Recuerdo ahora la imagen sangrienta, irremediablemente destemplada, en una casona de Ñuñoa cuando vi como le hacían un aborto clandestino a mi joven, a mi muy joven polola, tirada sobre una mesa, ya que no camilla.
Vi la sangre y vi la sangre fría de la abortera y vi el rostro de niña y oí los gemidos de mi polola sometida a un proceso fiero.
Salió de allí caminando. Es una forma de decir. Ella salió arrastrando los pies, mientras se apoyaba en mí.
Ahora somos dos jóvenes abrazados, solos e irremediablemente solos, que esperan un taxi en una calle de Ñuñoa para irnos a su casa.
Ella musitó en mi oído: ¡Virgen María, ayúdanos! 0 ¡Virgen, perdónanos! Ahora no estoy seguro.
Llegamos a esa casona abortiva una mañana. No hubo muchas palabras. A mi joven y bella polola la abortera la hizo entrar a una pieza de esa casona de techos altos.
Esto ocurrió así: Esa pieza tenía una ventanilla arriba casi en el techo. Yo me puse curioso y subí a una silla y entonces lo vi todo como si fuera un film de terror realista.
Lo que vi me dio un escalofrío, mi silla trastabilló.
Pensé que no debía seguir mirando.
Pero ya lo había visto todo.
Allí me quedé.
Atónito. Petrificado.
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