jueves, mayo 29, 2025

Cuento: Una bonita Alien en Ginebra. Xilografía de Guillermo Martínez

Una bonita Alien en Ginebra

 


 

   

1

Una mañana de invierno del año 2007 el pintor argentino Miguel Caride salió del Hotel Cornavin de Ginebra por la puerta de la esquina. La nieve le otorgaba una azulina claridad a la ciudad.

Sus botas negras crepitaron en la nieve.

Hombres y mujeres caminaban abrigados por la nevada costanera del lago Lemán.

Cruzó el río Ródano por el Pont Mont-Blanc y llegó a la Grand Rue, empedrada y peatonal de la Vieille Ville.

Entró a la cafetería  Boreal Coffee Shop, bajó la escalera de mármol de quince peldaños, se sacó sus guantes y su gabán de cuero. Tenía una camisa blanca de lino y un pañuelo de color caqui en el cuello.

Pidió un café chocolate blanco, la nouvelle vogue du café, o la especialidad de la casa.

Bebió un sorbo.

De pronto, arriba, al final de la escalera de mármol apareció una mujer bella, alta, curvilínea y joven —20 años— con un corto vestido estampado de Suno fashion, con medias delgadas negras y dos franjas de color intenso. Frente al fondo oscuro de la entrada, su figura se presentó con ligereza. Con sus piernas largas, sus caderas redondeadas y sus firmes pechos, poseía una gravidez sensual. Su pie derecho se apoyó en el último escalón, el izquierdo se dispuso a dar el siguiente paso y ella se bamboleó graciosamente en los quince escalones.

—¿Eres el pintor argentino, Miguel Caride?

La fama de Caride era vasta, era inevitable que lo reconocieran en algunos lugares.

—Sí.

—Me llamo Alfonsina Báthory.

Ella bajó los ojos azules y mostró un maquillaje oscuro. Agitó levemente su mano derecha y lo saludó. Se sacó su abrigo de lino azul. Saludó a todos los que estaban en la cafetería: al mozo, al señor de la caja, saludó a los de la mesa de adelante y de atrás. Se codeaba con todos. Presumía ser ginebrina.

—¿Alfonsina?

—Sí. Soy hija de Anna Báthory y tú eres mi padre.

—¿Eh?

—Sí. Nací el año 1987.

Ella sacó su iPhone y con su delgado dedo índice con una uña pintada de negro, le apuntó una foto.

—Estás tú y al lado está mi madre, Anna Báthory. 

—Uf, suspiró Miguel. Estoy muy joven allí.

—Veinte años menos.

Habían pasado veinte años y él se había olvidado de tantas cosas.

Alfonsina dejó ver que tenía un tatuaje con su apellido en el brazo izquierdo: "Caride". Y en el otro brazo decía: "Argentina". 

Alfonsina comenzó a contar historias sobre su vida, como si ella hubiese elegido sus venturas. 

—¿Me entiendes, Miguel?

Miguel Caride intuyó que en cualquier momento debería aparecer él en esas anécdotas.

—He tenido sueños, donde apareces tú.

Miguel Caride pensó que la joven mujer era irónica, lo que no es raro en Ginebra.

—En el camino hacia acá un ebrio me intentó quitar la bicicleta. Le partí la cara con el bombín.

Era una biciclitera que le gustaba la acción. 

Alfonsina le hizo un gesto al mozo y le bromeó por su nuevo corte de pelo. Alfonsina era entretenida, imaginativa y ágil.

—Dame un chocolate blanco, por favor.

Se volvió a Miguel con la misma gracia:

—Hace unos días consulté al I Ching. Intuí que me encontraría contigo.

Alfonsina cree en las coincidencias y el azar.

—Los acontecimientos están entrelazados.

Caride dudó, pues era un argentino de mente analítica y su edad lo arrastraba a ser escéptico.

“Estoy en un programa de cámara indiscreta”, pensó.

—No, no estás en una cámara indiscreta —dijo Alfonsina.

“¿Cómo es posible que Alfonsina haya sabido que yo estaba cavilando en eso?”, pensó Caride.

—Me sale espontáneamente —dijo Alfonsina.

Caride se echó atrás. 

"Me lee la mente".

Alfonsina le mostró una app de dibujos en su iPhone.  

Caride quedó atónito.

Alfonsina había dibujado el núcleo familiar de Miguel Caride.

—Ahí están, papá, tus dos hermanas, tus dos sobrinos, tu madre y tu padre.

—Mi padre era vendedor de frascos de perfumes.

—Por eso hueles bien. Mira, aquí está mi abuelo, el mercader con sus frasquitos de fragancias vegetales.

Todo era cierto.

—Qué sorprendente. 

Eran mapas audiovisuales de sus laberintos familiares. Una perfecta genealogista con fotografías alteradas a través del tiempo, animadas con música electrónica; hologramas, una especie de árbol genealógico activado y en movimiento. A algunos de sus parientes —vivos o muertos— los dibujaba más grandes, a otros más pequeños. Alfonsina tomó esas fotos de sus contactos por Facebook y las redes sociales. Su ética de trabajo era reconstruir en pequeños comics, historielas genéticas de la familia Caride en el barrio La Boca de Buenos Aires. 

—¡Cuántas historias de familias, Alfonsina!

Alfonsina construyó un arte metamodernista, un universo de historias paralelas con las apariencias de la familia argentina de Miguel. Ella había armado una narrativa Fashion—Pop. Su sangre argentina estaba resumida en unos comics digitales, como un Aleph—Pop, aunque Alfonsina  no había estado nunca en Argentina.

Miguel retrocedió un poco.

—Mamma mía, exclamó.

 

Miguel sintió pena. Le bajó una rara sensación de querer llorar.

—Estudio audiovisual en la Haute école d'art et de design   de Ginebra —dijo ella.

—¿Qué es de Anna, Alfonsina? —dijo Miguel Caride, como un motivo para salir de la imagen del Leviatán.

—Ella te amó. Cada cosa tuya permaneció en los recuerdos de mi madre.

—Fue una relación muy breve, Alfonsina.

Caride ya estaba irremediablemente triste.

—Mi mamá siempre creyó que tú la vendrías a buscar para ir a Argentina. Tú se lo dijiste.

—Sí, lo dije, pero como cordialidad.

—En el amor no existe la cordialidad.

“Una hija me enseña la diferencia entre amor y cordialidad”, pensó.

—Entonces, de verdad, ¿soy tu padre?

—Sí, lo eres. Mira.

Le mostró un anillo que tenía en un dedo de la mano derecha.

—Es el anillo que le regalaste a mi madre. ¿No?

—Uh.

—Es cierto, ¿no?

—Sí.

Se quedó un momento en silencio.

¿Te debo algo, Alfonsina?

—Sí, me debes.

—¿Qué te debo, Alfonsina?

—El deber paternal.

—Te pareces a tu madre, Alfonsina. 

—Tomémonos una selfie.

Alfonsina con graciosa vanagloria se puso al lado de él y se tomó una foto con su iPhone.

—Ahora estamos en el ciberespacio. Ya le mandé la foto a mi mamá y ella le puso un Me Gusta.

Miguel Caride ve la foto y el Me gusta de Anna Báthory.

—Te pareces a mi madre—dijo Caride.

Caride está en un territorio emocional.

Miguel Caride va al baño. Pensó que había visto un fantasma. Aunque tan corpóreo.

Se mira en el espejo y vuelve a preguntarse:

¿Qué me hace tan sensible?

Cuando vuelve ella le dice:

—Siempre imaginé que eras un hombre de dos caras: uno duro y uno dulce.

—¿Dos caras?

—Sí. Ahora dejaste tu cara dura en el baño.

Miguel Caride era un argentino canchero, pero ahora se quedó en silencio.

—Me hiciste falta cuando me gradué —dijo ella.

Miguel Caride se fragmentó. Ya no puede ser sarcástico.

—Cuéntame, entonces como fue, papá.

Por primera vez lo llama papá.

—Fuimos muy felices con tu madre, Alfonsina.

2

Veinte años antes, un día de junio de 1986, el joven Miguel Caride llevaba un bonete, con el aspecto elegante andrógino de David Bowie. Estaba en la galería UnDeuxTrois de Ginebra montando una exposición de pintura. Miguel Caride colgaba sus cuadros de expresionismo neo-germánico y unos falsos graffittis extravagantes iluminados por rayos catódicos.

—¡Murió Jorge Luis Borges, ché!

El que tiró la noticia fue su amigo, el pintor uruguayo José Luis Liard, que entró a la galería con una chaqueta y un sombrero de cuero negro de estilo neoyorquino y agregó:

—La noticia ya da vuelta el mundo.

Miguel Caride, como si le hubiese anunciado la muerte su padre, lo abrazó. 

—Ché, qué cagada.

—A unos pasos de aquí, Ché.

En la madrugada Borges, el poeta ateo dijo el Padre Nuestro y murió. Decir algo insólito y morir es un distintivo pasaje humorístico de las sagas islandesas.

Liard y Caride, los dos pintores exilados entraron a la catedral de Saint Pierre y caminaron hasta el ataúd de madera caoba y dejaron flores blancas.  

Oficiaron los ritos funerarios de un gnóstico, un sacerdote católico, Pierre Jacquet y un pastor protestante, Edouard de Montmollin. El pastor leyó el primer capítulo del evangelio según San Juan. Leyó la parábola El Palacio de Borges y su poema Los Conjurados.

Al salir, en la plazoleta de adoquines de la catedral, Liard se encontró con su amiga Anna Báthory.

Anna hablaba un español que acentuaba los hiatos. Era una bibliotecaria borgiana que se vestía con una faldilla estampada de flores, como las actrices de cine italiano de la década del 50.

Fueron a beber un Martini.

En el bar brindaron por el difunto Borges, el Homero argentino, mientras sonaba Live in The Tube  de Bon Jovi.

La persona ideal, según la ética de la época, debía hablar de todo. Hablaron de Buenos Aires y del Río de La Plata. De la tolerancia de Ginebra. Divagaron sobre la finalidad del arte ambiguo de los años 80. Charlaron sobre los volubles discursos del exilio sobre el arte. Hubo tratamiento a ciertos asuntillos del cine de moda: Blue Velvet de David Lynch y Matador de Pedro Almodóvar. Ella aportó lo suyo: mencionó a Anaïs Nin, a Virginia Woolf y a Simone de Beauvoir.

Luego bailaron y disfrutaron.

Anna y Miguel continuaron en el pequeño departamento de ella.

—Qué bien hueles —dijo Anna.

—Mi padre es mercader de perfumes.

Se besaron. Anna Báthory le tomó de sus dos nalgas. 

Lo recostó sobre una mesa. Anna Báthory se sentó y su cara quedó frente a su trasero. Le quitó los calzoncillos.  

—Abre las piernas. 

Caride obedeció y Anna comenzó acariciar su trasero y después comenzó a morder cuidadosamente sus nalgas. Anna Báthory le lanzó un escupo y con un dedo comienza a acariciar su ano.

—¿Te lo han metido por el culo?

—No.

—Yo seré la primera.

—No.

—Oui, oui, Miguel.

Ahora Anna Báthory gemía en francés.

Era una meta—erótica, una tesitura de los tiempos, los años 80.

Con aparente inocencia y distancia le mete el dedo.

Él sospechó que no era la primera vez que ella lo hacía.

Uh.

Un poco de dolor. Ella actúa dominante e introduce hasta el primer nudillo, lo saca y lo introduce hasta la mitad.

Miguel Caride gime.

Desde esa noche se les vio pasear abrazados en Ginebra, sin siquiera hablar de amor.

 

3.

 

Su hija Alfonsina parece un fantasma.

¿Por qué Anna no le dijo nada en veinte años? ¿Veinte años? ¿Qué es esto?

Alfonsina Báthory pensó preguntarle por qué él no se quedó en Ginebra con su mamá.

Ahora fue él quien adivinó la pregunta y le dijo:

—Fuimos muy felices, Alfonsina.  Yo era libre.

—¿Qué es ser libre?

—Ser libre es saber que no tenemos un futuro espléndido en otra parte.

Ella sonrió dulcemente.

Miguel Caride pensó ahora preguntarle dónde estaba Anna.

—Es jefa de la biblioteca.

 Había una rara conexión telepática. Se adivinaban las mentes.

—Vamos.

—¿Dónde vamos?

—¡De fiesta!

Se pusieron los abrigos, subieron la escalera de quince peldaños y salieron al frío de Ginebra. 

—Llévame —dijo Alfonsina y le pasó su bicicleta.

—¿Segura?

Alfonsina era ágil y se sentó de un salto al manubrio.

Caride trató de equilibrarse, le faltaba experiencia.

Ella lo conducía verbalmente por una bicisenda.

—Vamos, papá, vamos...¿te olvidaste? A la izquierda..., ahora toma la derecha.

Miguel Caride adquirió vuelo y estabilidad y comenzó a rodar y pronto coordinó el pedaleo con la respiración. 

El pelo de Alfonsina caía sobre su rostro.

Con el silencio del pedal se sintió más positivo y juvenil. Alfonsina había logrado transmitirle su entusiasmo y su alegría.

Doblaron y la calle empezó a ir en bajada.

—¡Cuidado, papaaaaa, cuidado!

A Caride le entró uno de sus pelos en un ojo.

—Frena, freeeeena.

Una ciclista se cruza en la esquina.

Caride frenó y alcanzó a evitar la otra ciclista que se cruzaba en la bicisenda.

Entraron a una amplia galería de arte donde había una fiesta. Tocaba una banda rock y unos magos que jugaban con fuego:

Bebieron unos drinks y de pronto alguien dijo:

—La seguimos en el Molla.

Se subieron a las bicicletas en columna bulliciosa, mientras iban gritando: 

Olé, Olé, Olé.  

El eco rebotaba en las paredes de los edificios. Estacionaron sus bicicletas y entraron a un viejo caserón. Era la casa okupa Rhino  (acrónimo de  Retour des Habitants dans les Immeubles Non Occupés). Subieron por las escaleras angostas hasta la azotea. Era una fiesta de una colmena vintage de intelectuales jóvenes, una comunidad de diseñadores y artistas experimentales. En el transcurso de la noche apareció una banda de música balcánica que derivó en banda tropical y reggae.

4.

Miguel Caride despertó y pensó que había soñado. En la muralla de la pieza había una bandera argentina, unos mates y unas estatuillas de greda de Borges y Maradona abrazados como compadritos. Souvenirs de Buenos Aires. Estampitas del obeslico, mate y bombillas, un folclore kistch argentino. En un anaquel habían frasquitos de perfumes como los que vendía su padre en Buenos Aires.

Miguel Caride se levantó y corrió la cortina de una pequeña ventana circular. Estaba en un altillo de Ginebra. 

Algo bueno pasó en el decurso de esa larga noche, durante la fiesta juvenil, aunque no puede recordar con prolijidad. Se sintió joven, alegre, más liviano.

Alguien golpeó la puerta.

—¿Sí?

—¿Papá?

Entró Alfonsina en pijamas. Se vino a él y lo abrazó.

—¿Desayuno?

Cuando tomó el primer sorbo de café entró un grato calor del sol por la ventanilla.

—He vivido una cosa muy dulce, hija.

Tomó un sorbo de café y Miguel Caride se topó con un misterioso gesto que le puso la duda.

Referir lo que le ocurrió no es fácil.

 Ella se levantó y fue a la cocina. Miguel tardó un rato en comprender la importancia el gesto de Alfonsina. Cuando lo asimiló, le pareció insólito que no hubiera reparado antes.

Ella era una extraterrestre.

Miguel Caride, por un gesto inusual, estuvo seguro que Alfonsina era una replicante alienígena.

Se reclinó entelerido.

—¿Qué pasa, papá?

Ella podía leer su mente.

Se levantó y se acercó a la ventana y vio la ciudad inundada de luz azulina.

Se dio cuenta que cuando él se mueve, ella tiene más dificultades de leer su mente. Hay interferencias.

“Debo moverme o no pensar”

—Alfonsina, acompáñame al Cimetière des Rois.

4

Sus siluetas abrazadas bajaron caminado por la rue de la Synagogue. Pareciera que ella lo guiara, como si él estuviera en una oscuridad.

Cae la nieve sobre Ginebra.

El Cimetière des Rois  en su sencillez y decoro protestante estaba nevado y solitario.

El cementerio es austero.

A los muertos de Ginebra les ofende el lujo y la apariencia, pensó él.

—Están muertos, papá, le dijo cariñosa.

En la entrada había una capilla y en la muralla, un mapa. Caminan a la zona D y llegan a la tumba 735.

La piedra recubierta de hielo dice: Jorge Luis Borges. Debajo de un relieve de unos guerreros vikingos la frase “...and ne forhtedon nà” —”...no tener miedo”.

Dan una vuelta alrededor de la piedra. Allí se lee la frase de la Völsunga Saga en islandés: “Hanntekur sverðið Gram og leggurí meðal þeirrabert” —”Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”. Había un grabado de una nave vikinga, y bajo ésta una tercera inscripción: “De Ulrica a Javier Otálora”.

Miguel Caride dio un suspiro triste. 

Su hija Alfonsina está en silencio con las manos atrás, bella y erguida como un orgullo. 

"No debo ser paranoico", pensó Miguel Caride.

—Sé que aborreces los rituales —dijo Alfonsina.

Pensó que ella leyó su mente de modo levemente erróneo.

—La ironía es herencia de pueblos inteligentes, dijo ella dulcemente.

Alfonsina pensó: “me gustaría que me abrazara.”

Miguel Caride la abrazó. Ella estaba dichosa.

“Mi hija es un alíen.”


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