En mi
novela “El Pezón de Sei Shônagon” (Los Perros
Románticos, 2018) cuento la historia de una joven japonesa. Era admirada y
alabada en la escuela de arte de la Gedai de Tokio, por su referente: su perfecto
pezón. Un día, su ingenuo novio sube a las redes una foto de sus bellos pezones.
En un vertiginoso proceso, Sei Shônagon logra las
bondades efímeras de la fama virtual en las redes sociales. Se convierte, de
cierta forma, en una imagen digital o un nuevo tipo de animal digital. Se explota
a sí misma voluntariamente. Ella ya no amaba a un ser de carne y hueso. Todo
tenía que estar en gigas, o no era seductor para ella. Así Sei Shônagon se valorizó en el mercado del arte de las
redes sociales, en spams y motores de búsqueda. Una máquina digital barata y
persuasiva funcionó gratis para que Sei Shônagon expusiera sus hermosos pechos. Me gusta, Me
gusta, Me gusta. Mientras ella recibía más Me gusta, ella era más feliz. Así, Sei Shônagon logró el sueño bastardo de ser famosa en las
vidrieras de las redes sociales. Deseaba ser una influencer a base
de estar siempre conectada y propiciar el consumo de la belleza física y el
sexo frío. En un vacío metafísico y complaciente domina un micro fascismo
y un mercado de ilusiones inicuas.
Todo comenzó con
pequeños cambios tecnológicos. En 2009 Facebook ofreció a los usuarios el botón
"Me gusta" a los tuits. Con un clic. Ese mismo año, Twitter introdujo
el botón "Retuitear", que permitía a los usuarios compartir un tuit o
una publicación con todos sus seguidores. En 2012 Facebook copió esa innovación
con su propio botón "Compartir". Los botones "Me gusta" y
"Compartir" se convirtieron en la nueva forma de relación entre
usuarios.
A su vez, el botón
"Me gusta" creo datos sobre lo que más atraía a sus usuarios, el hoy célebre
algoritmo. Facebook desarrolló algoritmos para brindarle a cada usuario el
contenido con más probabilidades de generar un "me gusta", o
"compartir". Y se demostró que los tuits que desencadenan mayores emociones,
como la ira y el odio, eran los que tienen más probabilidades de ser compartidos.
Así surgió el sueño de crear
un tuit que se “viralizaría” y te haría “famoso en Internet” por unos días. Andy
Warhol y su profecía: “todos serán mundialmente famosos por 15 minutos”. La fama
o la ignominia, digamos, pues Twitter fomentó la impudicia: Twitter fue un lugar
desagradable, el edén de los más moralizadores y los menos reflexivos. Creció
la indignación. Se propagó la ira nerviosa y explosiva, la turbulencia y las
pasiones ingobernables. Calentó las pasiones.
Las redes sociales
magnificaron lo frívolo.
Las redes sociales
amplificaron la polarización política; fomentaron el populismo; y están asociadas
con la difusión de información errónea. Twitter trabaja sobre la ingenuidad de
la psicología humana.
La indignación es la
clave de la viralidad.
Si Twitter no
logra despegar y continúa con un público estancado, entonces
¿Cómo ganará plata Elon Musk?
1. Reducirá el personal, como todo
empresario rata.
2.
Buscará
aumentar los ingresos publicitarios de las inversiones de las grandes empresas en
publicidad.
Y entonces la
pregunta clave es:
¿Qué hará Elon
Musk para crear el interés de los inversionistas?
Fácil. Crear
ruido.
Elevar la viralidad
de Twitter. Generar controversias. Más
veneno para las masas. Más influencers tóxicos. Más Sei Shônagon. Más opiniones beligerantes. Dar chipe libre a los
extremos. Liberar las mediaciones.
A
eso, Elon Musk lo llama libertad de expresión.
A Elon Musk,
como todo multimillonario, no le importan las enfermas consecuencias sociales.
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