Escuchen bien. Les contaré algo de una era en que yo era muy feliz.
Era el verano del 91. Por cuestiones de trabajo, como guionista de un film, llegué a Sofía, una de las capitales más verdes de Europa. Me alojé en un pequeño hotel, en las faldas de la cordillera Vitosha.
Un día pasé unas horas en el Café Praga con una amiga búlgara, una actriz levemente traviesa. Qué locura. Recuerdo el vivo zumbido en esa colmena de jóvenes sofiotas, que así se llaman los nacidos en Sofía. Sus emotivos sueños de un nuevo país. Había comenzado la transición desde la dictadura comunista. Como en todas las transiciones, las nuevas generaciones deliran en los bares filosofías sobre la Sociedad del Porvenir.
Más tarde paseo con la traviesa actriz por un bulevar cerca de la Galería Nacional de Arte. Lo lindo que es pasear de esa manera con una amiga levemente traviesa mientras me enseña el alfabeto búlgaro.
Entonces, en un momento ella guarda silencio.
Todos los sofiotas guardan silencio.
Ahora te pido, amigo lector, un poco de atención.
Era el instante histórico en que por primera vez en décadas doblan las campanas de las iglesias en Sofia.
Allí los repiques de las campanas de la iglesia rusa atraviesan el aire:
¡Tolón, tolón!
Más allá doblan las doce campanas de la catedral San Alejandro Nevski:
¡Talán, talán!
Sé que ustedes son muy jóvenes y les costará imaginar que, en una ciudad llena de iglesias, por décadas estuvo prohibido tocar las campanas bajo la dictadura comunista.
Por la noche ceno con el fotógrafo Ricardo Arroyo en un restaurant central. Luego en un taxi vamos de vuelta al pequeño hotel, en las faldas del Vitosha.
Mis ojos tienden a cerrarse. Pero, un frenazo me saca del ensueño.
¡Madre mía!
Un hombre se cruzó frente al auto y el chofer logró frenar, a último segundo.
Era un búlgaro de pelo rizado, confundido como un niño que se le ha perdido la mamá. Nos grita:
—¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde está mi mujer?
El alarido llena la noche con su angustioso patetismo.
—¿Qué sé yo? replica el chofer.
El hombre levanta lo brazos, su cabello rizado se desordena al aire. Grita:
—¡Devuélvanme mi mujer!
Ricardo Arroyo sale del taxi y le pregunta en búlgaro:
—¿Qué te pasa?
—Mi mujer me abandonó. Debo encontrarla.
—Pero, hombre, tu mujer no está con nosotros. Mira.
Mira dentro del auto. Ahora está lacrimoso.
El hombre solloza y agrega:
—Péguenme si quieren.
Masoquismo del que parece que ya dejaron de amar.
Se notaba que esa batalla de amor la tenía ya perdida.
Él y su mujer comieron en el mismo restaurante que nosotros. El desesperado creyó que su mujer se había ido con nosotros en el taxi.
En el pequeño hotel post comunista me lavo los dientes, me pongo pijama y me acuesto. Apago la lámpara.
Entonces retorna el grito, como un golpe dentro de mí:
¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde está mi mujer?
Ese chillido es la metáfora de la actual Bulgaria, pensé.
Pero fue una idea inconclusa: me quedé plácidamente dormido. Sueño con la actriz traviesa.
Ya les dije que yo era muy feliz.