lunes, octubre 21, 2024

Anna Ersdotter fue quemada en Malmö. Cuento de Pérez-Santiago. Memorias eróticas de un chileno en Suecia. 1992.

 


Las musas son personas habituadas a las deferencias. Desatendedlas y veréis como se vengan. No ceden en su cólera. Transforman la ofensa en cárcel.

Cocteau

 

Nunca unca antes había estado más desprovisto de barreras como aquel día en una playa vacía de Malmö cuando me enamoré de una bella mujer de cabellos rojos y aire de maliciosa ausencia; seguía insolentemente las modas y charlaba con agradable cinismo e implacable y dulce agresividad. Apenas alzaba el tono, no forzaba jamás la voz ni nunca fruncía el ceño. Para facilitar la narración la llamaremos Anna Ersdotter.

—Soy escorpión, nacida en las espumas de las aguas, y pariente de todas las brujas quemadas en las colinas de Kirseberg.

Sonrió mientras movía casi imperceptiblemente su pubis cubierto sólo de una tanga blanca. Su mención a las brujas quemadas aquí en Malmö me hizo gracia, lo tomé entonces como una simpática broma feminista.

El arte de esa mujer de cabellera risada y de grandes ojos inteligentes me embrujó. Me drogó con su humor de mujer malcriada y penetró por las rendijas de mi alma sus elaborados signos de la libertad humana.

Atardecía cuando bicicleteamos desde la playa y nos introdujimos lentamente en la ciudad escandinava. En diez minutos nos apeamos en el centro y aparcamos nuestras bicicletas en la central plaza Gustav Adolf y entramos al edificio renacentista holandés en la que ella vivía. Al ingresar al departamento me descalcé, habituado ya a este religioso hábito sueco. Me extrañó la salita de estar, sin grandes ventanas y, el atardecer afuera era claro, había una oscuridad letárgica adentro. Extraña oscuridad casi húmeda. Pronto me acostumbré a la penumbra y cuando abrió una botella de buen vino, una capa amistosa cubrió nuestros desvaríos sobre el presente. Y el pasado: ella era profunda y podía hacer afirmaciones conmovedoras.

Fue una noche con mucha conversación inútil, amorosas insinuaciones íntimas y desvelo placentero, humedecido con frecuentes libaciones. Su dormitorio era grande, oscuro, suave y frío como jardín de otoño. Se tendió sobre la cama y se dejó amar. Estaba decidida a tomar un rol pasivo en nuestra primera relación camal. Desvestirla fue fácil. Ardía el cobre de los vellos que cubrían su pubis, Fue también fácil entrar en su selva húmeda y tibia con la sensación dichosa de estar cayendo de gran altura a un mundo desconocido y misterioso.

—Quédate allí y no te muevas, dijo. 

Me quedé allí y no me moví. Pero ella... se movió sabiamente mirándome a los ojos. Creo que enrojecí.

Luego me fotografió desnudo, bebimos un poquito más de vino y habló de tristezas humanas, palabras elementales y un tanto esotéricas que escuché en silencio, meditaciones e historias que rasgaban vestiduras en la plaza pública. Leyó que los cítisos eran vegetales que florecen con el amor. Entonces intuí que esta aventurilla no sería pasajera y, en cambio, se transformaría en una pasión inesperada y tormentosa.

Un día ella propuso escribir un libro de poesías, palabras suyas y más elaboradas con una sola mano. Libro de amor y de odio, pues de ambas se nutren las relaciones, dijo. O, a veces, nos hacíamos los locos en galerías de arte y nos reíamos levemente del esnobismo publicitario de unos artistas de la nada. Nos saciamos de lealtad y franqueza

Pero el amor es una aventura fácil de convertirse en peligrosa.

Durante el festival de Malmö, me vio besar a una amiga noruega Ulrika en la plaza Lilla Torget de Malmö.

Anna Ensdotter no dijo entonces nada, más su exclamación sonó como un relámpago cuando al otro día me encontró, anclada entre las hojas del libro de poesía de Lars Gustafsson, una cartita y una foto de Ulrika. Desnuda.

—Dios mío, ¿Qué es esto?

Le hice ver de inmediato, para no agraviar más su orgullo y honor, que era una carta vieja, una historia insignificante y muerta. No creyó en mis explicaciones y unió carta y foto con el beso en la plaza. Me hizo la vida imposible.

—La relación con ella no fue nada importante, dije con la calma que da la conciencia limpia.

—Me había olvidado decirte que conmigo nunca debes besar a otras mujeres.

Anna Ersdotter clasificó duramente a Ulrika-noruega de usurpadora, mujer pirata y de allí en adelante nuestra relación se desvía de la alameda de la placidez y se desplaza por el callejón de la duda. Fascinada del presente y del futuro, Anna Ersdotter apenas empezó a soportar mi pasado.

La atormentaron celos retrospectivos.

No fue sólo Ulrika-noruega la que sufrió los latigazos de su ira. Nunca había estado en Chile, ni podía imaginarse Santiago o San Miguel, la comuna proletaria en la que yo crecí; cubierta de inseguridad, miraba mi pasado chileno con un agrio desconcierto. Ella había leído en alguna parte, la tremenda calumnia de que los hombres chilenos somos mujeriegos.

Fue un tormento.

No bastaba que yo la poseyera desde la noche hasta el alba; ni mis promesas y juramentos insistentes. Su necesidad mal saciada la obstinó. Y me acorraló, me apresó en un verdadero infierno, cubrió mis caminos de escape con minas altamente explosivas. Amedrentado no podía salir a la calle solo. Iba del trabajo a su departamento y desde su departamento al trabajo. Si osaba fugarme un rato al cine o una copa en el bar, debía con detalle irritante reportear donde había estado y a quien había encontrado. Cuando escribía algún artículo o alguna crónica se deslizaba sigilosamente y me leía por sobre el hombro. Escribir en castellano era trabajo doble, me hacía traducirle.

Me obligaba a acompañarle a sus horrorosas visitas familiares, comer arenque crudo untado en yogur y soportar al imbécil de mi suegro que, con cara de Strindberg en el exilio, me preguntaba insistentemente si me gustaba Suecia.

Me despertaba a media noche y la veía vigilándome con desazón y con una cara de loca que me daba miedo.

Cargados de tensión nos alteramos el humor, nos rompimos la crisma, azuzados, se entiende, por los instintos desatados del orgullo. Estábamos perdidos, enervados ya, en la maraña de la incomprensión mutua. Dejamos de ser lo que éramos. Estaba ya establecido que nos separaríamos.

—Yo soy un hijo adoptivo de este país, me ahogo en esta seguridad artificial, en esta cuasi intelectual sociedad olofpalmeña, dije un día. Era una forma indirecta de quejarme de la cárcel en la que ya me estaba pudriendo.

—Vuelve a tu país y cuéntaselo a Pinochet, me contestó ella con su seguridad testaruda.

Pero un día, para mi sorpresa y alivio, ella, con extraña lucidez y sangre fría que no comprendería hasta más tarde, decidió irse a vagar por el mundo.

—A aventurar, dijo.

Quería, en verdad, evitarme.

Temía que su sola presencia despertara aún más mis agravios. Era quizás la única posibilidad de un futuro común. Viajó a Roma. Se confundió entre miles de turistas, japoneses de pies chuecos, alemanes mochileros, ingleses protestantes que venían a ver al polaco. Y me escribió una postal sentada en el obelisco de la Plaza de San Pedro que me amaba.

Me enviaba postales de la Fontana di Trevi, o luego de Pompeya, Atenas, del Medio Oriente. Luego desapareció, se había enterrado en las labranzas, en sus llamas fragantes.

Volvería después de varios meses.

Días antes que Anna Ersdotter llegara me enteré de la muerte de Ulrika en Malmö.

Fui al entierro de Ulrika en el viejo y hermoso cementerio de Malmö.

Allí me enteré la causa de su muerte.

Ulrika tuvo una extraña herida, una quemadura producida como por una piedra o un golpe, un cáncer maligno, a la altura del pecho, que le provocó la muerte repentina.

Nunca, si no hasta más tarde, asocié a Anna Esdotter con la muerte imprevista de la noruega Ulrika.

Dos días después volvió Anna Ersdotter a Malmö, subió a mi departamento. Se sentó frente a mí, desafiante y me preguntó:

—¿Cómo estás?

—Bien. Cuéntamelo todo.

—No sé qué me pasa, parece que me siento sola.

Y yo sentado allí, divertido como siempre cuando ella desenrolla sus cuentos y ansiedades. Allí nuevamente como tantas oportunidades perdidas para aceptamos mutuamente.

Y nos sumergimos en nuestros viejos conflictos mundanos para terminar discutiendo sobre las diferentes formas de amar.

—No existe ninguna otra manera más que la corporal.

Pero nosotros sabemos muy bien que es el preámbulo para entregamos en cuerpo y alma.

Y ella, esta vez, como si tuviera prisa, como caballo desbocado. Y lentamente nos introducimos en los pensamientos escondidos que no se dicen cuando uno se desnuda frente a un amante, con la esperanza de encontrar placeres en un nuevo amor, embarrarse del calor y de sus propias ansiedades.

—¡Entrégate!

Ella exige que yo me pierda en ella. Debo negarme a mí mismo para amarla. Me asusto y me excito con su violencia.

Y el día 23 de marzo de 1984 a las 16:35 eyaculo y al fumar el cigarrillo del amor le diré entonces que la quiero, que la necesito:

—Te quiero, te necesito, Anna.

—No basta decir te quiero, te necesito. No basta con el decir ni con la palabra ardorosa. No basta con mirarse, hacerse favores, respetarse mutuamente. Mi amor tiene condiciones. Yo quiero seguir siendo la que soy.

—Tú quieres seguir siendo la que eres, pero y ¿yo? y ¿yo?

Esa noche volvemos a la playa vacía, para imaginarnos que el enamoramiento es eterno, para charlar con la naturaleza, aspirar de su armonía, volver al amor. La paz del mar congelado de Marzo nos ayudó a romper nuestras cadenas, nuestras redes, silenció nuestras protestas. Caminamos sobre el hielo una noche sin estrellas.

El mar escuchó nuestra risa y nuestro llanto.

Lloramos tristemente.

Nos acercamos, nos reconocimos. Fuimos una idea, un sentimiento, un rostro. Queríamos obviar contestar los por qué, los cuándo, los dónde. Olvidamos nuestra furia y cantamos nuestra canción. Cuando la ciudad dormía en su viento poderoso y bárbaro nos acariciamos en silencio sobre el Öresund. Sin agresiones éramos sólo un leve grito de amor, y entonces, quizás, y entonces es posible, quizás todo es posible. Un grito de amor y quizás. La noche de la pacificación se borraba lentamente con la llegada de la mañana.

La lucha eléctrica continuó en la claridad pálida de la madrugada. Volvimos al departamento. Preparamos café y acumulamos datos y más datos, historias y más historias para llegar a la conclusión que nuestros miedos eran más viejos que nuestra relación. Un miedo milenario: el miedo de los hombres a aceptar las diferencias.

Suspiramos profunda y seriamente.

—Oh, ¿qué hacemos?

—¿Qué pasa con el amor?

No, estábamos de mal humor, irritados peligrosos.

—¿Qué pasa con el amor?

Suspiramos profunda y seriamente de nuevo.

El café se acabó y entonces sonó el reloj, la provocación, el desierto. El eco del tañido del reloj golpeaba nuestra cansada paciencia, derrumbaba nuestras caletas.

Debemos decirnos una vez más que todo está terminado.

—Todo está terminado. No volveremos atrás. Nuestra nostalgia nos impide ver nuestra inocencia, dice ella.

—¡Inocencia! somos en el fondo todos inocentes, plenamente ingenuos, traslúcidos de bondad campesina, dije y me sorprendí de mi ironía.

Antes de marcharse sacó de su cartera una pequeña piedra verdosa de peso imperceptible.

—Es un Gan, dijo y sonrió con gesto malvado y maldito de las brujas de los libros.

La dejé irse y la observé desde la ventana hasta que su cabellera roja desaparece tras la niebla helada de Marzo.

Obsesionado y confundido en impotencia observé la pequeña y liviana piedra. El diccionario de la academia me entrega una respuesta conmovedora. Gan es una palabra irlandesa (gandr) que

se le otorga a un instrumento mágico redondo como una pelota, del tamaño de nuez y de color amarillo o verdoso. Me coloqué el abrigo, deposité la piedra en el bolsillo y bajé a la biblioteca en el palacio que está a una cuadra y media de mi departamento. Durante horas hojeo libros de mitología nórdica, brujerías y hechizos.

La palabra gan es un conjuro, en besvärjelse.

Después del conjuro es como si una piedra pequeña hubiese sido lanzada contra un pie o una parte del cuerpo de una persona, sin que el afectado pueda ver la piedra ni captar el golpe. Se produce una quemadura y la pronta muerte. Varias brujas fueron quemadas en las colinas de Kirseberg en Malmö acusadas de estas oscuras prácticas. La conclusión me escandaliza.

Continúo investigando.

Descubro en el libro Svensk Mystik, obra respetada por su credibilidad, ¡recopilado por Per Gustaf Berg y publicado el año 1871 en la ciudad de Estocolmo que ANNA ERSDOTTER ha sido quemada el 15 de junio del año 1704!

Una carta real enviada al Juzgado del reino y publicada íntegra en el libro, acusa a Anna Ersdotter de bruja y de haber provocado la muerte de varias personas. Cubierto de sudor helado bajo a la calle con la piedra apretada en la mano y un pensamiento fijo:

"esta piedra hirió de muerte el pecho de Ulrika".

Llueve sobre Malmö con oscuridad aletargadora, soledad única de esta vieja ciudad hermosa de secretos apresados.

Siento una tranquilidad pesada.

Desde el puente de cemento que cruza el canal a un costado de la biblioteca lancé la pequeña piedra volátil. Los canales de la ciudad que rodean los secretos de tantas batallas mortales están calmos como siempre y sus aguas levemente escarchadas se quejan húmedamente cuando la piedra parece disolverse en el agua.

Camino al bar.

Nunca volví a ver a la mujer mal amada, más cada vez que cruzo el puente suelo oír su risa apagada desde la profundidad de las aguas del canal.

Alguna vez, si es primavera, lanzo una flor al agua y doy gracias por los amores verdaderos.

 

 

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