viernes, julio 10, 2009

Lacrymosa, Cuento de Omar Pérez Santiago (1992)


Lacrymosa
Cuento de Omar Pérez Santiago

Las cosas fueron desgraciadamente así.

Durante largo tiempo de exilio en Malmö no viajé a Copenhague. La lancha cruzaba el estrecho de Sund en cuarenta y cinco minutos y entonces el pasaje de ida y vuelta Malmö-Copenhague sólo costaba 65,30 coronas suecas. Nada me soliviantaba contra la bella Copenhague, puerto, melancolía, tango. Disfruto en las ciudades como animal citadino: voy de un café al cine, y del cine al bar y del bar a otro bar. Las razones de mi negativa a flanear en Copenhague fue un fracaso, un violento fracaso amoroso. Fue a mitad de los años ochenta.



Di algo, Pancho

Gudrun –ojos grandes y melena como la madrastra de Blanca nieves- callejeaba con la cofradía de los punks y post punks de Copenhague, vestía de negro su alto cuerpo y colgaba de su oreja una aguja de gancho Alice Cooper.

Fui a escuchar una charla del escritor Paul Borum a Copenhague, pasé a comprar libros y entré luego en el café Sorte Kat sin saber que era el centro de poetas jóvenes dinamarqueses que, animosos y hambrientos, se ufanaban de malditos en la literatura escandinava.

El danés es un pueblo sociable, no fue difícil entablar conversación.
-¿Quién eres tú? preguntó ella en danés que apenas descifré, aunque el idioma danés es hermano del sueco. Era una mujer bien oliente y bien armada.

-Pancho-, dije, acomplejado de no ser nada más que Pancho, dos sonidos sonoros, pero extraños.
-Ah, Pancho-, y se abrieron sus ojitos debajo de la chasquilla de la de la melena-, ¿Malmö?

-Sí-, contesté-, yo soy de Malmö. Jag är fran Malmö.

-Tú eres amigo de Hakan Sandell, ¿verdad?

Hakan Sandell, punk y poeta maldito de Malmö. Traduje al castellano su poema sugestivo Den lilla jeansjacka y lo entrevisté para el diario Arbetet. Declaró, no era esta la primera vez, con bravatas verbales. En la calle, gente que se cree normal, me increpaba a mí por sus declaraciones extremistas. Los punk de Malmö, en cambio, solidarios y gregarios, me miraban con cómplice simpatía. Habían tejido una cofradía internacional de punks. Se conocía entre ellos.
-Bueno…, dije tímidamente, lo conozco…
Sonrió. Nunca antes ojeé una dama punk, mas no podría explicar como terminé, curioso y aventurero, en su hospitalario cuartucho en el centro de Copenhague, allí, a la vuelta del Ny Havn. Era una sola pieza. Ella había construido un segundo piso, que era una cama a la que había que izarse pisando una silla. Había empapelado una muralla con un gran retrato de Michael Strunge, el joven poeta danés que se había recientemente suicidado. “Dystest i mig ligger dödens siste vand” (“En el fondo de mí yace el agua negra de la muerte”) había copiado a mano en otro papel pegado a la muralla. Era un grafismo expresionista del tipo de Jean-Michel Basquiat.
Tirados sobre su elevada cama me clavó, flirteando, la aguja-aro Alice Cooper. Cuando entendí su faquirismo, la clavé también. Gudrun era melómana. Puso el disco I wanna be sedated de Los Ramones a volumen punk. Yo gritaba para hablar.
Ella leyó un bello poema, grito rock que versa sobre la fragilidad de la vida:

…Lavan lluvias eléctricas amarillas,
Llamado maldito puerto neón,
Mis jugos y mis llantos sexuales…
Colmillo devora lengua
Amor mío fecunda la boca,
Amor, amor, muere conmigo,
Di algo, amor, habla,
Introduce y muere.

Observen el poemilla: aunque aficionada, destruía la literatura, deconstruyendo, fragmentarizando. No dejaba casi nada, ni un rastro de coherencia o unidad, sólo un momento de aprecio y deleite. Era la tesitura de Copenhague.

Luminosidad

Viajé a Copenhague repetidas veces a encaramarme a su cama, segundo piso, a enrollarme en su cuerpo flaco y largo y acariciarle su pequeño vientre caliente. En el festival de rock de Roskilde amamos durantes dos días en una carpa pequeña, alimentándonos de la música de U2 y de cerveza danesa Carlbergs.

La noche del equinoccio, el día del amor escandinavo, celebramos el middsommarafton en el campo, bebimos aguardiente con cerveza y comimos arenque. Probamos frutillas, simbología de esta fiesta (esa fruta amor significa), solos en el lugar del rito de las danzas, tirados sobre la hierba. Como en los cuentos, flotaba luz naranja nocturna. Gudrun se levantó y danzó fértilmente alrededor del obelisco de flores, envuelta en el fuego transparente de su vestido blanco. La blancura de sus vellos y la maldadosa inocencia de de su cadencia me cegó la memoria. Sus pezones levantaban la liviana tela larga. La luminosidad de su cuerpo le hacía verse robusta, mujer escandinava de los cuadros de Anders Zorn.

Era el día del amor, el único paraíso perdido. Gudrun, diosa de la fertilidad nórdica, prometía con su danza y sus cantos sensuales que seríamos ricos mañana. Poco a poco, me subordiné a su danza extraña, me desboqué en su rito viejo, en las garras de sus gatos. El día del amor, el comienzo de la muerte. Se oscureció sólo una hora y los grillos, mosquitos y hormigas, con los ojos del murmullo abierto, observaron sensiblemente rojos entre la sangre erecta de la hierba. Le tendí a su boca una frutilla madura que destrozó con sus dientes fuertes y sanos, un hilillo rojo corrió desde sus bulbosos labios, por la mejilla y el cuello hasta la hierba. Otra frutilla acarició su cuello con carne roja y jugosa. Encremaría su blanco cuerpo con frutillas reventadas. Especial dedicación tuve con sus senos, con los puntos de sus pezones y la frondosa concha de la pelvis. Comería y bebería de sus senos, de su barriga y de su sexo cubierto de frutilla. La trepé y al cabalgar en ella constaté, con sorpresa y gozo, que su vulva había quedado helada con la fresa.

-Di algo, amor, habla, introduce y muere, susurró.
-Yo soy de los que no hablan en la cama.
La noche del equinoccio, el día del amor escandinavo, el comienzo de la muerte, éramos felices, muy felices. ¡Oh, qué felices éramos!

Ese bamboleo de Annie

Dinamarca olió mal, muy mal cuando apareció Annie, otra punk, joven y fuerte, con el pelo negro cortado como hombre y con una mantilla oscura de encaje en la cabeza. Una vieja amiga de Gudrun que había vivido La Movida anarquista madrileña en España. Su mirada descubierta me llevó a considerarla brava y enigmática.

Sospechas nublaron mi inteligencia: la vi acercarse, bamboleándose, a Gudrun. Ese bamboleo y el encaje de su solera insinuaban sus grandes senos, cubiertos con una gasa transparente. En el seno izquierdo se había tatuado una pequeña calavera. Al acercarse a Grudun la besó en ese punto sensible del rostro, entre el labio y al mejilla. “Algo pasa aquí”, pensé

Efectivamente, la mujer punk empezó a aparecerse por el cuartucho de Gudrun y por el Café Den Sorte Kat.

Un día llegué al departamento. Entonces me conmoví. Se oía Lacrimosa del Réquiem de Mozart y había sólo velas encendidas. Parecía una capilla gótica. Estaban las dos tendidas sobre la cama, medias desnudas, bebían vodka con bebida, fumaban marihuana y leían El Víbora, la revista española de comic para adultos. Turbadora diversión, juegos entre bordados doseles y colcha fragante. No dije nada, más presentí la felicidad de Gudrun, había florecido, sus ojos brillaban. Un olor sexual latigó mi olfato.
¡Oh, santa desgracia, santa desgracia!
La malvada era un punk simpática, seductora, culta e inteligente.

Desde entonces, yo no me atrevía a abandonar Copenhague por temor a que ella apareciera y tomar a mi lugar. Empecé a odiarla, a encadenarme a los filos de los celos, a perder altura, libertad, horizonte, campo, alas. Odié España y su Movida madrileña.

Me quedaba más de la cuenta en el nido de Gudrun, o contraemboscada para descubrir la deslealtad. Gudrun se molestó con mis escenas y fue entonces, recién entonces, que descubrí su verdadera alma de mujer: Gudrun era una llorona, una mujer-niña-muñeca débil, que para defenderse de mis acusaciones de infidelidad recurría a sus desarrolladas glándulas lacrimales. Yo podría haber llenado botellas de lágrimas cuando ella se hacía pasar por infeliz o desgraciada. ¡Qué vulgar y odioso melodrama!

Me tomó tiempo darme cuenta que Gudrun actuaba de víctima y quería crearme sentimientos de culpa, hacerme sentir como torturador de una pobre niña indefensa e inocente. Era masoquista, sufridora profesional. No descubrí hasta más tarde que sus largas jornadas de llanto eran parte de una bien elaborada estrategia de dolor.

Otelo

Enrollado en la espiral de los celos y los llantos me arrastré como Orfeo al infierno, al hoyo de la ingratitud, a rescatar a mi Eurídice-punk del submundo del pecado. Ninguna prueba tenía que el triángulo era, en realidad, un triángulo, esa geometría metafísica, la santísima trinidad, ese misterioso juego peligroso, tres personas en una y una sola no más. No sabía con certeza si ella nos amaba a los dos, porque hasta ahora el triángulo lo inventé yo. Pero Gudrun se transformó irremediablemente en una vampiresa llorona que me conducía al fracaso, una Desdémona que me convirtió en un miserable Otelo.

Perro triste

Me expulsaron del trabajo en el periódico en Malmö por haber descuidado mis labores de periodista. Entré abatido y desolado al departamento de Gudrun envuelto en una torturante humedad helada. Un viento y una lluvia siniestra castigaban diabólicamente Copenhague.
Ella no estaba en el cuartucho.
Tragué saliva para aliviar la espina afilada que me perforaba la garganta. Erizado, envenenado, veía por la ventana la ciudad vacía y vana. Desesperé lúgubremente y creo que, perro triste, amarilla cara de esqueleto, envejecí varios años fumando cigarrillos Blend Ultra. La espera era la antesala del infierno. Vi la muerte odiosa con una sonrisa cruel y negra vibrar en el vidrio neurótico de la ventana. Ella finalmente ingresó a la pieza. Se sacó su impermeable y sus botas, los cabellos duchados en la lluvia, tendidos sobre el rostro. Le lancé la peor mirada ahorcante. Asustada y rendida se tendió sobre un sillón, sus mejillas rojas y el corazón galopante…
Había estado hasta esa hora con su amiguita…
Observé en detalle sus gestos…
Su rostro rojo…
Su palpitar rápido: tic-tic-tic.
Señales horripilantes que aumentaron mis tormentos y confirmaron mi abominable sospecha: no podía equivocarme, ella me era infiel.
La conclusión me encabritó súbitamente.
Comencé a gritarle que era falsa, animal, salvaje, bruta, incivilizada.

Cualquiera se habría dado cuenta que yo estaba descontrolado.

-No eres mujer, eres sólo un animal salvaje, cuerpo prendido, hija de puta, hija de puta.
Confieso que ese último “hija de puta” lo exageré gritando “hija de la GRAN puta”.
Lloró desconsoladamente y yo más les gritaba:
-¡Puta, puta, danesa puta!

Agregaba ahora su nacionalidad “danesa”, incorporando así al insulto todos los prejuicios que existen sobre las escandinavas. Yo, maldiciente, no creí en la honestidad de sus lágrimas, aunque caían como cataratas al suelo.

La tensión húmeda se transformó en una novela agria y ácida. Sus llantos me embrutecieron y le lancé un duro cachetazo.
-Cállate.
Cayó sobre el sillón gimiendo inmóvil, tartajeando. Gudrun, seca de tanto llorar, aunque yo, desesperado, le continué torturando síquicamente. Buscaba una confesión decisiva. Estrujé sus glándulas lagrimales. Ya no caía gota. Gudrun quedó tirada en el suelo con espasmos continuados, estupor catatónico, palpitaciones, constipación y náuseas como si estuviera esperando la muerte. Se dejaba ver un dolor sincero.
Asustado de mi locura, dirigí mi furia y agresividad contra la amiga punk, de cuyo nombre acordarme ahora no quiero, condenándola y odiándola por mala, negativa y destructiva. ¡Mujer imbécil, corruptora de menores! Ella, sólo ella, inflamó el infierno infausto de la incertidumbre.

Den Sorte Kat
Gudrun recuperó un poco el aliento y decidimos bajar al café Den Sorte Kat para calmarnos y reconciliarnos con un café.

¡Qué infelicidad!
Allí estaba ella, la maldita punk, de la mantilla de encaje, sentada con sus piernas arriba de una silla, dejaba ver sus negros calzones y fumaba un cigarro negro de olor insoportable.
Apenas saboreé el café. Me abofeteaban sus ademanes indolentes y sus miradas oblicuas. Me garrocheaban las sonrisas sarcásticas en la boca burlona de la tarada punk. Los celos, a veces llegan a un punto límite, la agresión reprimida estalla incontrolablemente como un volcán. Yo era ese volcán. Encrespado, pobre y maldito, me vestí de Caín y casi me acriminé. Acaricié el cuchillo que me tentaba desde la mesas –ahora hierro del verdugo- y pensé en clavárselo en la espalda a la punk desgraciada. El eco de la sangre rebotaba en las paredes del Den Sorte Kat. Me abalancé sobre ella como leopardo hambriento y mientras Gudrun gritaba lloraba-lloraba-lloraba y las tazas de café volaban por el local, la golpeé hasta que no se pudo mover en la puerta del Den Sorte Kat.
Huí perseguido por una nube negra de punks vengativos.
Derrotado.

Por eso, por eso no podía viajar a Copenhague. Los punks organizadamente esperaban “al chileno de Malmö”. Los punks eran iguales de vengativos que todos los seres humanos con el agravante de que eran jóvenes y sabían menos de la vida. Además la venganza es un tema reiterativo en las leyendas germanas. Por ejemplo, la leyenda danesa Gesta Danorum escrita en el siglo once por el danés Saxo Grammaticus. El príncipe Amleth planifica la refinada venganza de su padre. Si el tema les parece conocido, es que han leído el Hamlet de Shakespeare, una versión de la leyenda danesa.

No viajaba a Copenhague. Era una lástima. Copenhague es una ciudad que me gusta mucho.

Piedad

Fui un villano anémico, desolado, por un largo tiempo. Yo era una apología del fracaso. Una estúpida y violenta aventura de solitario. Eso gritaba yo en mi soledad y en mi delirio: “Imbécil, imbécil”
Las cosas fueron desgraciadamente así.
A mi me habría gustado un final feliz.
Ah, ¡cómo añoro los finales felices con las mujeres!
Ah, ¡cómo me habría gustado haber amado a Gudrun para siempre!



De “Memorias eróticas de un chileno en Suecia”, 1992

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