“Cuando uno ha llegado tan lejos en el sinsentido,
como yo, cada signo es sugestivo”
Gunnar Ekelöf
Yo no había soportado la tentación, no
resistí las pruebas.
Fui tentado, atraído y seducido por mi
propia concupiscencia.
Esa es la verdad.
Erré.
No oí.
Hablé más de la cuenta.
A veces me llené de ira. Me engañé a mí
mismo. No perseveré. No refrené mi lengua. Engañé mi corazón. Tuve malos
pensamientos. La vana palabrería y la fe de pura fórmula. La idolatría, la
impudicia, la ebriedad, los elixires del diablo, la lujuria, el egoísmo.
Insulté a la
belleza.
Mal comportamiento
frente al prójimo.
Así me encontraba, delirando una
temporada en el infierno.
Atribulado estaba yo sentado en una roca
frente al mar de Isla Negra, en el Pacífico, en una vigilia por mí mismo. Pensé
que mi lápida diría:
“Luchó contra el diablo y perdió”.
Y entre ensoñación y sueños, entre el ir
y venir de las olas en una playa del océano Pacífico, se me apareció el apóstol
Santiago el justo, el hermano de Jesús.
De pronto, ¡yo
lo vi con estos ojos!
Apareció
Santiago, como un caminante, por unos minutos, mientras yo estaba frente al mar
de Isla Negra.
El apóstol
Santiago estaba con túnica, cubierto con sombrero y ayudado de un bordón o
bastón. Se sentó en una roca cerca de mí.
—Yo era también
de carácter vehemente, apasionado e impetuoso, como tú, me dijo con un tono
nasal pero de acentos blandos.
—¿Qué sabes tú
de mí?
—Más de lo que
crees.
—¿De dónde?
—Te he ayudado
en varias ocasiones, sin que tú te dieras cuenta. Te he salvado de algunos de
tus barrancos. Te he dado nuevas oportunidades. Te podría recordar varios
momentos, pero sería inoficioso. Y, no te vengo a cobrar.
—¡Vaya! ¿Así que
eres tú el que camina a mi lado? ¿Eres mi sombra?
—Mmm…, aunque no
soy tu lado sombrío. Quizá soy tu media conciencia.
—¿Mi sosias?
—Sí, podría
decirse. Tu Doppelgänger.
—¿O eres el que
me viene a buscar?
—No te
preocupes, relájate, no soy La Señora Muerte.
—Al menos dame
una señal, una marca secreta. Vamos…
Hocuspocus.
Desapareció como hace un mago.
Apareció parado
sobre el mar batido por las olas.
Le grité:
—¡Eres un
fantasma!
—Soy el Apóstol
Santiago… Soy yo, no tengas miedo.
Caminé hacia él sobre las aguas.
Milagro.
Pero en un momento la fuerza del viento me chicoteó mis pantalones y me
asustó. Trastabillé y empecé a hundirme entre las olas. Santiago me tendió la
mano, me agarró y me dijo:
—Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?
—Verdaderamente tú pareces ser quien dices que eres. Pero ¿Por qué a
ustedes los apóstoles les gusta tanto caminar sobre el mar?
—No te rías. Es
nuestra imaginería expresionista del cristianismo primitivo que nos enseñó el
Señor.
—Ahora, ¿Qué has
venido a hacer aquí tan lejos en Isla Negra?
—Te he soñado a
veces, como si fueses mi hermano menor, dijo.
—¡Ah, chuta! A
lo mejor soy yo el que te está soñando ahora, Apóstol.
—Somos parte de
un largo sueño del creador.
—Aunque ahora
que te veo mejor, en algo nos parecemos, Apóstol. A lo mejor tú sin tu barba…
—O tú con barba.
¿Verdad?
—Sin duda,
Santiago. Pero, mira, de todos los apóstoles, de todos ustedes el Equipo de los
Doce, tú eras el último en que yo hubiese creído o confiado. A pesar que
dicen que tú eras el preferido del Señor y estuviste sentado a su diestra y
bebiste de su misma copa en la última cena.
—¿Por qué
tanta animadversión en mi contra?
—Porque aquí en
América Latina, entre nosotros, tienes, Apóstol Santiago, fama de mataindios.
Eras un malvado. Te aparecías frente a los mapuches arriba de un caballo blanco
con una espada desenvainada.
—¡No me juzgues
tan rápido! Los conquistadores españoles usaron mi imagen para darse valor a sí
mismos. Me inventaron arriba de un caballo blanco persiguiendo mapuches,
incas, aztecas. Pero ¡yo soy apóstol de Jesús y apóstol del amor, no de la
guerra!
—Ja. Te
convirtieron en el Santo que conquistó América, y tú te dejaste, al menos.
—Yo no tuve nada
que ver.
—Pero dejaste
que te usaran. ¡En España te dijeron Santiago Matamoros!
—Sí. En España
me dijeron Matamoros. Pero son leyendas tan falsas como españolas castellanas,
inventadas siglos después que yo hubiese muerto. ¡Infantilísimo!
—Te usaron
aquellos a los que su utopía les daba la razón para matar a miles. Y la fe, la
fe les disculpa todos sus pecados.
—No fui yo. ¡Ya
te le he dicho! Mi Iglesia es de la pobreza y de la austeridad, del
cristianismo primitivo. Una iglesia de los impuros.
—Je. La pobreza
y la austeridad de Santiago de Compostela…por ejemplo…
—¡Entiende!
Tampoco nunca estuve en carne mortal en la península ibérica o Hispania.
—¿No se te
apareció la Virgen del Pilar, acaso?
—Hasta el
escritor brasileño Paulo Coelho se hizo famoso contando fábulas sobre tu famoso
camino de Santiago. ¿Lo conoces?
—¿Coehlo?
Ficción banalizada.
—Pero, Apóstol
Santiago, Coehlo se hizo famoso y vendió millones en tu nombre con “El
peregrino de Compostela”.
—¿Por qué me
culpas a mí de que se escriban en mi nombre una ensalada de kétchup y mayonesa?
—Apóstol
Santiago: nos enseñan en las escuelas de América Latina esas alabanzas del
llamado mester de clerecía, Gonzalo de Berceo en su poema
“El romero engañado por el enemigo malo”: Un monje licencioso se ha cortado los
testículos y tú, Santiago, tú le ruegas a la Virgen del Pilar, que no se
consume la muerte del monje. Y bien. Le devuelven la vida. Pero haces un
milagro a medias. Lo dejan vivo. Pero no le restituyen eso sí, lo que el monje
se ha cortado con el cuchillo. No vuelven a crecer sus testículos, para evitar
la vuelta a la antigua vida atrevida y lujuriosa del monje. ¿Eso es lo que nos enseña
tu bondad? Dejaste castrado, sin pene ni testículos, al monje licencioso.
—Esas son
leyendas castellanas del medioevo, falsas biografías de los santos de Gonzalo
de Berceo.
—Pero lo han
repetido otros. Lo repitió unos años después el rey de Castilla, Alfonso X y refrenda el milagro
con el peregrino que amputó su miembro.
—¡Un remolino de
insensatas imágenes creadas por castellanos vanidosos!
—Y después el
agustino Fray Luis de León dijo claramente que tú tenías “teñida la espada y la
mano en sangre” y que de “muertos dejaste lleno el monte, el llano”.
—Mentiras,
mentiras, mentiras…Una vieja costumbre española castellana de falsear y
magnificar. Un tinglado político, turístico y cultural. Mentiras repetidas
constantemente terminan siendo aceptadas como verdad.
—Da lo mismo…,
Apóstol, no te sulfures.
—¡No da lo
mismo…! Yo soy hermano de Jesús, predico la pobreza y la sencillez, el amor y
no la guerra. Nunca estuve en Hispania. Nunca. Uno de los mayores engaños de la
historia ¡Ni mi cadáver está en Santiago de Compostela!
—¿Y a quién
veneran los peregrinos?
—¡Anda a saber
tú! Quizá hasta podrían ser unos huesos de perro. ¿Quién lo sabe?
—Bueno. No es
necesario que me grites, Apóstol. A mí ya me da lo mismo…a veces me alegro
simplemente que un día más ilumine, aunque sea débilmente.
— Perdona.
Perdona. Me descontrola la falsedad.
—En eso nos
parecemos, Apóstol, tienes razón.
—Sí. Ya te lo
dije. Hemos repetido los mismos pecados.
—No te
preocupes, Santiago. Ahora, lo único que me inquieta es que seas tú, el
Mataindios, que se aparece aquí frente a mí.
—No vengo a nada
malo.
—Santiago
¿Vienes a decirme que he pecado, que he sido cascarrabias, que he ofendido?
—No te diré nada
que no sabes. Te diré simplemente que no te has esmerado de la forma correcta.
—Ja. Eso ya lo
sé. Estoy derrotado y lo sabes, Santiago.
—Te has
esmerado, pero no correctamente, quiero decir.
—Siempre me
agriaron los políticamente correctos, siempre nadan a favor de la corriente.
Siempre son los que sacan partido de las supuestas causas nobles. Eso también
me ha agriado. Mediatizan y monetizan el dolor y las esperanzas de las
mayorías.
—¿Tú quieres ser
el sobreviviente del error, acaso?
—¡Difícilmente
sobreviviré!
—Aaah ¿Y tú
crees que morirás ahora por culpa de tu excesivo gesto de honestidad…? ¿De tu
desmesura?
—¿Qué?
—¡Qué equivocado
estás!
—¿Qué?
¿Vienes tú aquí para que yo me rehabilite? ¿Vienes a ver si se puede
sacar algo sano de tanto procaz infierno, de tanta mierda?
—Lo primero es,
quizá, que te liberes de ese común desenfreno de tu lengua.
—¿Es un garabato
un pecado?
—Es una forma de
degradación, sí. Las tinieblas comienzan en el lenguaje y en las malas
conversaciones.
—Perdona,
Santiago, pero todo el mundo echa chuchadas aquí en Chile.
—Nada lo
justifica. De todos modos es una mala práctica. Las corrupciones espirituales
comienzan en pequeño. Poco a poco todo se pudre. La corrupción empieza cuando
se robaron el primer peso. Un peso imperceptible, pero muy importante.
¿No lo ves así?
— Puede ser,
Santiago. En América en este momento estamos llenos de corruptos.
—Tú mismo no
eras una mala persona.
—Pero, ya ves en
lo que estoy
—No te diste
cuenta, porque todo daba lo mismo, el primer detalle te pareció inocuo. Y
el segundo detalle también. Y así, un garabato llevó a otro garabato. Así se
empieza. Y esos garabatos te llevaron a la ira. Y la ira era el demonio
incubado.
—¿Y?
—La sabiduría
comienza con la experiencia directa del lenguaje. Por eso, para las
revelaciones se buscan a los pecadores vivenciales, los que están o han estado
una temporada en el infierno.
—O sea, yo.
— Para ascender
hay primero que descender.
—Ya no puedo ir
más abajo.
—Estás en tu
infierno por cosas concretas, no abstractas, por cosas que empezaron como
detalles. Una mala palabra, un mal pensamiento.
—¿Y qué hago?
—Debes
perdonarte.
—¿Yo me tengo
que perdonar a mí mismo?
—Sí.
—¿De qué
serviría?
—Acepta que tu error es el apresuramiento. Y
luego debes cambiar. No seas espinoso. Habla menos, espera más. Cree más en las palabras, dan sentido.
—¿Creer en las
palabras…?
—Sí. Eres
escritor, ¿no?
—Sí.
—Cree en las palabras. Piensa bien. Si piensas bien, la Providencia también pensará en ti.
—¿Pensar bien?
—Y al caminar no desprecies los detalles
prácticos. Y espera el milagro. Los milagros acontecen a veces
rápidamente.
—¿Debo creer en
los milagros?
—Cree en
la calma.
—¿Y cómo me
libero entonces de mis pulsiones?
—Permanece
tranquilo. No seas heroico. No te muevas.
—A ver si ahora
entiendo. Parece que para la divinidad, tú y yo somos dos, pero una sola
persona. ¿No? ¿Somos gemelos?
— Aunque tenemos
antagonismos y rivalidades, sí, parece que sí. De Santiago a Santiago.
—Supongo ahora
que eres mi doble, o si ya somos uno, me has buscado para algo más. Quizá tú
estás escindido y también necesitas reparar tu desmembración.
—Estás en lo
correcto.
—Y supongo que,
en compensación, me pedirás algo o me harás una revelación. ¿O me equivoco?
—No.
—¿Deberé fundar
una nueva orden religiosa a tu nombre, Apóstol Santiago?
—No bromees. Te
hago una sola pregunta: ¿Has oído hablar de los lobos en las conferencias
episcopales?
—Ah, las patas
de los caballos… Las sociedades secretas católicas.
—Por ahí va la
cosa. Las fuerzas del mal, tenebrosas y astutas que obran con método.
—¿Quieres que me
queme? ¿Enfurecer a la jerarquía eclesial?
—¿Tienes miedo?
—No me gustaría
meterme en esas preocupaciones. Dicen que cada vez que uno se mete más de la
cuenta con los asuntos de los muertos estos adquieren vida. No puedo
identificarme mucho contigo, Santiago, so pena de autodestruirme.
—Sólo me
gustaría que quedara un registro de mi aparición en Isla Negra.
—Explícate,
Apóstol.
—Quizás espero
una humilde piedra tallada. Una figura de piedra. Una cosa sencilla.
—¿Sólo eso?
—Sí.
—¿Una piedra tallada
con tu imagen en Isla Negra?
—Sí. Sólo eso te
pido. La gente hará lo demás. Sé bueno.
—Veré que puedo
hacer, Apóstol.
—Gracias.
—Gracias a ti.
Y el Apóstol
Santiago se fue caminado sobre el mar, hasta desaparecer.
***
En 2017 el cuento fue estrenado como obra de teatro, dirigida por Claudio Orellana, en el Centro Cultural de San Joaquín.
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