“-¿Y por qué se cambió?
-Estaba desapareciendo la gente como yo, y no se supo nunca más.”
El Juicio Final
Guillermo Martínez W
Pentagrama editores
El título del libro El Juicio Final de Guillermo Martínez Wilson, es uno de los seis cuentos de su libro. Allí el narrador está leyendo Los Signos del Juicio Final de Gonzalo de Berceo, un poema escatológico en 77 estrofas en que la introducción incluye el motivo:
Para que el tema el pueblo que anda descaminado,
Mejore sus costumbres, y Dios –apaciguado-
No lo deje –de Cristo-, al fin, desamparado.
(Según la versificación moderna del profesor chileno y rector del Instituto Nacional, Clemente Canales Toro (1904 - 1987)).
Un señor lee a Gonzalo de Berceo en el parque y dos señoras sentadas en un escaño aledaño ven pasar la vida y la comentan con ácido criticismo. Aparece un vagabundo con sus colchones y afirma que se cambió de barrio por que en el otro estaban pasando cosas.
Estos cuentos del desencuentro comienzan con Volver. Un hijo de 33 años vuelve del largo exilio y no es el hijo pródigo. Su madre nunca tuvo mayor compasión con su hijo, un joven que se metió en la izquierda, siendo ella de derecha. Tampoco tiene compasión ahora que el hijo retorna. “Retornado”, otro estigma.
Ya ven, un pueblo descaminado es este que aparece en el libro de cuentos de Guillermo Martínez Wilson. Y sus personajes son narrados por ciudadanos menores, habitantes inevitables de ese pueblo desviado y al que ya le cuesta mucho mejorar sus malas costumbres. Como en el Juicio Final, los hombres y mujeres de estos cuentos tienen sus males ante sí y ya nada se puede esconder. Y los héroes, pequeños héroes, son muy existenciales, como sombras que se mueven lentamente en escenarios escatológicos. Son héroes que van o vienen de la desilusión, sujetos de una disputa que enfrentaran lealmente. No esquivan a los demonios -no se puede ya esquivarlos-, y esos demonios vendrán de todos modos a enturbiar las cosas.
Mas vale estar lúcido.
En Santiago Antiguo, un distribuidor de cartas de una oficina de abogados se encuentra con un par de damas, viejas damas, viejas y algo seniles, que juntan firman para protestar por la muerte de sus gatos en manos de un fingido vecino desalmado. Viejas que habitan la ciudad y dan lástima, cuando, en realidad, son auténticas arpías.
El cuento La Carta son dos páginas de derrumbe y soledad vernacular. Un señor escribe una carta y relata como se arruinó su pueblo. “Por fin se acabaron las profesoras de esta calle”, comenta alguien. Dos páginas. No hay mucho más que contar. “Cuando vengas, si vienes, vas ver lo que ha cambiado todo.”
El crimen de la calle Septiembre es el cuento más escatológico de todos.
Un minusválido está con sus muletas en las faldas, en su primera visita a ese antro de la ciudad, donde copetineras le piden un whisky y otras se desnudan en medio de un hedor sexual, y rateros y tiras cobran compromisos. Un vecino lo ha llevado allí con el fin filantrópico que el inválido pierda su virginidad con las putillas de la mazmorra, ya que no prostíbulo. El discapacitado rememora, en el hervor obsceno, a su tía Elsa y a su tío Oscar, judíos sobrevivientes del holocausto.
Finaliza el libro con el cuento Tedeum, donde aparecen, en la tradición de Rulfo, los fantasmas de un pueblo. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Un señor llega a una convención minera en un céntrico hotel. Se despierta temprano y pasea por la ciudad vacía. Se imagina los primeros años de la plaza de Armas, en la colonia, y durante un momento participa de la discusión por la venta de aguas, o indios en taparrabos, y observa los cerros y las almas en pena, las animitas de un pasado doloroso, mezclados en personajes históricos en purga y momentos muy delicados del país.
El libro de Guillermo Martínez Wilson es inquietante y es plástico en su composición y en la tradición de autores existencialistas. La gente en estos cuentos está sola, irremediablemente sola. Pero son individuos desolados que se nota que no han olvidado nada y viven el purgatorio de tiempos mixtos de presente y pasado. Tampoco se les nota miedo y sobre todo no quieren retroceder cuando aparecen los demonios. El héroe no triunfa siempre. La mayoría de las veces pierde. Pero al héroe, o anti-héroe, en su melancolía, le basta ser justo, vivir y enfrentar a los demonios que acechan. Es un caballero en un tiempo confuso, un hidalgo de coraje, que no es la bravura de los militares, sino de los ciudadanos. Este ciudadano casi nunca vence, pero ese fracaso, curiosamente, no lo desmiente. No le refuta su libertad.
-Estaba desapareciendo la gente como yo, y no se supo nunca más.”
El Juicio Final
Guillermo Martínez W
Pentagrama editores
El título del libro El Juicio Final de Guillermo Martínez Wilson, es uno de los seis cuentos de su libro. Allí el narrador está leyendo Los Signos del Juicio Final de Gonzalo de Berceo, un poema escatológico en 77 estrofas en que la introducción incluye el motivo:
Para que el tema el pueblo que anda descaminado,
Mejore sus costumbres, y Dios –apaciguado-
No lo deje –de Cristo-, al fin, desamparado.
(Según la versificación moderna del profesor chileno y rector del Instituto Nacional, Clemente Canales Toro (1904 - 1987)).
Un señor lee a Gonzalo de Berceo en el parque y dos señoras sentadas en un escaño aledaño ven pasar la vida y la comentan con ácido criticismo. Aparece un vagabundo con sus colchones y afirma que se cambió de barrio por que en el otro estaban pasando cosas.
Estos cuentos del desencuentro comienzan con Volver. Un hijo de 33 años vuelve del largo exilio y no es el hijo pródigo. Su madre nunca tuvo mayor compasión con su hijo, un joven que se metió en la izquierda, siendo ella de derecha. Tampoco tiene compasión ahora que el hijo retorna. “Retornado”, otro estigma.
Ya ven, un pueblo descaminado es este que aparece en el libro de cuentos de Guillermo Martínez Wilson. Y sus personajes son narrados por ciudadanos menores, habitantes inevitables de ese pueblo desviado y al que ya le cuesta mucho mejorar sus malas costumbres. Como en el Juicio Final, los hombres y mujeres de estos cuentos tienen sus males ante sí y ya nada se puede esconder. Y los héroes, pequeños héroes, son muy existenciales, como sombras que se mueven lentamente en escenarios escatológicos. Son héroes que van o vienen de la desilusión, sujetos de una disputa que enfrentaran lealmente. No esquivan a los demonios -no se puede ya esquivarlos-, y esos demonios vendrán de todos modos a enturbiar las cosas.
Mas vale estar lúcido.
En Santiago Antiguo, un distribuidor de cartas de una oficina de abogados se encuentra con un par de damas, viejas damas, viejas y algo seniles, que juntan firman para protestar por la muerte de sus gatos en manos de un fingido vecino desalmado. Viejas que habitan la ciudad y dan lástima, cuando, en realidad, son auténticas arpías.
El cuento La Carta son dos páginas de derrumbe y soledad vernacular. Un señor escribe una carta y relata como se arruinó su pueblo. “Por fin se acabaron las profesoras de esta calle”, comenta alguien. Dos páginas. No hay mucho más que contar. “Cuando vengas, si vienes, vas ver lo que ha cambiado todo.”
El crimen de la calle Septiembre es el cuento más escatológico de todos.
Un minusválido está con sus muletas en las faldas, en su primera visita a ese antro de la ciudad, donde copetineras le piden un whisky y otras se desnudan en medio de un hedor sexual, y rateros y tiras cobran compromisos. Un vecino lo ha llevado allí con el fin filantrópico que el inválido pierda su virginidad con las putillas de la mazmorra, ya que no prostíbulo. El discapacitado rememora, en el hervor obsceno, a su tía Elsa y a su tío Oscar, judíos sobrevivientes del holocausto.
Finaliza el libro con el cuento Tedeum, donde aparecen, en la tradición de Rulfo, los fantasmas de un pueblo. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Un señor llega a una convención minera en un céntrico hotel. Se despierta temprano y pasea por la ciudad vacía. Se imagina los primeros años de la plaza de Armas, en la colonia, y durante un momento participa de la discusión por la venta de aguas, o indios en taparrabos, y observa los cerros y las almas en pena, las animitas de un pasado doloroso, mezclados en personajes históricos en purga y momentos muy delicados del país.
El libro de Guillermo Martínez Wilson es inquietante y es plástico en su composición y en la tradición de autores existencialistas. La gente en estos cuentos está sola, irremediablemente sola. Pero son individuos desolados que se nota que no han olvidado nada y viven el purgatorio de tiempos mixtos de presente y pasado. Tampoco se les nota miedo y sobre todo no quieren retroceder cuando aparecen los demonios. El héroe no triunfa siempre. La mayoría de las veces pierde. Pero al héroe, o anti-héroe, en su melancolía, le basta ser justo, vivir y enfrentar a los demonios que acechan. Es un caballero en un tiempo confuso, un hidalgo de coraje, que no es la bravura de los militares, sino de los ciudadanos. Este ciudadano casi nunca vence, pero ese fracaso, curiosamente, no lo desmiente. No le refuta su libertad.