domingo, abril 30, 2006

Un cuento de Ari Behn

Después de la fiesta
De Trist som faen, 1999



La cafetería Bjorg está en el tercer piso del centro comercial y las escaleras son mi forma de ejercicio diario. Pero el último tiempo he tenido problemas para caminar. Vacilo un buen rato hasta que aprieto el botón del ascensor. Temo que la gente que me conoce vea que estoy en camino a estar enfermo. Todo está como siempre en la cafetería, huele a comida barata y no hay tampoco nadie que hable en voz alta en las mesas. Así ha sido siempre. Voy a la barra y me sirvo un sorbo de café amargo. Apoyo la taza en la bandeja y me muevo hacia la caja. En la portada de un diario hay una foto del esquiador que ganó el círculo de campeones. Me agacho un poco y le echo una mirada.

“Debes pagar por el diario, sabes” dice la cajera. “O lo devuelves o pagas. No puedo hacer caridad con todos.”

¿Qué se cree? Quería ver lo que se escribió sobre el esquiador en el diario. ¿Cree que yo me he convertido en un ladrón de un escuálido diario? Jaja. Quizás ella no me reconoce. Su parroquiano de cada día. Pero uno no puede esperar otra cosa. Somos muchos los viejos en el centro comercial esta mañana. Y yo no me veo especial. Aparte del mar. Que nunca toca techo. Por dentro.

“Sí, sí. Obviamente que pagaré”, respondo y le doy el dinero. Ella lo toma sin agradecer.

¿Es el mar una madre o un amante? pienso y me voy a sentar en la mesa en la esquina. Una joven está sentada en la mesa de la muralla. Ella me mira. ¿Pasa algo?
Las olas. Sí, los rompeolas. Rosita Carmen García, se llamaba. Esa vez que llegamos al Callao en el Perú. Ella era la hija del inspector del puerto e su padre intentó todo para que no subiera. Pero, naturalmente, ella logró colarse y subirse al barco. Yo obtuve la primera vuelta y debí siempre pestañear cuatro o cinco veces al mirar a Rosita que era tan fina y buena y tenía ojos tan grandes y tan negros.

¿Son realmente las olas del Océano Pacífico? Las escucho cada noche, pero nunca estoy seguro. El ritmo. ¿No vuelve? Los muchachos me saludan cuando yo me siento. Son los mismos de ayer. Sigurd Skavasen y Gunnar Johansen, ambos obreros jubilados. Edin Holthe es también del grupo, un palo seco que no hace nada más que quejarse de dolores de espalda y del corazón.


Clara Piedad de Panamá era la más ávida de todas. Ella abordó el barco casi junto con el atraque al puerto y no se fue hasta que todos se hubieron vaciado. Exclamó y gritó y nosotros la amábamos por sus rudas bromas y su largo pelo negro. Para no hablar de Linda Hamilton de Brisbane. Eran mujeres que conocían su profesión. El mismo capitán hablaba de ella durante largo rato cuando nos acercábamos a Australia, y era una ley no escrita que él tomaría el primer lugar. Linda era aventurera igual que la Marilyn Monroe y, naturalmente, costaba más que las otras.

Sonrío. Los muchachos siguen mi mirada y se giran. Hay algo que han aprendido. Tratan de seguir lo que yo he comenzado. Ella no tiene más veinte años y sonríe de vuelta. Levanto la mano para saludarla. Gunnar y Sigurd hacen lo mismo. Pero ella no aprecia el gesto. Ella se inclina y comienza a hojear un diario.

Isadora Campos y Calletto de Valparaíso, Chile. Estuve con ella varias veces. Ella no era como el resto de la camada. Era alegre y seria, a la vez. Igual que el mar. Una corona de rosas de cuarenta brazas de profundidad. Oh, querida Isadora. A ti te amé como a nadie. Pero tú nunca querías casarte. Murió sola hace dos años atrás. Recibí tu carta de vuelta con un cordial mensaje de tu hermana.

“Antes la habría conquistado como nada”, “ le dije a Gunnnar.
“Entonces era marino y trovador. Ninguna mujer lograba rezar dos veces.”

Pero esto no es todo. Alguna vez emergen ellas. Todos los infinitos y extraños ojos del Océano Pacifico. Fiji Samoa. Cook Islands. Pitcairn. Mar verde, corales y arenas naranjas. Por todas partes había whisky y buenas peleas en los bares. En dos ocasiones fui testigo de la muerte de hombres, en peleas por faldas y coronas de flores. Ellas sabían todo sobre el arte de poner a los marinos unos contra otros, y sonreían cuando los muchachos se golpeaban. Yo mismo he golpeado a muchos hombres en el mundo por una mujer. Pero nadie salió herido. Yo los golpeé hasta aturdirlos y eso era todo.

“¿Por qué no te moriste en el mar?” pregunta Sigurd. Está serio y no bromea. El muy bien podría haber escupido a todos los otros viejos. A todos nosotros que estamos sentados frente al aparato de la televisión por las tardes y que venimos enjutos al centro comercial en cuanto abren por la mañana. Nosotros que estamos de más. El feudo de los náufragos. Nuestra esquina, marineros.
“Sí” respondo. “Sí. ¿Porqué no lo hice?”
Traducción del noruego: Omar Pérez Santiago

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