Anoche estuve en una comida muy agradable en la casa del embajador de Finlandia, Ivo Salmi y señora, a quienes, por lo demás, agradezco la gentileza de invitarme.
Era una comida en homenaje a Matti Brotherus, de viaje en Chile.
Matti es traductor del español al finés. Un ser muy espontáneo que vale la pena conocer. Ha traducido a José Donoso, Luis Sepúlveda, García Márquez, Neruda, Mario Vargas Llosa y un largo etcetéra. En esa comida estaban los escritores Skármeta, Edwards, Cámeron, y Marchant. Estaban los periodistas Pablo Guerrero de El Mercurio y Pablo Marín de La Tercera.
Matti es traductor del español al finés. Un ser muy espontáneo que vale la pena conocer. Ha traducido a José Donoso, Luis Sepúlveda, García Márquez, Neruda, Mario Vargas Llosa y un largo etcetéra. En esa comida estaban los escritores Skármeta, Edwards, Cámeron, y Marchant. Estaban los periodistas Pablo Guerrero de El Mercurio y Pablo Marín de La Tercera.
Estaban también Sergio Badilla y su señora Rita, pues otro de los motivos del encuentro era dar conocer que el poeta Badilla está invitado este año a la Reunión Internacional de escritores de Lahti, el más importante festival literario del país. La Reunión Internacional de Escritores se organiza anualmente en los hermosos parajes de la Mansión de Mukkula en Lahti, justo los días antes del San Juan. Esta reunión forma un punto de encuentro para escritores de todos los países del mundo para intercambiar opiniones sobre literatura y para discutir el papel de su arte en el mundo moderno.
El embajador anunció que luchará para que esta práctica de invitar a un chileno o chilena cada año se mantenga.
Mientras probábamos ostiones al ajillo, le recordé a Antonio Skármeta, lo bueno que era para cantar boleros. No cantamos boleros anoche. Pero sí lo hizo aquella primera vez que nos vimos en el Malmö de mi exilio. Antonio vivía su exilio en Berlín, acababa de filmar su película Ardiente Paciencia, con una jovencísima Marcela Osorio. Con los hermanos Juan y Guillermo Moya lo invitamos a presentar su película en Malmö. Luego hubo una alegre fiesta en la casa latinoamericana donde Antonio brilló con sus canciones acompañadas de los hermanos Moya.
El embajador anunció que luchará para que esta práctica de invitar a un chileno o chilena cada año se mantenga.
Mientras probábamos ostiones al ajillo, le recordé a Antonio Skármeta, lo bueno que era para cantar boleros. No cantamos boleros anoche. Pero sí lo hizo aquella primera vez que nos vimos en el Malmö de mi exilio. Antonio vivía su exilio en Berlín, acababa de filmar su película Ardiente Paciencia, con una jovencísima Marcela Osorio. Con los hermanos Juan y Guillermo Moya lo invitamos a presentar su película en Malmö. Luego hubo una alegre fiesta en la casa latinoamericana donde Antonio brilló con sus canciones acompañadas de los hermanos Moya.
Sobre literatura finlandesa vean mi versión de un cuento de Rosa Liksom, una escritora que a mi me gusta mucho
Bellos tiempos, aunque fuera por allá...
ResponderBorrarNo sabía que Antonio también cantaba boleros, pero sí recuerdo esa bella canción de AP, una donde decía "mentía que bien mentía puesto que se fue"... y también habla de los invitados de una fiesta donde "se apaga la última vela". Una preciosa canción...me gustaría saber quien la compuso, si ha sido grabada, etc.
Sabes algo?
Sí, bellos, a veces la nostalgia es lunática.
ResponderBorrarEsa canción, mmm, no.
voy a averiguar...
Oiga Don Omar ayudeme con la difusion de la nominacion de Rodrigo Salinas al Altazor, yo no puedo votar pero creo que deberiamos unirnos todos y empezar a difundir la noticia de su postulacion al menos a traves de nuestros blogs o sitios respectivos. Es hora que los amantes del comics chilenostiremos todos para el mismo lado ¿le parece?
ResponderBorrarEstimado Diego:
ResponderBorrarEn ese caso deberías informar algunas cosillas. No sé como funciona eltema de Alatazor. No sé quien nómina y no se quien vota, ni quien elegió a los que votan.
Omar
ResponderBorrarMira este artículo sobre el bolero d e la revista Ñ,
saludos
MUSICA
El bolero sigue de ronda
Como el jazz y el tango, el bolero se forjó de noche. Pasiones arrebatadoras, traición y desdichas se unen en su universo. Aquí, las claves del género, desde el siglo XIX hasta el boom de Luis Miguel; la historia oculta de temas antológicos y la opinión de Alejandro Viola, cantante de Los amados, para quien aún hoy, más allá de la ingenuidad y lo kitsch, esta música encarna "el vértigo del amor tanto para el intelectual como para el hijo de la vecina".
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GUSTAVO VARELA.
cultural@clarin.com
En el norte, el lamento del esclavo en los campos de algodón compone el jazz; en el sur, la desfachatez del inmigrante se hace tango, erótico y bastardo; en Centroamérica, donde todo es sol y playas y luna brillante, un sastre mulato llamado Pepe Sánchez, escribe en Santiago de Cuba "Tristezas", el primer bolero.
En los tres casi la misma historia: música popular, nacida en el margen, con músicos con oído y no con cultura, que explota con furia en los años 30 y 40 e inunda los salones, los fonógrafos y las radios y entonces, las casas y la vida burguesa. Y en los tres, la condena: el jazz, música impura; el tango, soez y guarango; y el bolero, cursi.
"Soy ridículamente cursi y me encanta serlo, porque la mía es una sinceridad que otros rehúyen... ridículamente. Cualquiera que es romántico tiene un fino sentido de lo cursi y no desecharlo es una posición de inteligencia", dijo alguna vez Agustín Lara, el Lucero mexicano de la constelación del bolero. Cantarle al amor en los tiempos modernos es cursi, un falso refinamiento para un mundo que tiene otras elegancias. Porque la modernidad habla de progreso y de economía y de fábricas, una vida que circula entre números y que impone lo útil como criterio ético. El bolero, no: se detiene en el beso, en la mirada, en los celos, en las formas que toma el amor en el hombre común. Y el amor es inútil, improductivo, produce sueños que no se cumplen, espera, melancolía, postración. El bolero (como el tango o el jazz) es noctámbulo y sensible y se desarrolla y crece en un mundo que se edifica de día y con inteligencia lucrativa.
Entonces, sus canciones suenan viejas, a destiempo del ritmo y la melodía que ofrece el mundo, son voces fugitivas de otra época. ¿De cuál? El amor hecho canción tiene su raíz en los trovadores. Ahí hace pie el bolero sin saberlo, en el amor cortés, en pleno medioevo, en la voz del juglar que llega hasta la dama para hacerla objeto de su poesía cantada. "Hace mil años se lo llamaba fin amour —dice Tomás Abraham en su libro La guerra del amor—, amor refinado, depurado. No era la primera vez que a un hombre se le ocurría amar a una mujer, pero sí la primera vez en que la mujer se convertía en objeto de preocupación".
El amor se llena de palabras galantes, de promesas, de melodías para ser dichas. Claro que a fines del XIX son otros los trovadores y otro el paisaje. Pero la forma de enunciar el amor queda sellada en el año mil y explota en la canción popular a través de las serenatas que Pepe Sánchez brinda a las mujeres en la noche de Santiago de Cuba, entre playas y luna sobre el mar. Allí nace, en la mezcla del bolero español con los ritmos afroantillanos, guitarra y percusión, y una voz cadenciosa que dice: "Tristezas me dan tus quejas, mujer /profundo dolor, que dudes de mí. No hay prueba de amor que deje entrever/cuánto sufro y padezco por ti..." ("Tristezas", 1883).
La canción se expande: primero en la isla de Cuba, a través de Alberto Villalón, que presentó en La Habana, en 1906, un espectáculo musical llamado El triunfo del bolero, una expresión profética que en pocos años iba a cumplirse. Luego, en los barcos que circulan por el mar de las Antillas, llega a México y a Puerto Rico. Más tarde, con la radio y el cine, a toda América. El bolero gesta su larva en la isla y expande su infección a través de los compositores mexicanos. Allí crece, se hace fértil, se universaliza.
"Soy cursi y me encanta"
Agustín Lara (1897-1970) se crió musicalmente en los prostíbulos. Allí tocaba el piano, acompañaba a cantantes, componía, se enamoraba y enamoraba hasta la violencia. Una cicatriz le atravesaba la cara: una mujer, en un ataque de celos, le arrojó una botella y lo marcó para siempre. Le gustaba decir que había nacido en Veracruz y no en la ciudad de México; nadie sabe si realmente participó de la Revolución Mexicana al lado de Pancho Villa, si es cierto que estuvo una temporada en la cárcel o si es verdad que recibió dos balazos en una de sus piernas. Se casó nueve veces, una de ellas con María Félix, bella, "tan bella que hasta duele" dirá Jean Cocteau. Le compuso "María Bonita" y "Humo en los ojos" ("Humo en los ojos, cuando te fuiste, cuando dijiste, muerta de angustia, ya volveré. Humo en los ojos, cuando volviste, cuando me viste antes que nadie, no sé por qué...") y "Palabras de mujer" ("... como una sombra iré, perfumaré tu inspiración y junto a ti también, estaré en el dolor") y "Noche de ronda".
El Ministerio de Educación mexicano prohibió sus canciones en los años 30 y la Liga de la Decencia, diez años más tarde, censuró algunos de sus temas por considerarlos inmorales. A pesar de las prohibiciones oficiales, a pesar de su aspecto frágil y gastado, Lara seguía escribiendo y brillaba, no sólo en México sino en todo el mundo de habla hispana.
Y es que el bolero recibe su carta de ciudadanía a través de sus composiciones. O, en todo caso, le injerta a la planta cubana un gajo definitivo: porque lo tuerce, lo hace más secreto y menos rítmico, mezcla de poesía modernista y canto romántico; cursi, como entiende el amor el ama de casa, pero revestido de formas puras. Un sello definitivo para el bolero, no sólo porque le da la forma musical conocida sino porque la pasión amorosa encuentra su dicción definitiva, su manera de ser expresada, un lenguaje propio que reúne la belleza poética y la sensiblería amorosa.
Desde entonces el bolero es abstracción y complejidad literaria y retórica; y a la vez, epidermis afectiva, ternura exagerada, una forma elemental de decir el amor. Lo que cantan por entonces Toña la Negra o Pedro Vargas, también mexicanos igual que él: la primera, potente y tórrida, que habla y silba y canta con profundidad lírica. Vargas, uno de sus favoritos, voz de tenor, fuerte y a la vez íntima, un nómade que lleva el bolero por el mundo. Todos lo grabaron: Elvira Ríos, el trío Los Panchos, Juan Arvizu, José Mojica, Olga Guillot, Lucho Gatica, los mejores intérpretes del bolero. Y también Frank Sinatra, Plácido Domingo, Caetano Veloso, Chavela Vargas.
Sus casi 200 composiciones escritas y cantadas tantas veces abonaron el suelo mexicano a tiempo de bolero. En tierra azteca el cubano Bola de Nieve cantó por primera vez; Rafael Hernández, portorriqueño, tan colosal en su país como Lara, compuso buena parte de sus boleros mientras vivió en México; y Daniel Riolobos, de lo mejor de la cosecha argentina, eligió aquella tierra para que lo encontrara la muerte. Su presencia inauguró una dinastía que todavía mantiene a México como la geografía necesaria y natural para el bolero. Vendrían con él otros autores: María Grever, enorme, aquella de "Cuando vuelva a tu lado", "Júrame" o "Piensa en mí"; Roberto Cantoral ("El reloj", "La barca"); y más acá en el tiempo, Armando Manzanero ("Esta tarde vi llover", "Contigo aprendí", "No sé tú").
"Soy un ingrediente nacional como el tequila", dice Lara de sí mismo, sobre el final de su vida. Y agrega, irónico, después de tanta poesía: "Soy ridículamente cursi y me encanta serlo".
El amor con mayúsculas
Todo el bolero es una larga confesión de amor, una intimidad revelada, expuesta. Es lo profundo de una pasión singular llevada a la superficie y hecha canción. Es un yo que dice, que se arrepiente, que sufre, que extraña, que se ofrece. Sin embargo, sus letras trascienden las fronteras de la confesión individual y se insertan en la sensibilidad de cualquiera que escucha, en un verso, reflejada su propia historia. Pero, ¿existe una experiencia universal del amor? ¿Todos los hombres aman de la misma manera? Tendemos a decir que no, que las pasiones son relativas a cada uno o, en todo caso, a cada cultura.
El bolero habla de una pureza de los sentimientos que parece no coincidir con la realidad de una relación. Porque el amor puesto en el mundo es tenso, conflictivo, muchas veces ambiguo, capaz de producir encierro, tedio o resentimiento.
A lo largo del siglo XX, las razones que justifican los vínculos amorosos están más cerca del complejo de Edipo que del abrazo sincero. En este sentido, el amor real, el de todos los días, pareciera transitar más por el barro que por las nubes. El bolero, en cambio, a pesar de componer desdichas, desengaños, abandonos, indiferencia, lleva como fondo un universo platónico en el que la idea del amor siempre se escribe con mayúsculas. Por ello sus letras están atravesadas por una exaltación casi ingenua, una forma de decir que pareciera perder la realidad: si "te has convertido en parte de mi alma", si te espero, "aunque la luz del sol se esté apagando", si cada encuentro supone un para siempre, el amor es una experiencia universal y está más cerca de los dioses que de los hombres...
Así, el bolero traza una ética propia: el destino del amor es su realización plena, sin ambigüedades ni fisuras. La palabra felicidad transita impunemente por sus letras y la naturaleza entera se tuerce para celebrar el cuerpo de la mujer o la geografía del primer beso. El bien se escribe en la sinceridad del sentimiento, en una verdad amorosa que abraza toda la existencia, lo que fue y lo que ha de ser. Incluso la desdicha por la pérdida de un amor es una excusa para seguir amando lo que ya no está. Por ello la memoria es el consuelo del enamorado, porque la pasión es la misma a pesar de la ausencia. Y el bolero canta el lamento de un abandono como una forma de permanecer en el amor. Eterno, infinito, nuevamente; aquel que recuerda y canta sus desgracias de amor, sigue amando lo mismo, cada vez más: "Tú no comprendes que yo no puedo vivir sin ti. Tú no comprendes que sólo vivo pensando en ti" ("Tú no comprendes", Rafael Hernández). "Como una sombra iré, perfumaré tu inspiración, y junto a ti estaré, también en tu dolor. Aunque no quieras tú, ni quiera yo, lo quiso Dios, hasta la eternidad, te seguiré mi amor" ("Palabras de mujer", Agustín Lara)
En esta ética que el bolero establece, el mal no es el dolor ni el sufrimiento ni la desdicha; es el olvido: "Prométeme que aunque vivas muy lejos, siquiera mis besos recordarás..." ("Olvídame", Roberto Cole). El amante abandonado tiene como consuelo que no han de olvidarlo, que seguirá siendo en el otro a pesar de que la relación se haya terminado. A veces como un deseo, otras como una esperanza en medio de la desdicha. Y muchas, como una forma de revancha que el mismo amor se encarga de provocar. Un abrazo, un beso, una calle, en cualquier momento lo que parecía olvidado se hace presente y aquello que fue, vuelve a ser: "Pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás, sabor a mí" ("Sabor a mí", Alvaro Carrillo). Otra vez, desmintiendo la experiencia cotidiana, predicados de un amor infinito que el bolero escribe en todas sus formas.
El bolero en la Argentina
A lo largo de su historia, el bolero en la Argentina ha vivido como en un exilio continuo. O bien porque sus compositores o intérpretes encontraron su reconocimiento en el exterior; o bien, porque fue postergado, primero por el tango y luego por la llamada "nueva ola" (la canción, el rock y sus derivados). A pesar de los autores, de las voces, a pesar de haber recibido en sus escenarios a los mejores cantantes del exterior, el bolero se ha mantenido en un segundo plano, en un margen en el que se reunía, en los primeros años con el jazz y luego, con la canción melódica.
Son pocos los que recuerdan los nombres de Leo Marini o de Gregorio Barrios o de Fernando Torres; casi nadie sabe que Agustín Lara estuvo en Buenos Aires y que fue aquí donde compuso aquello de "Solamente una vez amé en la vida..." para que la estrenara José Mojica, también en Buenos Aires. O que Bola de Nieve (un descubrimiento de los últimos años, más arqueológico que musical) permaneció bastante tiempo en la Argentina; o que Juan Arvizu, aquel que cantó por primera vez las composiciones de Agustín Lara, vivió aquí cerca de veinte años. Es que en los años 30 y 40 el bolero quedaba opacado por el tango y entonces son otros nombres y otras historias las que se recuerdan. (Tal vez una de las razones de esta opacidad sea que el bolero tiene una ingenuidad para expresar la pasión amorosa que el tango no tiene. Este es más desconfiado, menos "débil". En la confesión del bolero hay entrega; en la reflexión del tango, advertencia).
Sin embargo, ambos géneros encontraron puentes de reunión: o bien porque el tango se "aboleró" en su ritmo y en su manera de cantarlo; o bien porque los intérpretes y autores cruzaron la calle, para habitar transitoriamente en la otra vereda. Pedro Vargas grabó con Osvaldo Fresedo y Daniel Riolobos con Astor Piazzolla; Charlo, José María Contursi, Enrique Cadícamo o Enrique Mario Francini compusieron boleros. Pero tal vez, el caso más paradigmático haya sido el de los hermanos Expósito, Virgilio y Homero, que compusieron "Vete de mí", un bolero inexacto, que se hizo universal en la voz lunática de Bola de Nieve.
Buena parte de una mayor expansión tiene que ver con el desarrollo del cine mexicano de aquellos años, impulsado y promocionado fuertemente por la industria cinematográfica estadounidense con el fin de competir, en el mercado hispano, con el enorme cine argentino. Entonces, se escuchaba a autores e intérpretes mexicanos, que más tarde grabaron tangos a ritmo de bolero o a Libertad Lamarque, cantando las canciones de María Grever. En los 50, el dueño de la composición romántica argentina es Mario Clavel, también un trotamundos: "Somos dos seres en uno que amando se mueren..." escribe en "Somos" y lo graban el trío Los Panchos y Elvira Ríos y Eydie Gormé.
Con la llegada de la "nueva ola", el bolero era la música que, en los bailes, hacía que se bajara la luz. Los cuerpos se abrazaban, igual que en el tango, pero la cadencia rítmica y la poesía los reunían de otro modo, en el murmullo, en las mejillas que se rozaban, en la confesión de amor. Por entonces, Armando Manzanero vuelve a revivir lo que parecía tener destino de marchitarse. Y Chico Novarro abre su cantera romántica, para que Olga Guillot o Tito Rodríguez o Roberto Yanés o Lucho Gatica graben sus boleros por toda América.
Al lado de la fiebre de movimiento y rocanrol que comienza en los 70, se acopla la balada romántica (Sandro, Raphael, Leonardo Favio, Nino Bravo) y el bolero parece quedar sepultado o al menos transmutado en otra forma. Van a ser años de refugio, de voces aisladas, de resistencia. Daniel Riolobos canta "Cuenta conmigo" (un zafiro de Chico Novarro) y gana el festival de la OTI; María Martha Serra Lima lo vuelve a poner en escena mientras Dany Martin seguía labrando y Eladia Blázquez componía y el "gordo" Porcel cantaba boleros en su programa de televisión.
Hasta que en 1992 Luis Miguel graba su Romance, más por un asunto comercial que por un rescate intencionado del género, y el bolero explota otra vez, no sólo en la Argentina (donde vende más de un millón de copias) sino en todo el mundo. Y lo canta como nadie, no sólo por la amplitud de su registro. Luis Miguel posee una condición que sólo algunos cantantes tienen: su voz armoniosa y continua, en algunos momentos, se quiebra, como si tuviera una fisura, un lamento, un punto de fuga por donde ingresa todo el dramatismo y la fuerza que tiene la canción (son muy pocos los que tienen esta particularidad sonora: en el tango, Libertad Lamarque; en el rock, Robert Plant o Janis Joplin).
Más allá de las razones, el bolero reverdece y se hace rizoma en espectáculos, en otros discos, en publicaciones. Los tres Romances que grabó Luis Miguel fueron una necesidad histórica para el género porque rescataron del olvido lo que tenía destino de ser archivo. No el amor, que siempre encuentra un cause sonoro para ser dicho. Sino el bolero, cursi, inactual, sensiblero. Y, según parece, interminable.
G. Varela es profesor de filosofía y músico.