No sé a ustedes, pero a mí, a veces La Alameda, la principal avenida de Santiago, me produce profunda nostalgia de amor y de odio. Tantas veces que he caminado por ella. ¿Qué le voy a hacer, si yo nací en Santiago? Me subo en la máquina del tiempo, a ese túnel del pasado que soñamos, y recuerdo que el origen de La Alameda fue un cauce del río Mapocho, un torrente cordillerano.
Pedro de Valdivia y su novia
amada, Inés Suárez, la única dama española presente allí, llegaron a un lugar donde el río se dividía en dos brazos. Por un lado, el pedregoso Mapocho.
Del otro brazo, y por su hondura de poca agua, Valdivia se arregló su bigote y perilla y dijo:
—Parece una cañada.
Y como era perspicaz y de pocas palabras, la bautizó como La Cañada.
El martes 12 febrero de 1541, Valdivia, -hombre de espada y no de palabras-, para tener mejor vista subió a una ladera del cerro Huelén (o Güelen, Ave dolida), un triste peñón de 70 metros de altura.
(Ya había un grafiti en una roca del peñón que decía: “Paco estuvo aquí”.)
Se volvió a acariciar su bigote y perilla y desde arriba Valdivia apuntó con el dedo a la isla de entre ríos y dijo lacónicamente:
—Aquí.
A ese gesto le llaman hoy los historiadores La Fundación de Santiago.
Valdivia concedió tierras a su tropa, como si fuesen suyas.
El alarife o albañil Pedro de Gamboa fue el director de obras; al hombre le decían el tuerto, por el mal hábito de los españoles de motejar por defectos físicos.
El tuerto tiró tiza con un cordel en el suelo la disposición de las calles.
No hizo mucho más y los vecinos le pagaron el servicio apenas con chuchoca.
Con el sistema bahareque, cañabrava y barro, construyeron un caserío.
Los canales de agua los habían construido con anterioridad los incas, que para eso los incas eran expertos en hidráulica y tenían tecnología de punta.
Los conquistadores tampoco tuvieron interés en ponerle nombre a las calles.
Las nombraban apuntando con el dedo, de acuerdo a como inscribieron los títulos de dominios de los solares:
—Esa es la calle de mi capitán…
o
—Esa es la calle del vecino tuerto.
Muchos años después, en 1553, el capitán Pedro de Valdivia, atado a un mástil por los líderes mapuches Caupolicán y Lautaro, antes de morir, no tuvo la oportunidad de arreglarse el bigote y la perilla, como aquella tarde remota en que fundó Santiago, cuando dijo "Aquí".
Durante siglos La Cañada fue un tajo en la pesada noche colonial.
La Cañada de aguas cristalinas se transformó en un mierdal.
Digamos las cosas como son.
La linda cañada ahora era un basurero, un lugar inhóspito donde acuchillaban a la gente.
Por el lado sur de La Cañada se instalaron los monasterios de los curitas para aplicar a los indios el “yugo suave del evangelio”:
El lote de San Juan de Dios.
Después, el grupito del santo de los pobres, San Francisco.
Después, los maestros de los pobres, los Jesuitas.
Más allá las quintas o chacras de los Ugarte, los Gálvez, los Vergara.
Mientras, en La Cañada se refugiaban los bribones.
Había una inseguridad horrible y era centro de pendencia.
No se podía andar por la noche. (Tal como ahora)
Hubo ordenanzas de aseo y ornato, que nadie cumplía.
Mientras, la elite se divertía en subir el peñasco del Santa Lucia, que ya estaba lleno de grafitis, algunos groseros como “A Paco le gusta la polla”.
Se divertían también con el rosario y sus letanías. Eran devotos de la Virgen de la Merced, y sus santos tiesos y vírgenes mal dibujadas.
Santiago era un villorrio feo y sin arte.
No había artistas, ni músicos, ni poetas.
Además, eran malos para la cama, (según un poema del poeta Diego Maqueira).
Sin eros, los pecadillos de la carne eran sancionados a palos.
En la colonia patriarcal, los rígidos católicos creían que una infidelidad o una placentera cachita extra matrimonial era un delito.
En la independencia, el general Bernardo O’Higgins se cepilló las anchas patillas que usaban los varones emprendidos y dijo:
—Patriotas, me inspira tristeza que los vecinos no tengan donde juntarse.
Entonces ordenó la remodelación de La Cañada.
—Limpien esa mierda, ordenó y firmó un decreto en 1818.
Entonces, aparecieron los primeros paisajistas en Santiago.
¿Qué hicieron?
Emparejaron el terreno, tiraron tiza con un cordel y colocaron cuatro filas de álamos inmigrantes, traídos desde Mendoza.
El bueno de O´Higgins se cepillaba sus anchas patillas todos los días y salía a mirar como iba el avance de las obras del parque.
¿Cómo la llamó?
—Se llamará La Alameda.
Obvio, si habían plantado álamos mendocinos.
Pero, los álamos se demoran en crecer.
Los 40 mil santiaguinos siguieron dormitando.
La revolución de la independencia que tantas esperanzas alimentó, cuyo fin era la emancipación y la realización de las ideas más soberbias que puede abrigar el ser humano, se deshizo en revueltas, corrupciones y esas cosas.
El peso de la noche se prolongó.
La prosperidad en Santiago no existía.
A la vista de todos, en el verano, La Alameda se llenaba de polvo.
En el invierno, barro.
Si no sabían ni pavimentar.
¿Quiénes era los más felices en Santiago?
Los tontos.
Siempre preocupados del orden de precedencia en los actos oficiales.
Los tontos eran los hombres más felices.
Recordemos que ciertos talentos que pisaron la ciudad, ciertos genios, fueron considerados maléficos por los santiaguinos.
Andrés Bello, Mauricio Rugendas, Claudio Grey.
Los talentos, los genios, fueron plantas exóticas que no se aclimataron.
Pasó una década, dos décadas, muchas décadas.
La Alameda hacia el sur aún no tenía ni calles ni veredas.
La vida de Santiago seguía siendo fea.
Aunque los tontos caminaban con aire de galán entre la basura y las aguas servidas.
Las estadísticas indicaban que la mortalidad en Santiago era alta, solo comparado con ciudades de África.
El tonto no lo sabía, ni le importaba.
Se seguía aburriendo con las homilías de obispos.
Después de siglos, la revolución de La Alameda la vislumbró Vicuña Mackenna, un hombre de gran mostacho como se usaban en París. Había visto en Europa, durante su exilio, las nuevas ciudades, con luces, con telefonía. Cuando retornó a Santiago, el tonto le decía "el retornado".
El retornado pensó un plan de urbanización cuando lo nombraron Intendente.
Al cerro Santa Lucía, (otro vertedero), lo convirtió en parque.
Hacia fines del siglo XIX los tecnólogos urbanistas aplicaron un plan.
Comenzó la urbanización con la especulación de los terrenos, lotearon las quintas de las familias.
Así a La Alameda abrieron las calles República, España, Lord Cochrane.
La Alameda tuvo sus cuatro cuadras con residencias al estilo de petit hotel parisino donde vivía la “gente decorosa.” Barrio segregado: "europeo", civilizado, protegido.
Casas remedo pompeyano, tudor, gótico, románico, turco, siamés, morisco, lo que sea. Sus salones bautizados según el color de su empapelado: azul, rosado, verde, amarillo.
El material de construcción era adobe y teja, cubiertas con una capa de yeso y columnas falsas; ilusorias igual que las cariátides y otros adornillos.
Todo era falso: la fachada quizás de ladrillo, pero las habitaciones eran de tabique de madera, adobillo y estucado de yeso o lodo.
Por eso, los falsos palacetes de La Alameda estaban llenos de parásitos: chinches, piojos y pulgas. El enemigo interno de la oligarquía.
El peligro externo de la oligarquía era el pueblo de Santiago: los trabajadores, las mujeres y campesinos inmigrantes, que ya ocupaban todos los días La Alameda.
A fin de siglo XIX, Santiago tenía ya 320 mil habitantes.
Para la oligarquía, eran el alboroto, la juerga, la chingana, el puterío, la taberna, la chicha, el poncho y la resistencia política.
La oligarquía intuía que ese pueblo algún día cambiaría la historia.
Aunque ese ya es otro cuento.
Imagen: SantiagoNostálgico