Vengo de una época en que los libros que leíamos eran las novelas de Julio Cortázar, Rayuela de 1963 o de Gabriel García Márquez, Cien años de Soledad de 1967.
Le debo la obligación de leerlas al profesor Muñoz (de cuyo nombre recordar no puedo), del Colegio Claretiano en la Gran Avenida de San Miguel.
El profe, que no era muy alto y se empinaba para escribir en el pizarrón, nos contagió su entusiasmo por los escritores del boom.
(Es un decir. En verdad, estábamos forzados a leer. No había resúmenes de Google)
Vengo, pues, a reivindicar la labor del profe.
En el cuento de Cortázar, “La señorita Cora”, de Todos los fuegos el fuego, 1966, Pablo, un estudiante de 15 años, (como yo), tenía que operarse el apéndice. La señorita Cora, la linda enfermera, debía afeitarlo allá abajo.
El pudor de ese Pablo, era mi pudor.
O el cuento “Reunión” del mismo libro, sobre un revolucionario que desembarca en una isla con un grupo de camaradas, para iniciar la revolución. Se presume que el protagonista era el asmático Che Guevara y su camarada Fidel Castro en Cuba.
El cuento tiene un epígrafe de una cita del Che de sus pasajes de guerra revolucionaria publicado en el 1961:
“Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida.”
El cuento del norteamericano Jack London se llamaba “Encender una hoguera” de 1908. Un hombre y su perro luchan contra la naturaleza, el frío de Yukón.
Va a morir de hipotermia.
En algún momento pensó en matar a su perro para usarlo de protección. El perro se da cuenta de las malas intenciones y le toma distancia.
Finalmente, el hombre desea morir con dignidad.
MORIR DE PIE CON DECORO.
Era, en el fondo, una cristología moderna.
La ilusión del bien y el mal. Un mito laico religioso de redención con la mediación de un Cristo en la cruz.
Morir por la causa.
Un cariño a la entrega moral de cuño apocalíptico.
Esa era la fe que me inspiraba esa literatura.
La literatura parecía pegada a la vida.
Las obras que leíamos eran nuevas. Casi recién publicadas.
Vengo de una época en que me parecía que cuando se escribían esas obras, las cosas dramáticas que se contaban allí estaban ocurriendo.
Era algo real maravilloso, estar dentro de la película.
Por ejemplo. El Che viajaba en avión desde Argelia. El escritor cubano Roberto Fernández Retamar tenía en el bolsillo el cuento de Cortázar, “Reunión”. Le dijo al Che: “Un compatriota tuyo ha escrito este cuento donde eres el protagonista”. El Che dijo: “Dámelo”. Lo leyó, se lo devolvió y dijo: “Está muy bien pero no me interesa”. El escritor cubano movió sus ojos planos y se ajustó su boina como disculpándose.
Al Che no le interesó un cuento donde él era protagonista.
El Che moriría en 1967, en Bolivia, con decoro.
Y se transformó para muchos jóvenes, para mí, en un Cristo y en una imagen de polera.
Un día de 1970 apareció en las portadas de los diarios una foto de mi amigo Rigo Quezada, estudiante del liceo 6 de San Miguel. Era dirigente de la Federación de estudiantes Secundarios de Chile. Llevaba pelo largo y zapatos rotos como indigente. Lo habían arrestado en la selva de Chaihuín, cerca de Valdivia, por intentar formar una escuela de guerrillas, con la fe del Che.
Poco después, mismo año, a unos pasos del Colegio Claretiano, el alcalde de San Miguel, el socialista Tito Palestro, con rara voz de barítono, inauguró en la Gran Avenida, una estatua de bronce del «Che» Guevara, “para que la juventud se inspire”.
TODO PARECÍA QUE OCURRÍA EN LA GRAN AVENIDA.
Ese mismo año vi caminar a Julio Cortázar por Santiago.
Iba entrando a La Moneda a saludar al presidente Allende.
Una amiga gritó con femenina voz puberfónica:
¡Mira ahí va Cortázar!
Corrimos.
Cortázar, como un gigante, sobresalía por su altura entre periodistas de tamaño chilensis.
Cortázar medía más un metro noventa, o algo así.
Así pasaron las cosas, en esa época de la que vengo.
Vengo de una época en que la literatura y la realidad parecían una sola.
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