de moteles per cápita. 

Y la conclusión es que los santiaguinos parecemos cartuchos, pero en el fondo nos hacemos los lesos.

 LUN, domingo 18 de abril de 1993, presentación Memorias eróticas

Presentación de Omar Pérez Santiago de su libro de cuentos “Memorias eróticas de un chileno en Suecia”, Santiago, Chile, año 1993.


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