Era una mañana de frío invierno del año 2007. Salí del
Hotel Cornavin de Ginebra por la puerta de la esquina. La nieve le
otorgaba una azulina claridad a la ciudad.
Miss botas negras crepitaron en la nieve.
Hombres y mujeres caminaban abrigados por la nevada
costanera del lago Lemán.
Crucé el río Ródano por el Pont Mont-Blanc y llegué a
la Grand Rue, la empedrada peatonal de la Vieille Ville.
Entré a la cafetería Boreal Coffee Shop, bajé la escalera
de mármol de quince peldaños, me saqué mis guantes y mi gabán
de cuero y mi pañuelo de color caqui del cuello.
Pedí un café chocolate blanco, la nouvelle vogue du
café, la especialidad de la casa.
Bebí un sorbo.
De pronto, arriba, al final de la escalera de mármol
apareció una mujer bella, alta, curvilínea y joven —20 años— con
un corto vestido estampado de Suno fashion, con medias delgadas negras
y dos franjas de color intenso. Frente al fondo oscuro de la entrada, su
figura se presentó con ligereza. Con sus piernas largas, sus caderas
redondeadas poseía una gravidez sensual. Su pie derecho se apoyó en el
último escalón, el izquierdo se dispuso a dar el siguiente paso y se
bamboleó graciosamente en los quince escalones.
—¿Eres el pintor argentino, Miguel Caride? me preguntó.
Yo era un pintor conocido y, aunque no vivía en Ginebra, era inevitable que me
reconocieran en algunos lugares, pensé.
—Sí.
—Me llamo Alfonsina Báthory.
Ella bajó los ojos azules y mostró un maquillaje
oscuro. Agitó levemente su mano derecha y me saludó. Se sacó su
abrigo de lino azul. Saludó a todos los que estaban en la cafetería:
al mozo, al señor de la caja, saludó a los de la mesa de adelante y
de atrás. Es ginebrina, pensé.
—¿Alfonsina?
—Sí. Soy hija de Anna Báthory y tú eres mi padre.
—¿Eh?
—Sí. Nací el año 1987.
Ella sacó su iPhone y con su delgado dedo índice con
una uña pintada de negro, me apuntó una foto.
—Ahí estás tú y al lado está mi madre, Anna Báthory.
—Uf, suspiré. Estoy muy joven allí.
—Veinte años menos.
Habían pasado veinte años y yo me había olvidado de
tantas cosas.
Alfonsina dejó ver que tenía un tatuaje con mi
apellido en el brazo izquierdo: “Caride”. Y en el otro brazo decía:
“Argentina”.
—¿Me entiendes, Miguel?
Yo no sabía que decir.
—He tenido sueños, donde apareces tú. Miguel.
Pensé que la joven Alfonsina era irónica, lo que no es
raro en Ginebra.
Alfonsina le hizo un gesto al mozo y le bromeó por su
nuevo corte de pelo. Alfonsina era entretenida, imaginativa y ágil.
—Dame un chocolate blanco, por favor.
Se volvió hacia mí con la misma gracia:
—Hace unos días consulté al I Ching. Intuí que me
encontraría contigo.
Alfonsina cree en las coincidencias y el azar.
—Los acontecimientos están entrelazados.
Dudé, pues soy un argentino de mente analítica y mi edad
me arrastra a ser escéptico.
“Estoy en un programa de cámara indiscreta”, pensé.
—No, no estás en una cámara indiscreta —dijo Alfonsina.
“¿Cómo es posible que Alfonsina haya sabido que yo
estaba cavilando en eso?”
—Me sale espontáneamente —dijo Alfonsina.
Me echo atrás.
“Me lee la mente”.
Alfonsina me mostró unos dibujos en su iPhone.
Quedé atónito.
Alfonsina había dibujado mi núcleo familiar.
—Ahí están, papá, tus dos hermanas, tus dos sobrinos,
tu madre y tu padre.
—Mi padre era vendedor de frascos de perfumes.
—Por eso hueles bien. Mira, aquí está mi abuelo, el
mercader con sus frasquitos de fragancias vegetales.
Todo era cierto.
—Qué sorprendente.
Eran mapas audiovisuales de mis laberintos familiares. Fotografías
alteradas, animadas con música electrónica; hologramas, una especie de
árbol genealógico activado y en movimiento. A algunos de mis parientes
—vivos o muertos— los dibujaba más grandes, a otros más pequeños.
Alfonsina tomó esas fotos de mis contactos de las redes sociales. Reconstruyó
en pequeños comics, historielas genéticas de mi familia Caride en Buenos
Aires.
—¡Cuántas historias de mi familia, Alfonsina!
Alfonsina construyó un universo de historias paralelas
con las apariencias de mi familia argentina. Ella había armado una narrativa
Fashion—Pop. Su sangre argentina estaba resumida en unos comics digitales,
como un Aleph—Pop, aunque Alfonsina no había estado nunca en mi
país, Argentina.
Retrocedí un poco.
—Mamma mía, exclamé.
Sentí pena. Me bajó una rara sensación de querer llorar.
—Estudio audiovisual en la Haute école d’art et de
design de Ginebra —dijo ella.
—¿Qué es de Anna, Alfonsina? —dije.
—Mi mamá te amó. Cada cosa tuya permaneció en los
recuerdos de mi madre.
—Fue una relación muy breve, Alfonsina.
Yo me puse irremediablemente triste.
—Mi mamá siempre creyó que tú la vendrías a buscar para
ir a Argentina. Tú se lo dijiste.
—Sí, lo dije, pero como cordialidad.
—En el amor no existe la cordialidad.
“Una hija me enseña la diferencia entre amor y
cordialidad”, pensé.
—Entonces, de verdad, ¿soy tu padre?
—Sí, lo eres. Mira.
Me mostró un anillo que tenía en un alargado dedo de la mano derecha.
—Es el anillo que le regalaste a mi madre. ¿No?
—Uh.
—Es cierto, ¿no?
—Sí.
Quedé un momento en silencio.
—¿Te debo algo, Alfonsina?
—Sí, me debes.
—¿Qué te debo, Alfonsina?
—El deber paternal.
Alfonsina con graciosa vanagloria se puso a mi lado y tomó
una foto con su iPhone.
—Ahora estamos en el ciberespacio. Ya le mandé la foto a
mi mamá.
Estoy en un territorio emocional bárbaro.
Voy al baño. Pensé que había visto un fantasma.
Aunque tan corpóreo.
Me miro en el espejo y vuelvo a preguntarme:
¿Tan sensible?
Cuando vuelvo ella me dice:
—Siempre imaginé que eras un hombre de dos caras: uno duro
y uno dulce.
—¿Dos caras?
—Sí. Ahora dejaste tu cara dura en el baño.
Me quedo en silencio.
—Me hiciste falta cuando me gradué —dijo ella.
Me fragmenté.
—Cuéntame, entonces como fue, papá.
Por primera vez me llama papá.
—Fuimos muy felices con tu madre, Alfonsina.
—A ver, contáme.
—Hace veinte años, un día de junio de 1986, yo estaba en la
galería UnDeuxTrois de Ginebra montando mis pinturas para una exposición
cuando entró mi amigo, el pintor uruguayo, Liard.
—¡Murió Jorge Luis Borges, ché!
Liard entró a la galería con una chaqueta y un
sombrero de cuero negro de estilo neoyorquino y agregó:
—La noticia ya da vuelta el mundo.
—Ché, qué cagada.
—A unos pasos de aquí, Ché.
Fuimos a la catedral de Saint Pierre y en el ataúd de madera caoba y dejamos flores
blancas. Se oficiaron los ritos funerarios y salimos a la plazoleta de
adoquines de la catedral. Allí estaba tu mamá, Anna Báthory,
que vestía una faldilla estampada de flores, como las actrices de
cine italiano de la década del 50. Fuimos a beber un Martini. En el
bar brindamos por el difunto Borges. Hablé de todo con tu mamá, de Buenos
Aires y del Río de La Plata, de la tolerancia de Ginebra, de la finalidad
del arte ambiguo de los años 80, de mis volubles discursos del exilio
y el arte. Hablamos de ciertos asuntillos que estaban de moda: Blue Velvet
de David Lynch y Matador de Pedro Almodóvar. Tu mamá mencionó a Anaïs Nin,
a Virginia Woolf y a Simone de Beauvoir. También mencionó a Alfonsina Storni.
Desde esa noche paseamos abrazados en Ginebra.
Alfonsina Báthory pensó preguntarme por qué yo no me
quedé en Ginebra con su mamá.
Ahora fui yo quien adivinó la pregunta y le dije:
—Fuimos muy felices, Alfonsina. Yo era libre.
—¿Qué es ser libre?
—Ser libre es saber que no tenemos un futuro espléndido
en otra parte.
Ella sonrió dulcemente.
Pensé ahora preguntarle dónde estaba Anna.
—Es jefa de la biblioteca.
Extraño. Había una rara conexión telepática. Nos
adivinábamos las mentes.
—Vamos, dijo Alfonsina.
—¿Dónde vamos?
—¡De fiesta!
Nos pusimos los abrigos, subimos la escalera de quince
peldaños y salimos al frío de Ginebra.
—Llévame —dijo Alfonsina y me pasó su bicicleta.
—¿Segura?
Alfonsina era ágil y se sentó de un salto al manubrio.
Trate de equilibrarme, me faltaba experiencia.
Ella me condujo verbalmente por una bicisenda.
—Vamos, papá, vamos... A la izquierda..., ahora toma la
derecha.
Adquirimos vuelo y estabilidad y comenzamos a rodar y
pronto coordiné el pedaleo con la respiración.
El pelo de Alfonsina caía sobre mi rostro.
Con el pedaleo me sentí juvenil.
Alfonsina logró transmitirme su entusiasmo y su alegría.
Doblamos y la calle empezó a ir en bajada.
—¡Cuidado, papaaaaa, cuidado!
Me entró uno de sus pelos en un ojo.
—Frena, freeeeena.
Una ciclista se cruza en la esquina.
Frené. Alcancé a evitar al ciclista que se cruzaba en
la bicisenda.
Entramos a una amplia galería de arte donde había una
fiesta.
Tocaba una banda rock y unos magos que jugaban con fuego:
Bebimos unos drinks y de pronto alguien dijo:
—La seguimos en el Molla.
Nos subimos a las bicicletas en columna bulliciosa, mientras
cantaban:
Olé, Olé, Olé.
El eco rebotaba en las paredes de los edificios.
Estacionamos las bicicletas y entramos a un viejo caserón. Era la casa
okupa Rhino (acrónimo de Retour des Habitants dans les Immeubles Non
Occupés). Subimos por las escaleras angostas hasta la azotea. Era una
fiesta de una colmena vintage de intelectuales jóvenes, una comunidad de
diseñadores y artistas experimentales.
Una banda de música balcánica derivó en banda tropical
y reggae.
Así al otro día desperté y pensé que había soñado. Estaba en
el pequeño estudio de Alfonsina. En la muralla de la pieza había una
bandera argentina, unos mates y unas estatuillas de greda de Borges y
Maradona abrazados como compadritos. Souvenirs de Buenos Aires. Estampitas
del obelisco, mate y bombillas, un folclore kistch argentino. En
un anaquel habían frasquitos de perfumes como los que vendía mi padre
en Buenos Aires.
Me levanté y corrí la cortina de una pequeña ventana
circular. Estaba en un altillo de Ginebra.
Durante la fiesta juvenil me sentí joven, alegre,
más liviano.
Alfonsina golpeó la puerta.
—¿Sí?
—¿Papá?
Entró Alfonsina.
—¿Desayuno?
Tomé el primer sorbo de café y entra un grato calor del
sol por la ventanilla.
—He vivido una cosa muy alegre, hija.
Tomé un sorbo de café y me topé con un misterioso gesto.
Referir lo que le ocurrió no me es fácil.
Ella se levantó y fue a la pequeña cocina. Tardé un rato en comprender
la importancia en el gesto de Alfonsina. Cuando lo asimiló, me pareció
insólito que no hubiera reparado antes.
Ella era una extraterrestre.
Por un gesto inusual, estuve seguro que Alfonsina era
una replicante alienígena.
Me reclinó entelerido.
—¿Qué pasa, papá?
Ella podía leer mi mente.
Me acerqué a la ventana y vi la ciudad inundada de luz
azulina.
Me di cuenta que cuando me muevo, ella tiene más
dificultades de leer mi mente. Hay interferencias.
“Debo moverme o no pensar”
—Alfonsina, acompáñame al Cimetière des Rois, le dije.
Bajamos caminado por la rue de la Synagogue. Parece
que ella me guiara, como si él estuviera en una oscuridad.
Cae nieve sobre Ginebra.
El Cimetière des Rois en su sencillez y decoro
protestante estaba nevado y solitario.
El cementerio es austero.
Caminamos a la zona D y llegan a la tumba 735.
La piedra recubierta de hielo dice: Jorge Luis Borges.
Debajo de un relieve de unos guerreros vikingos la frase “...and ne
forhtedon nà” —”...no tener miedo”.
Damos una vuelta alrededor de la piedra.
Di un suspiro triste. No tener miedo.
Mi hija Alfonsina está en silencio con las manos atrás,
bella y erguida como un orgullo.
—Sé que aborreces los rituales —dijo Alfonsina.
Ella lee mi mente, aunque de modo levemente erróneo.
Sentí que Alfonsina pensó: “me gustaría que me abrazara.”
Entonces, por primera vez, la abracé.
Ella lloró.
“Mi hija es un alíen”, pensé.
También es una amapola, un lirio, una violeta, una selva,
una ola.
Eso pensé.
¿Esto es ser padre?
Sentí que en mi alma se abría una grieta, como un viento bravo
que vaga dentro de mí.
Eso sentí con su cálido abrazo, al sentir su mano y sus dedos largos que me acarician el rostro mientras ella llora.
Cuento publicado en el libro Asesinato en Copenhague, Mago Editores.

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